1986. Impacto, muerte, estupor
En La Plata el coche de Miguel Atauri, inexplicablemente, se precipita en una rotonda sobre decenas de personas a más de 200 km por hora, dejando a su paso un saldo trágico. Y todo sucedió así...
Jamás olvidaré esas imágenes tremendas. El dolor que me atravesó el pecho como un lanzazo. La angustia, la impotencia y la bronca que sentí en esos momentos.
La fiesta, la alegría, se había transformado en tragedia.
Esos metales tan amados, una de esas criaturas armadas con tanto cariño, había traicionado a su piloto, a todos nosotros y al TC. No frenando donde debía, resistiéndose a disminuir los 230 o 240 km/h que desovillaba sobre el hilo de la ruta 36.
Había herido al TC, había amargado lo que debía ser una jornada de alegría.
Y mientras comenzaban a sonar las sirenas sentí un escalofrío: el coche había quedado a un costado de la rotonda donde me encontraba junto al colega Alfredo Parga, de La Nación, pero había pasado a escasos 15 metros. En una palabra, nos podría haber tocado a nosotros. Parga quedó lívido. Intentó correr hacia los cuerpos que yacían inanimados a un costado de la plazoleta. Unos minutos antes, un encargado de la organización había desalojado pacientemente a varios entusiastas miembros del público que nada tenían que hacer allí. Pero el coche de Miguel Atauri se había precipitado sobre un grupo de gente que estaba al borde de la rotonda, en las calles "muertas" o de escape. ¿Cómo pensar que podría penetrar a casi 170 km/h en esa zona aparentemente segura? La fatalidad se había producido. El TC estaba de luto: Y todo sucedió así...
Salvador Carmona, el mecanizador de los fierros de Emilio Satriano, gritaba: "Nací de nuevo, nací de nuevo" La histeria era total. Y dolorosamente justificada.
La mole celeste y blanca con el número 18 había terminado su enloquecida carrera instantes antes. Le juro que yo estaba paralizado. Como atontado. Había visto al Dodge desmandarse 200 metros antes de entrar a la rotonda de la ruta 36 que une con el camino a Abasto. Y en vez de tomar el carril derecho para circular por la carrera comenzó a barrer de costado la división de ambas manos. ¿A cuánto? A 200 o más quizás.
No siguió derecho. Barriendo por la izquierda, allí donde había auxiliares de pista. Bomberos, policías, periodistas, miembros de equipos y —por suerte—ninguno o muy pocos miembros del público.
Iban dos vueltas de la final y esa mole desmandada paralizaba extrañamente, hasta el último instante, a quienes estaban en su paso.
Así, por diez centímetros, se salvó volando el primer banderillero de casaca amarilla.
Con un estampido sordo contra el cordón de la rotonda central saltó el Dodge procurando detenerse. Allí estaba don Carmona y colaboradores del equipo de Emilio Satriano filmando su habitual película televisiva.
Salvador tenía en el visor a Roberto Urretavizcaya. Lo agarraron del hombro y tiraron de él. Allí voló destruido el changuito que llevaba la videograbadora.
Y siguieron dos, tres estampidos sordos mientras el coche terminaba de efectuar un trompo. Las 15 o 20 personas afectadas a la organización procuraron correr y esquivar al bólido. Muchos lo lograron. Otros, desgraciadamente, no. Entonces volaron o fueron arrollados Juan Carlos Otero, 26, miembro del SIDE, colaborador en seguridad, que falleció en el hospital de Melchor Romero; Hugo Solís, de 39, colaborador de la organización, y José Luis Guisolfi, de 22, banderillero; otro banderillero, de unos 20 años, también falleció, aunque no se tenían, al cerrar esta edición, sus datos personales.
No en vano, al menos, se había retrasado la largada de las series y la final para ubicar mejor al público. Con ello se logró sacar a algunos desubicados que a pesar de saber que no tenían nada que hacer en la rotonda pretendían quedarse allí. Eso, seguramente, redujo sensiblemente las consecuencias del accidente. Pero tanto Alfredo Parga como yo creíamos estar en un lugar bastante seguro. Después de 20 años de transitar las pistas, uno cree que conoce algo. Pero en un instante, un desagradable instante, descubre que no existen remedios contra la fatalidad.
A Miguel Atauri lo retiraron atontado de su coche, que había quedado marcado de ambos lados. Daba la impresión de haber sufrido un vuelco. Y en realidad había impactado contra varios cuerpos.
Acaso, su destino como piloto está extrañamente marcado: en 1982, en la Vuelta de Ayacucho, se despistó también en la recta. Su coche mató a tres personas del público. Estuvo un tiempo sin correr y volvió con fuerza y entusiasmo el año pasado. Tuvo buenas actuaciones parciales, ganó alguna serie, animó una final y parecía bien encaminado en la de La Plata cuando, nuevamente, se le arrimó la fatalidad.
Para la estadística, quedará que Castellano y Morresi ganaron las series, que la carrera no tuvo definición al paralizarse en la tercera vuelta y que, una vez más, injustamente, la tragedia enlutó al TC.
Por ORLANDO RIOS.
Fotos: OSCAR MOSTEIRIN.