La deuda que la literatura tenía con Juan Román Riquelme
Un anticipo de Apostóles de Román, la nueva obra que rinde homenaje, con profesionales de la palabra, a la filosofía del máximo ídolo de la historia de Boca.
POR FIN. Llegó el momento. A casi diez años de su retiro como futbolista profesional, para Juan Román Riquelme, acaso el último jugador -y más que eso, por cierto- de su especie, le llegó el momento de cobrar. La literatura saldó su deuda histórica: no había rendido el homenaje pertinente al espíritu de Riquelme.
Jugador como ninguno. Figura popular como pocos. Ídolo como ya no existen. Representativo de los suyos. Tan lejano de los ajenos. Tan Riquelme. El hombre que le pegó, que le pega y que -por fortuna- le pegará distinto ya recibió un tributo sostenido en las palabras que nada tiene que envidiarle a su postura, a su imagen.
Apóstoles de Román, la nueva obra de Fútbol Contado Ediciones, reunió a nueve hombres y tres mujeres, "gente de letras tomar" -como bien traduce en el prólogo Juan José Panno, ex periodista de El Gráfico-, para confeccionar, con el vuelo de palabras de los expertos, textos de ficción que tienen a Riquelme como disparador de una historia o que lo atraviesan en vínculos humanos de los que él, tan gigante y tan omnipresente, no tiene el más remoto conocimiento.
Un jubilado que se lo cruzó en las entrañas de un hospital público, en la sala de espera, mientras aguardaba por el llamado de su médico. Un noctámbulo trabajador precarizado cuya familia disfuncional, plagada de conflictos, reproches y hasta ciertas miserias, a veces se funde en un simple debate: la figura de Riquelme.
Un científico que se instaló en Torcuato para investigar la vida de un marciano. Hasta un encuentro, en el marco de un diluvio y con una pizza como actriz de reparto, que tiene espacio en simultáneo con un pequeño -y mágico- instante: el último gol de Riquelme a River. Una obra indispensable; un anticipo para afinar la lectura.
La tarde en la que conocí a Riquelme
Que seguramente entendí mal, eso pensé. Que no dijo Juan Román, sino Juan Ramón. El apellido lo entendí clarito. Lo miré con una atención concentrada y constante, más, incluso, que lo necesario (o lo habitual) y descubrí arrugas y marcas, sus ojos estaban opacos y el poco pelo que le quedaba no terminaba de cubrir su cabeza.
Eso sí, estaba bien vestido, ropa nueva. Cara. Era un tipo grande, pero más chico que yo y parecía joven todavía. Pero éramos dos viejos. Obvio, sobre todo, yo. Sospeché que se trataba de Riquelme, pero en mi cuidadoso estudio de su cara y de su aspecto general quise creer que tal vez no era. Qué iba a estar haciendo ese tipo, uno de los más grandes ídolos de la historia de Boca y del fútbol argentino, sentado, al lado mío, en la guardia de un hospital.
Le pregunté.
¿Sos Riquelme, el quejugaba en Boca?
Se rió.
Sí, sos vos, ¡Qué hacés acá! ¿Te volviste pobre?
Se rió más. Tenía los dientes blancos, demasiado blancos.
Este país, dijo, este país, repitió. Poca gente me reconoce ya.
Es que no te vieron jugar, dije, apostando, esta vez, a creer que era él. Hice un recorrido mental de su carrera, que duró casi veinte años, y no sé por qué se me vino la imagen de aquella vez que le metieron un dedo en el culo.
Le dije: ¿te acordés del dedo que te metieron?
Se volvió a reír.
Clausura 2002, contra Banfield, djio. Fue Santa Cruz. Era él, ya no podía dudarlo.
Calenturas del fútbol, dijo, y se rascó una parte de la cara.
¿Estás enfermo?
Me pica un poco, contestó. Por eso vine.
¿No tenés obra social? Acá venimos los pobres.
Yo también fui pobre, de pibe, dijo.
Pero hiciste guita.
Eso fue hace mucho, me dijo. Y también: ¿de qué cuadro sos?
Del rojo.
Se rascó de nuevo.
Se te ve bien, Román. Yo, en realidad, estoy más cerca del arpa...
Que de la guitarra, remató.
Qué hacés ahora, pregunté.
Juego al fútbol con amigos, como asados.
¿Seguís jugando?
¿Por qué no?
Con el Chelo, con Abondanzieri, ¿esos?
Aimar, Clemente, Bianchi.
¿Bianchi juega con ustedes?
Ya no puede correr pero dirige.
Entonces me animé. Lo tenía ahí, sentado tan cerca, tan conversador, por qué no iba a animarme. Le pregunté por Palermo.
¿Lo ves a Martín?
¿Qué Martín?
Palermo.
Se quedó pensando.
Me gustaría, dijo, pero hay cosas que no se arreglan por más que pase el tiempo.
¿Están peleados?
Nunca fuimos amigos, nada más que eso.
Entiendo, dije y vi que una de las puertas se abría y un médico se asomaba con una planilla. Dijo mi nombre y mi apellido y me paré ayudándome con los respaldos de dos sillas y caminé como pude, arrastrando los pies. Cuando entré el médico cerró la puerta. Estuve unos pocos minutos en el consultorio, contándole mis pesares y mis dolores y, al salir, con dos recetas, estacioné el cuerpo contra el marco de la puerta sintiendo la ansiedad que fue creciendo en la medida que me volvían imágenes y palabras del rato compartido con Riquelme.
Miré hacia la zona donde habíamos estado. Vi las sillas vacías. Giré la cabeza varias veces pero no lo vi. Quise quedarme (tal vez había entrado en alguno de los consultorios) o preguntarle a la recepcionista si se trataba, realmente, de él, pero me pesaban las piernas y tuve que volver a casa lo más rápido posible, meterme en la cama, para imaginar que estábamos en La Bombonera, con mis amigos, disfrutando de alguna pirueta imposible de Riquelme.
Ultimamente, lo que más hacía era dejar que el tiempo pasara mientras me perdía entre tantos recuerdos. En realidad, más que recordar, lo que hacía era inventar historias.
*Un cuento de Ariel Bermani