1946. Hay que creer en Kid Cachetada
El mendocino Francisco Antonio Lucero, destacado boxeador medio pesado de la época, derrotó a Guillermo López boxeando con habilidad e inteligencia en el Estadio Luna Park de Buenos Aires.
Cuando Antonio Lucero (Kid Cachetada) llegó a Buenos Aires y se anunció que actuaría en el Luna Park, junto con su paisano el peso ligero Valeriano Mesa, tuvimos oportunidad de referir algunos pasajes de la extensa campaña pugilística cumplida por el welter mendocino. Recordamos, en ese momento, que no se trataba de una figura nueva, sino de un veterano, pero tampoco de un valor en decadencia, puesto que por su modalidad era de los hombres que en los treinta años pueden rendir tanto o más que a los veinte.
Conviene insistir en este aspecto para desvanecer, si ello fuera posible, una idea errónea. Hay dos grandes grupos en los que se puede dividir a los pugilistas: el de los boxeadores y el de los peleadores. Estos últimos suelen ser los que duren menos porque su acción está basada en la vitalidad, es decir que recibe de la juventud el más rico tributo. Los boxeadores, en cambio, pueden desarrollar una extensa campaña y es lógico que vayan mejorando a medida que transcurre el tiempo porque ellos han hecho del deporte una cuestión de estudio y en él van acumulando mayores conocimientos, de tal modo que llegan a la madurez con el máximo de aptitudes, pudiendo comparárseles —respetuosamente — con el cantante lírico que va afinando año tras año su caudal sonoro y completando su cultura musical. Kid Cachetada y Guillermo López son dos boxeadores, dos ejemplares de características similares. El cordobés tiene cartel hecho en Buenos Aires y por esa se creía, antes del sábado, que iba a ganar su match con el mendocino. Pero de éste había también claras referencias, vertidas aún mucho antes de que viniera a la Capital: se sabía que Cachetada era un boxeador inteligente, astuto, que no daba espectáculo brillante, pero a quien podía considerársele capaz de vencer al más pintado.
Recién el sábado pudimos apreciar los porteños al auténtico Kid Cachetada, el esgrimista sutil, el hombre de agilidad mental y de imaginación, ducho, experto y vivo, que conoce rápidamente al adversario, descubre su punto flojo y lo explota, dedicándose exclusivamente a anularlo. Cachetada no construye; destruye. Por lo mismo, no deslumbra. Pero hay que creer en Cachetada. Sus virtudes son evidentes. Y si no llegan a todos, o si no agradan, con seguridad que pueden hablar de ellas sus adversarios. López es el de más enjundia, el de más alta calidad. Y ha sido superado en su juego, en el cuerpo a cuerpo, tanto como en su estilo, el de la astucia y el enredo. De esos prolongados escarceos en el infighting, en los que se hace un masaje desde los puños hasta los hombros, manteniéndose los pies firmes y apoyada la cabeza en el cuello del contrario, de esos prolongados diálogos llega poco hasta el espectador de las tribunas un tanto alejadas y es lástima, porque tienen mucho valor. Ahí cobra importancia un milímetro, ahí es necesario elegir el golpe indicado, ahí vale tanto la ciencia pugilística que casi virtualmente queda excluido lo demás.
Y en ese juego, donde Guillermo López sabe hacer tantas cosas, el sábado estuvo hecho un campeón el mendocino. Era un embrollo a veces, es cierto, costaba descubrir al dueño de un brazo o seguir la trayectoria de un puño, pero round tras round se advertía que Kid Cachetada iba sacando ventajas de e poco: algo más veloz, más exactitud en la distancia más justeza en el golpe, más acierto en el esquive. Y, por encima de eso, la neutralización casi completa de los propósitos del rival. Radicó ahí casi toda la razón del triunfo de Cachetada. Los doce rounds constituyeron una valiosa expresión de boxeo, especialmente para quienes gustan de observar atentamente, sin perder detalle. Se veía en acción a dos maestros del ring, dos viejos zorros ricos en experiencia, entablados en duelo para resolver cuál de los dos era el más zorro, no el más viejo...
Pudo así el pugilista mendocino cumplir el propósito que lo trajere a Buenos Aires: su campaña en Mendoza y su triunfal actuación en Chile, con una sola derrota frente a Paglia en San Juan, obedecían a la posesión de cualidades auténticas. No lo había ayudado la suerte ni otro factor ajeno a su propia capacidad. Mientras Mendoza o Chi-le convinieran a sus intereses económicos, seguiría por allá. Pero antes de dar el último golpe quería cumplir la aspiración de actuar frente al público de Buenos Aires. Que iba a triunfar lo sabía él. Se tenía fe. Quería que lo conociéramos, simplemente. Ahora debe haber regresado a Mendoza. Se ganó el aplauso de sus paisanos.