Las recordadas peleas entre Prada y Gatica
Por Carlos Irusta. Fueron 6 inolvidables peleas de estilos contrapuestos. Gatica era el símbolo de la provocación y la desmesura. Prada representaba la corrección y el orden.
Vaya uno a saber qué fue de la vida de Livio Sosa. El pibe pesaría entonces unos 55 kilos. Tenía que pelear en la Federación Argentina de Box la noche del martes 29 de septiembre de 1942. Pero no fue. Si hubiese asistido, tal vez la historia hubiera sido otra, pero lo cierto es que Sosa faltó a la cita. No era, después de todo, un gran problema. No hizo falta mucho tiempo para encontrar algún candidato de ese kilaje que quisiera ganarse unos pesos, diez pesos. Con ellos, en esa época, uno podía pagarse cinco cuotas sociales en un club de Primera, como Racing. Si hoy la cuota es de once pesos, significa que eran casi unos 50 pesos de hoy. Nada mal.
Así que le encontraron reemplazante a Sosa. Era un chico de mirada verde e inquieta, retacón y sonriente. Uno se imagina que ni siquiera hizo falta convencerlo demasiado. “¿Querés pelear?” era una de las frases que más debía escuchar cuando lustraba zapatos en el barrio de Constitución. Y, seguro, tenía el sí flojo. Así que le prestaron todo, del pantalón a las botitas y quedó listo para subir al ring.
El otro ya era campeón de novicios, título que había obtenido en la misma Federación el martes 2 de junio de 1941, tras ganarle por puntos al cordobés José Pérez. Según el comentario del diario La Prensa, el vencedor había mantenido un violento ataque durante los cinco rounds. Por esa pelea le pagaron 5 pesos más. Después de todo, aunque tenía apenas 18, ya era campeón.
Cuando subieron al ring, dispuestos a la pelea, se notaba en sus físicos y sus rostros la juventud que empezaba a florecer dejando atrás a la infancia. El lustrabotas tenía 17; el campeón, 18. Se pelearon con rabia y bronca. Estremecieron a la gente. Hasta que un golpe de izquierda del rosarino derribó al rival. Hubo polémica y discusión. ¿Golpe bajo o gancho al hígado? Discutieron todos, aunque apenas fue una pelea más de una noche más. El fallo, finalmente, encendió los ánimos de todos. Descalificación. Había ganado el lustrabotas: aún en el suelo, la mirada verde lo traicionó; la bronca y el desamparo pesaban más, incluso a pesar de la victoria. Quería seguir peleando.
Se encontraron a la salida, después del festival. Discutieron. Se volvieron a agarrar a piñas, los separaron, hubo un entrevero de bronca. Por fin, cada uno por su lado, se perdieron en las sombras de la calle Castro Barros. Es tentador imaginarlos. Cada uno dándole la espalda al otro, cada uno pensando: “Cuando te agarre vas a ver”.
El lustrabotas de Constitución se llamaba José María Gatica.
El campeón era Alfredo Prada.
Sí, seguro que se fueron caminando cada uno para otro lado, como yendo a sus rincones. Sin saberlo, esos chicos iban a separar al país en dos bandos en la más dramática, cruenta y tremenda rivalidad del boxeo argentino.
José María Gatica era un chico salido de la calle.
Vida dura desde el comienzo. Nacido en Villa Mercedes, provincia de San Luis, el 25 de mayo de 1925. Como suele ocurrir con los héroes populares, prácticamente nunca conoció a su padre. Su mamá decidió venirse a Buenos Aires junto a sus hijas Flora y Fermina. El año, incierto; el destino, también. Las colas para buscar trabajo empezaban a las seis de la mañana. Un café costaba unos diez centavos, “pero no los teníamos”, como confesaría algún testigo de la época. Recalaron en San Telmo. Y después en Piñeyro. “Se dormía en clase”, le confesó quien fuera su maestra, Leticia Inés Merello al investigador Gerardo Bra. “Entonces me contó que lustraba zapatos de noche, en Constitución. Y yo lo dejaba dormir”.
Podría haber robado. Prefirió vender caramelos, vender diarios, lustrar zapatos. Recibir, seguramente, algún insulto. Y uno se imagina su carita sucia enmarcando los ojos verdes, deslumbrados, clavados en los focos rojos de algún auto último modelo perdiéndose en aquellas calles, con una pareja a bordo...
Ancló en El Ancla, un bar del cual aún quedan las paredes, en Paseo Colón y San Juan. Y sobre la avenida, ahí nomás, encontró en The Mission To Seamen (La Misión de los Marineros) un lugar diferente, frecuentada por marineros ingleses. Allí empezó a pelear, llevándose las moneditas que le tiraban. Allí, una noche cualquiera, un peluquero albanés observó en él algo diferente. Se lo llevó a entrenar a Barracas y le consiguió flor de laburo: ayudante de albañil, 5 pesos diarios.
El peluquero se llamaba Lázaro Koci. Y en su carrera quedaría haber descubierto a Pascual Pérez y Karadagián. Pero quedará en la historia como el hombre que descubrió a Gatica.
Alfredo Prada pudo haber sido cualquier cosa menos para boxeador. Hoy lo admite: “Gatica nació boxeador. Yo no”. Nacido el 10 de marzo de 1924 en Villa Constitución, cerca de Rosario, su sueño fue el de ser maestro. Cuando tenía 4 años se le rompió la cabeza del fémur en la cavidad cotiledónea y quedó enyesado desde la cintura al tobillo derecho. Estuvo hasta los ocho confinado en la cama 17 del hospital Español de Rosario. Cuando le dieron el alta tenía una pierna seis centímetros más corta que la otra. Se volvió reservado, tímido y callado. Se sentía un anormal. Lo llamaban “Rengo Pata de Catre” y uno se lo imagina los recreos, mirando a los pibes jugando al fútbol... Entonces se enamoró de Pierina. Una compañera de colegio. “Pierina Biscaldi se llamaba. La vi un día mirando un afiche de un festival de boxeo y pensé que si yo me hacía boxeador, ella a lo mejor se enamoraba de mí. Así que largué las muletas y me metí en un gimnasio y cuando me quise acordar ya era boxeador”.
Quince días después de la primera pelea, vino la revancha, el martes 13 de octubre. Según contó alguna vez Nicolás Preziosa (uno de los más viejos managers del boxeo argentino), “no hubo demasiado revuelo para verlos”.
Aquella discusión inicial no había sido para tanto, eran dos mocosos. Algo cambió, sin embargo, porque les pagaron 20 pesos a cada uno. Esta vez Prada ganó por puntos tras derribarlo tres veces. Y si quedó algún resquemor lo tuvieron que guardar un tiempo.
Se volverían a ver las caras de profesionales, y el ring del Luna Park, con otro cartel cada uno, con fama bien ganada de guapos. Y por cierto, no defraudaron a nadie. Tras 55 combates como amateur, Alfredo Prada se hizo profesional el 4 de mayo de 1943. Gatica, a su vez, tras haber sido campeón latinoamericano en Lima (1944) y Guantes de Oro (1945) pasó al profesionalismo el 7 de diciembre de 1945.
Y sus carreras fueron paralelas, sólo que mientras Prada iba venciendo a sus rivales por puntos, Gatica lo hacía por nocaut, demoliéndolos casi con salvaje encono: Ángel Olivieri, Armando Rizzo, Miguel González, Guillermo Giménez, Adolfo Ygriega...
Gatica se vestía llamativamente, festejaba las victorias en los cabarets y muchas veces, tras el pesaje del sábado a la mañana, se volvía hacia el rival de turno y en tono reservado, le decía: “Perdoname si esta noche te liquido temprano, pibe, pero tengo una milonga, ¿sabés?”. Prada, en cambio, iba a las Academias Pitman, estudiaba mecanografía (como se llamaba entonces a los cursos para escribir a máquina), algo de contabilidad e inglés. Y después de los combates iba a su casa, tomaba un té y se daba un baño de inmersión con agua tibia para relajar los músculos.
Como es de imaginar, todos hablaban de Gatica y casi nadie de Prada. A éste último le decían “Cabezón”. Al otro empezaban a llamarlo “Tigre” y “Mazorquero” por su brutal manera de tratar a los rivales. Cuando algún inoportuno lo llamaba “Mono”, éste lo miraba y clavándole los ojos de Tigre, retrucaba en tono amenazante:
“Señor Gatica”.
La noche del 31 de agosto de 1946 se enfrentaron por primera vez como profesionales.
Eran aquellos, los tiempos iniciales del peronismo oficializado a través de las urnas, tras aquel histórico 17 de octubre de 1945, cuando la Plaza de Mayo se llenó de “cabecitas negras” que clamaban por la libertad de su adalid. La televisión no existía y las radios portátiles aparecerían diez años más tarde. O sea que la gente se estacionaba frente a los grandes aparatos de madera para sintonizar todas las noches a “Los Pérez García”, una familia tipo llena de tantos problemas que quedaría el dicho: “¡Pero viejo, vos tenés más problemas que los Pérez García!”.
Se recaudaron 43.708 pesos, récord para la época, con la entrada popular a 2 pesos. El combate fue sangriento y dramático, justificando la expectativa de una manera horrenda, furiosa, escalofriante. En el primer round, Prada ya tenía un ojo cerrado. En el cuarto, sufrió doble fractura del maxilar inferior. Trenzados con bronca y furia, no se dieron cuartel. Y, en el 11°, de una derecha al mentón, Prada hizo arrodillar a Gatica. “Sólo pude mantenerme de pie por autohipnosis, porque si no el dolor me hubiera hecho salir corriendo. Lo del ojo fue un cabezazo. Terminé en el hospital”, rememora Alfredo Prada. Aquella noche en el Luna Park, estadio que cobijaría todos los encuentros siguientes, José María Gatica ganó por puntos ante el estallido de la popular.
“Gatica parecía ser el peronista, pero en realidad lo era yo. Él subía con el escudo peronista en la bata. Y como la popular era suya, en el ringside, para poder manifestarse de alguna manera, los contreras me apoyaban a mí”, recuerda hoy Alfredo Prada.
Volverían a chocar al año siguiente, en la más tremenda y dramática de todas las confrontaciones.
La noche del 12 de abril de 1947 el Luna Park era una hoguera.
La cosa había empezado un par de días antes, a la salida del viejo gimnasio del Luna Park, el Royal Boxing Club, enfrente a Bouchard 465. Gatica estaba jugando a los dados en el café de la esquina con Quinto Cucinatto, un entrenador, cuando se acercó Prada. El Tigre le escupió los zapatos. Y el otro se le fue encima.
Gatica llegó a las ocho de la noche y cuando vio las largas hileras esperando para comprar la entrada, llamó a un cafetero (de esos que vendían el Sorocabana en gigantescos termos de lata) y le ordenó que le sirviera a todos: “Se ve que hoy pelea Gatica”, fue su comentario. Era parte de su personalidad que se haría leyenda. Desmesurado y provocador.
Como cuando una vez subió a un colectivo y pidió: “Dame un metro de boletos”. O el día que le gustó un traje y pagó el doble de lo marcado, “Porque Gatica no usa pilchas baratas”. En ese tiempo sólo tenía 10 peleas invicto, pero era toda una atracción. La recaudación casi dobló a la anterior: 63.204 pesos.
“Gatica y Senatore le dan al público lo que quiere la mayoría: fuerza, potencia, aspereza, promesa de nocaut”, escribió Félix Daniel Frascara en EL GRAFICO. Hizo falta un Prada para que aquel combate fuera lo que fue: una auténtica carnicería, sin otra ley que la violencia por la violencia misma. “En el primer round un zurdazo terrible de Prada fue a dar de lleno cuando éste iniciaba un ataque. No obstante se levantó a los tres segundos en un admirable alarde de guapeza y resistencia física, pero no pudo recuperarse por completo”, puntualiza Frascara. El choque terminaría en medio de la confusión, la sangre y la noche terminaría en el hospital para los dos. Según Preziosa, manager de Gatica, éste sufrió la rotura del maxilar inferior a causa de “un cabezazo: no tengo dudas”. ¿En qué momento? Alfonso Araujo, el árbitro, dijo que podría haber sido “junto con la caída del primer asalto. Como él seguía peleando y respondiendo, no me di cuenta de la lesión”.
En el quinto se produjo un choque de cabezas. Y fue con la campanada del sexto que Gatica no pudo seguir peleando. “Yo me rompí la mano izquierda y tuve que ir al Hospital Vélez Sarsfield, juro que fue un gancho”, asegura Prada. “Tengo un dolor de muela bárbaro”, le decía Gatica a su manager en los descansos hasta que éste decidió llamar al médico. “Yo estuve en la tercera fila del ringside y hubo piña. Por lo menos, la que lo volteó. Si después apareció una cabeza fue sobre el epílogo y no antes”, escribió años más tarde Abel Santa Cruz en EL GRAFICO. “Otro púgil en el mismo trance habría perdido por knock out”, elogió el diario “Tribuna” a Gatica.
A su vez, Bernardino Veiga (maestro de relatores radiales) recordó que mientras en el ringside se abrazaban todos, enloquecidos, los de la popular se fueron con aire de velorio. En tanto, en la lona, cerca de la esquina de Gatica, quedaba un charco de sangre “que hubiera conmovido al propio Nerón”, según recuerda el escritor Jorge Montes, autor del libro Gatica y yo, quien además agrega un detalle escalofriante. “No encontraron su protector bucal, así que subió con uno prestado, lo cual significa que fue como pelear como con un palo entre los dientes. Al no estar encajados, tenían que romperse en algún momento”.
Gatica terminó en el Hospital Ramos Mejía. Llegó con un pañuelo de seda que le colocó Preziosa y le pusieron una escafandra de yeso. Quedó internado. Lo cual es una manera de decir. En realidad se escapaba por las mañanas manejando el camión de un amigo, llamado El Chaucha. Eso sí: todas las noches El Mono regresaba para dormir...
Recién volvieron a enfrentarse el 18 de septiembre de 1948.
Para ese entonces Alfredo Prada había sido consagrado como campeón argentino de la categoría liviano tras el abandono del título por parte de Humberto Savoia. Gatica, tras siete meses, reapareció y realizó 12 peleas, de las cuales ganó todas por nocaut menos una (Valeriano Mesa) antes de volver a medirse con Prada. “El secreto estaba en que yo nunca le tuve miedo, al contrario, le ganaba justamente en el terreno de él, provocándolo siempre, haciéndolo enojar. Entonces, cuando tocaba la campana, empezaba achicado”, recuerda Prada, a quien Gatica siempre llamó “Padre”.
Eva Perón y su hermano, Juan Duarte, estuvieron en la primera fila aquella noche. Se recaudaron 156.471 pesos y El Mono, que ya era padre de una nena a la que bautizó Eva, subió al ring luciendo en su bata la inscripción “Perón-Evita” como para echar más leña al fuego político. Eso avivaba las pasiones de tal forma que el Luna abrió sus puertas a las siete de la tarde. Un ringside de 80 pesos llegó a pagarse 1.000 en la reventa. Prada no exponía su título argentino, pero en el ánimo de todos pendía la sensación de que el ganador de esa noche sería el mejor de todos. Por eso, cuando subieron al ring, el estadio tembló.
Fue aquella una pelea reñida, con Prada en el suelo en el noveno round. Y esa caída fue fundamental para el fallo, que le correspondió a Gatica, a quien lo despidió una ovación impresionante. Cuando volviesen a enfrentarse, casi cinco años más tarde, sería la última vez. Y también sería distinta y definitiva la historia de ambos antagonistas.
En aquellos años sucedieron muchas cosas. Profesionalmente, Prada decidió viajar a los Estados Unidos de América en vista de que una huelga de boxeadores se tornó prolongada. Allí efectuó 5 peleas, ganando 2, perdiendo otras tantas y empatando una. Para diciembre, un telegrama de la Comisión Municipal de Box de Buenos Aires le informa que debe presentarse antes del 20 para responder al desafío de Gatica por el título argentino. Regresó, para encontrarse con que Gatica no estaba...
A su vez, El Mono continuaba con sus excentricidades, sus anécdotas (algunas inventadas, según Jorge Montes, como aquella de cuando fue al cine y apareció el león de la Metro y él dijo: “A esta película ya la vi”) y sus desarreglos. Gatica, aunque militaba entre los livianos, con un límite de 61,200 kilos hubiera sido un welter junior de 63,500, pero esa categoría no existía en la Argentina. Las gestiones de Juan Domingo Perón ante Archie Moore, según detalla nuestro colega Eduardo Rafael, le permitieron acceder a una pelea con el campeón mundial Ike Williams, así que también viajó a Nueva York. La suerte le fue aciaga. En ese encuentro que no fue por el campeonato, como dice la leyenda, perdió por nocaut en el primero. Y aunque la leyenda dice que cayó al primer golpe por poner la cara, la película lo desmiente. Cayó tres veces, no puso la cara y sucumbió ante quien era mejor: fue el 5 de enero de 1950.
Cuando se enfrentaron por última vez la vida era otra.
Evita había muerto un año antes, empezaba a crecer la inflación, se había aprobado la ley de divorcio produciendo un enfrentamiento con la Iglesia... Lentamente el poder, como el propio Gatica, empezaba a resquebrajarse. Víctima de sus excesos, ni siquiera podía dar el límite de la categoría. Prada, un atleta, estaba a tres años de un glorioso retiro. El encuentro fue por la corona de Prada un 16 de septiembre de 1953, con otro record de recaudación, esta vez de 754.435 pesos. El kilaje fue fundamental por las razones ya puntualizadas. Prada dio 60 kilos sin problemas, Gatica llegó como pudo a los 60,900. Sus fuerzas duraron los dos primeros asaltos. Un swing de izquierda a la cabeza lo mandó al suelo a los dos minutos del sexto capítulo. El referí Escudero le contó hasta tres segundos (entonces no había cuenta de protección hasta 8) y la pelea siguió. Inútil. Tocado por una derecha, cayó, se arrastró, gateó, se apoyó en las sogas, se puso de pie y con la mirada vidriosa y perdida, se quedó parado mientras llegaba el out que, seguro, ni escuchó.
El Mono –lo que quedaba de él– bajó silbado del ring.
Se volvieron a encontrar, por cierto.
Gatica cayó en la miseria. Prada, a su vez, intentó en el comercio. Y no le fue mal. Un día, a través de una foto en un diario, descubrió a su rival arruinado y le ofreció trabajar en una cantina de su propiedad. Gatica, como siempre, hizo de las suyas. Prada –quien se retiró tras ganar la corona sudamericana, apenas conocido el fallo, el 17 de noviembre de 1956, tras 98 peleas–, terminó desistiendo. Gatica –a quien le sacaron la licencia tras su último combate el 6 de julio de 1954: tenía 95 encuentros– se convirtió en el símbolo de la mala vida del boxeador: origen humilde, ascenso, brillo, cabaret, champán, descenso y miseria absoluta.
Gatica, tras caer bajo un colectivo 295, a la salida de un partido de Independiente, fue internado en el Hospital Rawson. Tenía fracturas múltiples de cadera, luxación de vértebras, fracturas de apófisis transversa de la cuarta vértebra, fractura de pubis y rotura de la uretra. A las ocho y media de la noche del lunes 12 de noviembre de 1963, a la edad de 38 años, murió Gatica.
Lo velaron en el estadio de la Federación Argentina de Box. Prada fue a verlo. Allí había empezado la historia, cuando aquellos dos chiquilines se trenzaron por primera vez.
Rodeado de flores estaba el cuerpo de Gatica. A su lado, Prada. Y arriba la luz del ring, que alguna vez los mostró en plenitud, permitía ahora una visión espectral, tristona y distinta a una historia que terminaba para convertirse, para siempre, en leyenda.
Dos hombres hermanados en la sangre, el sufrimiento, el coraje, el encono y el respeto.
CARLOS IRUSTA
Fotos: ARCHIVO “EL GRAFICO”
Ilustración: EDUARDO GAZZANIGA