Las Entrevistas de El Gráfico

2003. El brazo de Dios

Simpático y siempre con una sonrisa en el rostro, Guillermo Cóppola recibe a El Gráfico para conversar sobre sus años vinculados al fútbol, su relación con Maradona y el sueño frustrado de haber sido jugador.

Por Redacción EG ·

26 de agosto de 2019

¿Co­mis­te? Gui­llo­te tie­ne pues­ta una re­me­ra co­lo­ra­da de Adi­das –man­ga cor­ta–, un jog­ging azul os­cu­ro, za­pa­ti­llas Ni­ke. Ter­mi­na de dar­nos un abra­zo. Y nos con­du­ce a tra­vés de só­li­dos mue­bles, pi­san­do blan­das al­fom­bras bei­ge. Las imá­ge­nes se re­pi­ten en un mon­tón de es­pe­jos de su pi­so de la Ave­ni­da del Li­ber­ta­dor. Ni tiem­po, ca­si, de de­jar la va­li­ji­ta en al­gu­na par­te. De­sem­bo­ca­mos en una an­te­co­ci­na. Hay pla­tos ser­vi­dos y la se­ño­ra Mary se son­ríe, to­le­ran­te. “Da­le, sen­ta­te”, di­ce. Hay un te­le­vi­sor de dos mil pul­ga­das, te­lé­fo­nos, pa­pe­li­tos ayu­da­me­mo­ria, fo­tos fa­mi­lia­res. El or­den-de­sor­den tí­pi­co de una ca­sa cual­quie­ra. ¿Por qué Gui­llo­te va a ser dis­tin­to? Es del sig­no Ra­ta y se lo no­ta en­can­ta­dor, cuan­do quie­re. Crea una ima­gen de in­ti­mi­dad que es to­tal­men­te ge­nui­na. Sí, de­be ser así, mien­tras su­gie­re un pla­to con fi­lets de pes­ca­do y en­sa­la­da de pa­pas con hue­vo du­ro y ofre­ce “lo que quie­ras” de be­ber. Con pe­na, pe­di­mos agua con gas. El ya ter­mi­nó de co­mer, pe­ro pi­ca­rá al­go. Son las dos de la tar­de. De­be ha­ber vuel­to del gim­na­sio ha­ce un ra­to. Tie­ne dos ce­lu­la­res en mi­nia­tu­ra al al­can­ce de la ma­no. Y la te­le es­tá pren­di­da en Ca­nal 9. To­ma el te­lé­fo­no. Y mien­tras le da­mos al pes­ca­do –es­tá muy ri­co, do­ña Mary, sí, lo pre­pa­ro con mu­cho li­món des­de la ma­ña­na tem­pra­no, pa­ra que se ma­ce­re, ¿vio?–, él ha­bla por uno de los te­lé­fo­nos, que son co­mo una par­te de sí mis­mo.

 

Imagen Una querida enemiga, la corbata.
Una querida enemiga, la corbata.
 

“Sí, Bue­nos Ai­res-San­tia­go es­tá bien (...). Pe­ro ojo, por Co­pa pue­do ha­cer es­ca­la en Pa­na­má (...). ¿Pue­de ser que no ten­ga nin­gún tra­mo gra­tis por mi­lla­je? (...) Bue­no, pe­ro ten­go que es­tar en Ca­li, sí (...). Ave­ri­guá (...) sí... (...)”

Y así se­gui­rá por un ra­to. Se no­ta que co­no­ce las com­bi­na­cio­nes aé­reas a Cu­ba me­jor que el ca­mi­no, di­ga­mos, Pla­za de Ma­yo-Pri­me­ra Jun­ta. No pa­ra ahí la co­sa. Di­cen, por la te­le, que Gat­ti ha si­do abue­lo, así que aprie­ta te­cli­tas sin con­sul­tar agen­da al­gu­na, po­ne el par­lan­te pa­ra ha­blar sin ma­nos. Atien­de una voz fe­me­ni­na.

“¡Na­chaaaa! ¡Que­ri­daaaa! ¡Sos abue­la...! ¿Y có­mo se lla­ma?” Del otro la­do, la voz di­ce “San­ti­na”, y se ríen los dos.

Y así un ra­to, cam­bian­do efu­sio­nes y be­sos te­le­fó­ni­cos.

–Ojo –di­ce cuan­do cor­ta–, Gat­ti fue ju­ga­dor mío. Y, co­mo to­dos, ter­mi­na­mos gran­des ami­gos. Na­cha... ve­nía a ver­me cuan­do es­tu­ve pre­so. To­dos los días ve­nía. Y ve­nía Clau­dia. Y, ojo, que pa­ra ve­nir pa­sa­ban por re­vi­sa­cio­nes as­que­ro­sas, ima­gi­na­te. Y a lo me­jor a ellas peo­res to­da­vía, pa­ra des­pués de­cir “¿sa­bés lo que le hi­ce a la mu­jer de Ma­ra­do­na?”. Pe­ro ve­nían to­dos los días. To­dos sa­ca­ron la ca­ra por mí cuan­do es­tu­ve en ca­na.

–¿To­dos?

–Al­gu­nos no. Pe­ro ojo, guar­da, tal vez no ha­bla­ron por otras ra­zo­nes, pe­ro me apo­ya­ron to­dos.

Su pa­pá, Juan Car­los Es­te­ban, tie­ne 87 años, y su ma­má, Dia­na Jua­na Pre­cio­sa, 89. Tie­ne un her­ma­no, Juan Car­los, de 58. Y él, o sea Gui­ller­mo, cum­pli­rá 55 el 12 de oc­tu­bre. “Yo es­tu­ve en pa­la­cios, es­tu­ve con el rey de Ara­bia, con el rey de Es­pa­ña, yo es­tu­ve con el Pa­pa, yo es­tu­ve con Rai­nie­ro... y cuan­do mi­ro las co­sas que me pa­sa­ron... qué sé yo, son mu­chas, he vi­vi­do mu­chas co­sas. Por eso cuan­do vie­ne al­guien a pre­gun­tar­me el te­ma de Die­go y Clau­dia su­fro, su­fro mu­cho, hay mu­cha mal­dad, ¿vis­te? Con Die­go so­mos ín­ti­mos, ¿no? So­mos muy ami­gos, pe­ro hay co­sas que so­la­men­te él pue­de sen­tir, son de él, son co­sas muy ín­ti­mas y sien­to que se me­ten en los sen­ti­mien­tos... de­ma­sia­do, me pa­re­ce.”

El ca­mi­no re­co­rri­do, cuan­do se acer­ca a los 55, lo obli­ga a re­fle­xio­nar un po­co.

–Yo si­go sien­do el mis­mo, aun­que ten­ga un man­go más que el que te­nía. Siem­pre he re­co­rri­do el ca­mi­no con la fren­te al­ta, y si al­gu­nos per­so­na­jes du­da­ron só­lo un ins­tan­te de mi ho­nes­ti­dad, es in­ter­mi­na­ble la lis­ta de los que me apo­ya­ron. Si no hu­bie­ra te­ni­do es­ta tra­yec­to­ria, no ten­dría tan­tos ami­gos en el fút­bol co­mo los que ten­go.

–¿Fuis­te el pri­me­ro o me equi­vo­co?

–A ver... Y Cy­terzs­pi­ler, Aloi­sio, el mis­mo Po­let­ti, de Es­tu­dian­tes, vi­nie­ron des­pués de mí... ¡Ah, no, hu­bo uno! Prie­to se lla­ma­ba, era di­ri­gen­te de Ra­cing y se con­vir­tió en de­fen­sor de los in­te­re­ses de los ju­ga­do­res, creo que a tra­vés del Co­co Ba­si­le.

–Pe­ro él era di­ri­gen­te.

–Ah, sí, eso es cier­to. Yo em­pe­cé en el 74... no, en el 70, con Vi­cen­te Per­nía, que es el pa­dri­no de mi hi­ja Na­ta­lia, que ya tie­ne 28 y...

 

Imagen Su primer matrimonio con Isabel Ferri y su hija Natalia.
Su primer matrimonio con Isabel Ferri y su hija Natalia.
 

–Es­pe­rá. Arran­cá por el prin­ci­pio, con­ta­me de tu ba­rrio...

–Bue­no, yo es­tu­dié en la Es­cue­la Joa­quín V. Gon­zá­lez, en Ba­rra­cas. Y en la pla­ci­ta de Aus­tra­lia lo veía­mos co­rrer a Go­yo Pe­ral­ta, el que des­pués per­dió con Rin­go Bo­na­ve­na. Era­mos ami­gos con el Ne­gro Ri­ve­ro (Os­val­do, el ma­na­ger de bo­xea­do­res co­mo Cog­gi, Vás­quez, Cha­cón o Ve­laz­co) y una vez nos aga­rra­mos a trom­pa­das, co­sas del fút­bol. Fue la úni­ca vez que me aga­rré a las pi­ñas, fi­ja­te vos. Yo era me­nos ju­ga­dor y te­nía más fuer­za; el Ne­gro te­nía fuer­za y más ta­len­to, ojo, ju­ga­ba muy bien.

Cóp­po­la vi­vió en la ca­lle Ta­cua­rí 1593, des­pués an­du­vo por Cha­ca­bu­co 1350, vi­vió en Suá­rez 1192... To­do ahí, mi­ran­do bien al Sur.

–Yo ju­ga­ba en la vía que ro­dea la can­cha de Bo­ca, iba siem­pre a la can­cha; Ri­ve­ro era de Ba­rra­cas Cen­tral. Y los dos hi­ci­mos ca­rre­ra en el ban­co: Ri­ve­ro en el Cen­tral, y yo en el Fe­de­ral.

–¿Sos un ju­ga­dor frus­tra­do?

–Sí, creo que sí. Cuan­do te­nía 15 años en­tré de ca­de­te en el Nue­vo Ban­co Ita­lia­no, que es­ta­ba en Pla­za de Ma­yo. Des­pués abre el Ban­co Fe­de­ral, y me pa­so ahí con el con­ta­dor del Ita­lia­no, que me lle­va, pa­sé a ser je­fe de sec­ción. Ojo, yo em­pe­cé con los ju­ga­do­res en 1974 y cuan­do co­no­cí a Die­go, fue en 1985, ya te­nía 183 ju­ga­do­res, ¿ano­tas­te? Mi­rá: Rug­ge­ri, Be­ní­tez, Pum­pi­do, Gat­ti, Mer­lo, J. J. Ló­pez, Za­na­bria, Ber­ta, los her­ma­nos Al­ves, Brin­di­si...

–Pa­rá, pa­rá, des­pa­cio, por­que no me con­tas­te por qué sos un fut­bo­lis­ta frus­tra­do.

–Te­nés ra­zón. ¿Que­rés ca­fé?

(Re­co­no­ce­rá, un ra­to más tar­de, que es hi­per­qui­né­ti­co, ca­si co­mo si fue­ra un des­cu­bri­mien­to.)

–Yo ju­ga­ba en Ra­cing, en las in­fe­rio­res. Pe­ro só­lo ha­bía lu­gar pa­ra 22. El que man­da­ba ahí era Ca­cho Gi­mé­nez, que te­nía una mer­ce­ría en la ca­lle Li­ma. Un día va y me lla­ma: “Vos tra­ba­jás, es­tu­diás y al fút­bol no le de­di­cás lo que de­be­rías... Y en­ci­ma, en el fút­bol hay in­jus­ti­cias (ojo, esa fra­se me mar­có a fue­go, des­pués te cuen­to) así que voy a te­ner que fi­char a otro...”.

–Y que­das­te afue­ra.

–Sí. Des­pués me di cuen­ta de que era así, de que mu­chas ve­ces un buen ju­ga­dor que­da pos­ter­ga­do por que hay que po­ner a otro, y eso no só­lo me do­lió, si­no que me mar­có. Bue­no, al fi­nal de­jé el fút­bol. En­ton­ces un día vie­ne el pre­si­den­te del ban­co, que se lla­ma­ba Jor­ge F. Ch­ris­ten­sen y que era de Tan­dil. Bah, no vie­ne, me man­da a lla­mar. Ima­gi­na­te, yo era se­gun­do je­fe de sec­ción. En un ban­co, pa­ra lle­gar al pre­si­den­te, te­nés un mon­tón de gen­te arri­ba. Fue me­dio ra­ro, nun­ca te lla­man di­rec­ta­men­te. Bue­no, des­pués me di cuen­ta, por­que yo es­tu­dia­ba pa­ra li­cen­cia­do en ad­mi­nis­tra­ción de em­pre­sas en la Ca­tó­li­ca con los hi­jos del pre­si­den­te, Ale­jo y Mau­ri­cio. Bue­no, pe­ro yo no lo sa­bía en ese mo­men­to, voy, en­tro a la ofi­ci­na y me veo a un ti­po sen­ta­do, de es­pal­das, ves­ti­do de sport. Era el Ta­no Per­nía. Va el pre­si­den­te, don Ch­ris­ten­sen, y me di­ce: “Cóp­po­la, yo sé que us­ted es muy bos­te­ro, muy bo­quen­se, por­que va con mis hi­jos a la can­cha (ahí me avi­vé de por qué me ha­bía lla­ma­do), y aquí es­tá Per­nía. El me lle­va­ba los pa­los de golf en Tan­dil y quie­re ser clien­te del ban­co. Así que quie­ro que us­ted lo ase­so­re”.

Así em­pe­zó mi his­to­ria. Y sen­tí que ayu­dan­do a los ju­ga­do­res, po­dría ter­mi­nar con al­gu­nas de las in­jus­ti­cias de las que te ha­blé ha­ce un ra­to.

–Se­guí...

–Si­go. Per­nía y yo nos hi­ci­mos ami­go­tes y de vez en cuan­do yo iba a La Can­de­la, ahí es­ta­ban los Al­ves, Hu­go Pau­li­no Sán­chez, Trob­bia­ni.... eran to­dos del in­te­rior, ¿vis­te? Y yo veo que to­dos guar­da­ban la gui­ta en las al­mo­ha­das, ¿có­mo po­día ser? Cla­ro, Sán­chez era de Co­rrien­tes, Trob­bia­ni, de Are­qui­to. Ellos man­da­ban la gui­ta a la ca­sa, y yo em­pe­cé a ex­pli­car­les que de­po­si­tan­do la gui­ta y usan­do una co­sa que se lla­ma­ba té­lex no te­nían que an­dar guar­dan­do la pla­ta en las al­mo­ha­das. Al prin­ci­pio no en­ten­dían... De ahí vie­ne que en­tre el Co­ne­jo (Ta­ran­ti­ni) y Per­nía no se pon­gan de acuer­do, ca­da uno cree que fue el pri­me­ro con el que la­bu­ré, no fue así. Mi­rá: el pri­me­ro fue Per­nía, pe­ro el pri­me­ro que me fir­mó un po­der fue el Co­ne­jo, en 1978, cuan­do que­da li­bre de Bo­ca, y yo me voy a ver Bo­ca-Bo­rus­sia... Me acuer­do de que me que­dé en Pa­rís, in­vi­ta­do por Car­li­tos Bian­chi. El, co­mo el Chi­no Be­ní­tez, co­mo Ri­bol­zi, co­mo Lu­cas –el hi­jo de Gat­ti–, to­dos ellos sa­lie­ron a de­fen­der­me con lo de la cár­cel, mi vie­ja, Clau­dia, Na­cha... Aguan­ta­ban ve­já­me­nes en la re­vi­sa­ción pa­ra ve­nir a ver­me. Rug­ge­ri y Car­los He­ller, en cam­bio, se abs­tu­vie­ron de ha­blar y los en­tien­do. A lo me­jor He­ller por es­tar en el ban­co, va­ya a sa­ber, pe­ro yo los per­do­né, no im­por­ta, uno en­tien­de...

–¿Y Die­go?

–Die­go no, por­que pa­ra él no hay gri­ses, se es blan­co o se es ne­gro, él es así...

 

Imagen Siempre con una sonrisa cuando coparte tiempo con Diego.
Siempre con una sonrisa cuando coparte tiempo con Diego.
 

Te­nía un Peu­geot 404 ce­les­te cuan­do em­pe­zó a tra­ba­jar con Per­nía. Se su­ma­ron otros, tan­to que le pu­sie­ron un de­par­ta­men­to pa­ra in­ver­so­res es­pe­cia­les y le pa­ga­ron la ca­rre­ra de li­cen­cia­do.

–Cuan­do sa­lie­ron los VA­NA (Va­lo­res Na­cio­na­les Ajus­ta­bles) pa­sa­ba que un ju­ga­dor te da­ba, di­ga­mos, 100 man­gos y, al fi­nal, le de­vol­vías co­mo 7000, en­ton­ces se vol­vían lo­cos y se co­rría la bo­li­lla: “An­dá con Cóp­po­la que es un fe­nó­me­no”, no sé, di­rían al­go así, pa­ra col­mo yo era ami­go de los ar­tis­tas, con el asun­to del Equi­po de los Ga­lan­ci­tos. ¿Te acor­dás? En­ton­ces pri­me­ro em­pe­cé con Da­rín y con Cal­vo, pe­ro ellos traían a otros. El De­par­ta­men­to de Ser­vi­cios Es­pe­cia­les da­ba pa­ra to­do, no eran só­lo in­ver­sio­nes, eran se­gu­ros, pla­zos fi­jos, qué se yo, tu­ve una car­te­ra enor­me y muy im­por­tan­te. Pa­sé a Sar­mien­to y Re­con­quis­ta, jus­to en­fren­te de don­de es­ta­ba He­ller. No sé qué pa­sa­rá en nues­tro país, pe­ro si hay un ti­po que sa­be de nú­me­ros es He­ller. Aga­rró una ca­ja de za­pa­tos e hi­zo Cre­di­coop, un fe­nó­me­no.

–Vol­va­mos a Bo­ca.

–Co­mo quie­ras. En 1978, cuan­do lo del Co­ne­jo, yo via­jé a Bir­ming­ham con el Gor­do Mar­tí­nez, un pro­fe­sor, un fe­nó­me­no, el in­ven­tor de los Tor­neos de Ve­ra­no. Me acuer­do de que Al­ber­to J. Ar­man­do me lle­vó a un pro­gra­ma de Ca­nal 11 con Pe­pe Pe­ña. “Es­te mu­cha­cho que yo les pre­sen­to va a lle­gar le­jos”, de­cía. Cla­ro, era in­te­li­gen­te. Con esa his­to­ria, el Co­ne­jo, que que­da­ba li­bre, le dio pla­ta tam­bién a Bo­ca. Me otor­ga­ron el po­der de Bo­ca y yo co­bré por el club: 100 mil dó­la­res. Des­pués me ce­die­ron los de­re­chos de Bo­ca cuan­do Die­go pa­só al Bar­ce­lo­na, en 1982.

Del Peu­geot pa­só a... to­do. “Un Mer­ce­des 500 des­ca­po­ta­ble en 1980, una Har­ley Da­vid­son en 1983, qué sé yo...” De­jó el ba­rrio y se fue a Al­ma­gro. “Yo me ca­sé en el 74... A ver… Sí, por­que Na­ta­lia na­ció en el 75. ¿Sa­bés dón­de vi­vía? En Bar­to­lo­mé Mi­tre 4139. ¿Sa­bés quién vi­vía en Gas­cón y Díaz Vé­lez, a la vuel­ta? Sí, cla­ro, Car­li­tos Mon­zón, yo lo pa­sa­ba a bus­car y lo lle­va­ba al gim­na­sio al­gu­nas ve­ces...”

Di­ce que nun­ca le sa­co pla­ta al ju­ga­dor, si­no a los clu­bes.

–Un día, es­tan­do Die­go en el Na­po­li, fui con­vo­ca­do por Ber­lus­co­ni. Via­jé a Mi­la­no y pri­me­ro es­tu­ve con dos de sus co­la­bo­ra­do­res, Pom­pi­llo y Ci­vi­llo. Ber­lus­co­ni me pre­gun­tó qué que­ría si yo ayu­da­ba a Die­go a pa­sar al Milan. ¿Dón­de le gus­ta­ría vi­vir?, me pre­gun­ta. Y, en la Piaz­za San Mar­co, le di­go (que es la más ba­ca­na). ¿Y qué má­qui­na le gus­ta­ría?, me di­ce. Y, un Mer­ce­des, le di­go. ¿Y con cuán­ta pla­ta se arre­gla­ría pa­ra us­ted, pa­ra alla­nar los ca­mi­nos, pa­ra de­jar­nos li­ber­tad de de­ci­sión a no­so­tros? ¿Le ven­drían bien 300 mil dó­la­res anua­les? Le di­je que sí, que po­día ser.

–¿Y vos hu­bie­ras acep­ta­do co­rrer­te a un cos­ta­do... de­jar de in­fluen­ciar a Die­go, di­ga­mos, en fu­tu­ras ne­go­cia­cio­nes?

–A Die­go, en rea­li­dad, no lo in­flu­ye na­die, es du­dar de su in­te­li­gen­cia. Yo hu­bie­ra di­cho lo que di­je­ra Die­go. Bue­no, el asun­to es que cuan­do vol­ví a Ná­po­les... ¡Se ar­mó un lío bár­ba­ro! ¡Has­ta pu­sie­ron una bom­ba en una ter­mi­nal! Ha­blé con Die­go, y Die­go di­jo que en rea­li­dad yo ha­bía via­ja­do, sí, pe­ro que era por­que una edi­to­rial de Mi­la­no que­ría ar­mar un pro­yec­to es­pe­cial, no sé... Al fi­nal, la co­sa no se hi­zo, pe­ro yo hu­bie­ra he­cho lo que di­je­ra Die­go... Mi­rá, cuan­do Die­go sa­lía a la can­cha, gri­ta­ban “ca­pa bian­ca...” y can­ta­ban “euuu... ueeee” (imi­ta un can­ti­to con acen­to na­po­li­ta­no). Des­pués del Mun­dial yo era “ca­pa bian­ca... fi­glio di pu­ta­na”. Al fi­nal me abrí...

 

Imagen Una noche de farra en Trumps.
Una noche de farra en Trumps.
 

–Die­go y el Na­po­li fue­ron lo me­jor de to­da esa ca­rre­ra, o al­go así...

–Y... Con Die­go ga­na­ron dos cam­peo­na­tos, una Co­pa UE­FA, una Co­pa De­lle Cop­pa, una Co­pa Ita­lia... Fue­ron cam­peo­nes en el 87, en el 88, sub­cam­peo­nes en el 89... Pe­ro cuan­do em­pe­za­ron con el “fi­glio di pu­ta­na”, de­ci­dí abrir­me, eso fue en 1990, me echa­ban las cul­pas de mu­chas co­sas y en­ton­ces ha­blé con Die­go –y ha­bla­mos mu­cho, ¿eh?– y me fui... Y fi­ja­te lo que pa­só des­pués: en el 91 lo aga­rra­ron con el pri­mer do­ping, en el 92 ca­yó en ca­na, en el Mun­dial del 94, lo del do­ping. Yo no es­ta­ba, yo vol­ví en ene­ro de 1995. ¿Y qué co­sas le pa­sa­ron al Die­go? Uni­ca­men­te lo de Pun­ta del Es­te. Y lo de Pun­ta del Es­te no tu­vo que ver con la dro­ga, pa­ra na­da. Es­tá­ba­mos en Pun­ta y fui­mos a ju­gar con el Pa­to To­bal, per­día­mos 5-3 y me hi­zo ha­cer el sex­to gol, ga­na­mos 6-5. Ca­si se des­ma­ya, ter­mi­nó bo­ca arri­ba, tem­blan­do co­mo una ho­ja por el es­fuer­zo. Y de ahí se fue a ha­cer una no­ta pa­ra Gen­te, otra pa­ra Ca­ras... No­so­tros es­tá­ba­mos en una ca­sa de Pun­ta Pie­dras y te­nía­mos otra, una ca­ba­ña. Me acuer­do de que fui­mos al su­per­mer­ca­do Na­va­rro a com­prar co­sas, era la fies­ta del mi­le­nio, ¿te acor­dás? En­tra­mos en el sú­per y se ar­mó tal qui­lom­bo que hu­bo que ce­rrar­lo. Esa no­che, a eso de las diez, se mor­fó un mon­tón de fi­deos agli olio (o sea con acei­te) y con pe­pe­ron­ci­no. Y en­ci­ma pi­dió una bo­la de ubre, se la mor­fó a la me­dia­no­che, se mor­fó ca­si me­dia ubre y en­ton­ces ca­si se mue­re... Mor­fa co­mo un ani­mal...

–¿Y vos le de­cís que pa­re?

–¿Qué le vas a de­cir al Die­go? El te di­ce: yo hi­ce die­ta du­ran­te 20 años, si que­rés ha­cer die­ta, ha­ce­la vos... No, al Die­go na­die le ha­ce la ca­be­za. Cuan­do se ar­mó el lío en Na­po­li, con lo de la bom­ba, me ca­gué to­do. El mis­mo me di­jo que me ra­ja­ra a Ro­ma; él se que­dó y al fi­nal se tu­vo que ir co­rrien­do. Pe­ro que te que­de en cla­ro, no hay que su­bes­ti­mar­lo al Die­go...

Re­cuer­da que su ca­fé fa­vo­ri­to era El Bri­tá­ni­co, en De­fen­sa y Bra­sil. Que iba al res­tau­ran­te La Gual­da, de Ber­nar­do de Iri­go­yen y Ga­ray. Que sus ci­nes eran el So­lís y el Buen Or­den, que ama­ba las pe­lí­cu­las de Gar­del y una que se lla­mó Una Mu­jer Apa­sio­na­da, aun­que no re­cuer­da a la ac­triz.

Imagen Araca, Paris. Viendo un partido con la misma gorra con la que ingresó al Tribunal de Dolores en 1998. “Estuve 97 días adentro”, confiesa.
Araca, Paris. Viendo un partido con la misma gorra con la que ingresó al Tribunal de Dolores en 1998. “Estuve 97 días adentro”, confiesa.

“Iba­mos con la fa­mi­lia a los ci­nes –Cons­ti­tu­ción, Buen Or­den, Gran Sud–, y mi vie­ja lle­va­ba sán­gu­ches, piz­zas y nos veía­mos las tres pe­lí­cu­las.... To­da­vía me acuer­do, sien­do pi­be, de co­lar­me pa­ra ver El True­no en­tre las Ho­jas con la Co­ca Sar­li... Y aqué­lla de... “Th­reeee coins in the foun­taiiin” –can­ta, al es­ti­lo de Frank Si­na­tra–. Me gus­ta­ba ju­gar a las fi­gu­ri­tas, a los au­ti­tos con ma­si­lla aden­tro pa­ra que co­rrie­ran más. Mi co­mi­da fa­vo­ri­ta era la tor­ti­lla que ha­cía mi vie­ja. Con mi her­ma­no lle­gá­ba­mos del co­le, por la no­che, y uno la di­vi­día y el otro ele­gía. Le po­nía­mos ta­pi­tas de Co­ca-Co­la con pól­vo­ra aden­tro a las vías del tran­vía, pa­sa­ban el 17 y el 22 por ca­sa... O le sa­cá­ba­mos el tro­lley al tro­le­bús... Y pa­ra cui­dar­nos de la pa­rá­li­sis, nos po­nían al­can­for en el bol­si­llo... Me gus­ta acor­dar­me de eso, pe­ro soy un jo­ven vie­jo, me gus­ta es­tar ac­tua­li­za­do. An­do de sport por­que odio la cor­ba­ta, co­mo ban­que­ro que fui an­da­ba to­do el día de cor­ba­ta. Vi­vo so­lo, es­toy en pa­re­ja y no de­jo de acor­dar­me que, de pi­be, me lla­ma­ban Chu­pe­te, por­que era el más chi­co. Es­ta­ba siem­pre con gen­te gran­de...”

Co­rre con sus ce­lu­la­res y cuan­do agi­ta la ma­no iz­quier­da se le ve el Ro­lex. “Es de oro blan­co, me lo re­ga­ló el Die­go y me di­jo que te­nía que re­ga­lar­le dos, pe­ro só­lo le di uno, un Day­to­ne.”

Acep­ta que duer­me 6 ho­ras por día, que lee muy po­co, se ríe cuan­do le de­ci­mos que tie­ne la ca­sa lle­na de ja­rro­nes (“Y por eso me lo me­tie­ron ahí al pa­que­te, eli­gie­ron el me­jor de to­dos, ne­ne”) y que es an­ti tec­no­lo­gía. “Yo ven­go de la com­pu­ta­do­ra NC 32, que aho­ra es pie­za de mu­seo; yo se­ca­ba los li­bros con se­can­tes, así que to­do lo que ten­go es una agen­da Vuit­ton, pe­ro a ma­no.”

Sien­te que al Die­go no lo va­lo­ran. “Lo han lla­ma­do de to­dos los paí­ses pa­ra ser ase­sor, has­ta de Chi­na, me­nos de acá. Por eso vuel­vo al fút­bol, por eso vol­ve­mos Die­go y yo. Va­mos a ase­so­rar a ju­ga­do­res y clu­bes, te­ne­mos ex­pe­rien­cia, que es lo que va­le. ¿A vos te pa­re­ce que a Or­te­gui­ta lo man­da­ron so­lo a Tur­quía, sin al­guien que lo acom­pa­ña­ra, al­guien que su­pie­ra los dos idio­mas? La Fun­da­ción Ma­ra­do­na va a de­tec­tar ta­len­tos en el in­te­rior, ta­len­tos de to­dos los de­por­tes, que­re­mos pre­pa­rar­los, dar­les bue­na co­mi­da, bue­nos en­tre­na­do­res. Yo siem­pre de­fen­dí al ju­ga­dor. Ha­ce po­co no sé qué di­je­ron en el pro­gra­ma de Niem­bro, por Fox; y Ma­ra­do­na me lla­mó a mí y des­pués lla­mó al pro­gra­ma, por­que él quie­re de­fen­der al ju­ga­dor. Que­re­mos dar­le dig­ni­dad al de­por­tis­ta, por eso –aun­que mu­chos tie­nen mie­do de que Die­go no cum­pla– va­mos a de­mos­trar to­do lo que po­de­mos ha­cer. Y lo que va­mos a ha­cer. Te­ne­mos pa­ra ha­cer in­ter­cam­bio con Chi­na, con Ja­pón, te­ne­mos la quin­ta de Die­go en Mo­re­no, vas a ver las co­sas que ha­re­mos...”

 

Imagen Su foto favorita. En 1984 esta nota de El Gráfico lo mostraba con Gatti, Insua, Olarticoechea, Ruggeri... Hacían fila para estar con él.
Su foto favorita. En 1984 esta nota de El Gráfico lo mostraba con Gatti, Insua, Olarticoechea, Ruggeri... Hacían fila para estar con él.

Y, mien­tras se mue­ve de un la­do al otro tras las fo­tos, mien­tras co­rre a una de sus 4x4 por­que se es­tá por ir a Cu­ba, an­tes de Bo­ca en Ca­li (“Tan­to lo quie­ro al Die­go que pa­so el Día del Pa­dre con él, por­que me pre­ci­sa”) va­mos ce­rran­do la li­bre­ta, arras­tra­dos por sus lla­ma­das te­le­fó­ni­cas, por sus co­rri­das pre­vias al via­je en don­de, co­mo siem­pre, no des­pa­cha­rá na­da y to­do lo lle­va­rá en la ma­no. Y co­mo ya no sa­be­mos en qué mo­men­to nos va­mos a des­pe­dir, le pre­gun­ta­mos por pre­gun­tar si al­gu­na vez se to­mó va­ca­cio­nes. Es­ta­mos a bor­do de su 4x4, tie­ne que se­guir ha­cien­do trá­mi­tes.

–Sí, una vez me to­mé dos días de va­ca­cio­nes.

Y es tan gran­de el apu­ro y to­do lo de­más, que no le pre­gun­ta­mos dón­de, ni có­mo ni cuan­do.

Gui­llo­te ya se va por la Ave­ni­da del Li­ber­ta­dor, y co­mo buen sig­no Ra­ta que es, igual que Die­go, sa­be que es ca­paz de cau­ti­var has­ta a un pe­rio­dis­ta.

 

Imagen En su piso de Avenida del Libertador.
En su piso de Avenida del Libertador.
 

 

 

Regalo de cumpleaños en Bragado

EL PLACER DE VESTIR LA AZUL Y ORO

En 1980 era el apoderado de 183 futbolistas, pero le faltaba algo: jugar en Boca. Sus jugadores lo pidieron y Rattin lo autorizó. A raíz de su actuación, estalló un escandalete. Cinco años más tarde, pasó a representar a Diego.

Imagen Para el álbum. Pancho Sá, Ruggeri, Cóppola, Gatti, Ribolzi y Randazzo. Abajo: Coscia, Benítez, Outes, Zanabria y Suárez. Este Boca le ganó 4-0 a Acerías Bragado.
Para el álbum. Pancho Sá, Ruggeri, Cóppola, Gatti, Ribolzi y Randazzo. Abajo: Coscia, Benítez, Outes, Zanabria y Suárez. Este Boca le ganó 4-0 a Acerías Bragado.

Si una tar­de es­tá gra­ba­da a fue­go en la me­mo­ria de Cóp­po­la, es aque­lla del 12 de oc­tu­bre de 1980, cuan­do cum­plió 32 años. Bo­ca iba a ju­gar un amis­to­so con la Li­ga de Bra­ga­do. “Era mi cum­plea­ños. En­ton­ces los ju­ga­do­res le pi­die­ron a Rat­tin que me de­ja­ra ju­gar un ra­to ese par­ti­do, por­que sa­bían que pa­ra mí no ha­bía me­jor re­ga­lo que ése. Ojo, que yo ha­bía ju­ga­do en las in­fe­rio­res de Ra­cing y pa­ra en­trar en ese par­ti­do me ha­bía en­tre­na­do to­do un mes, así que no fue nin­gu­na lo­cu­ra. Al fi­nal Rat­tin acep­tó, pe­ro con una con­di­ción: en­tra­ría so­la­men­te si el equi­po iba ga­nan­do por más de cua­tro go­les. Ou­tes me­tió los cua­tro, y to­dos fes­te­ja­ron co­mo lo­cos, pe­ro no tan­to por los go­les, si­no por­que eso iba a per­mi­tir que yo en­tra­ra… Bue­no, me que­dó una gran bron­ca por­que al fi­nal no pu­de ha­cer un gol, aun­que un ti­ro pe­gó en el pa­lo. Y más tar­de se ar­mó un za­fa­rran­cho bár­ba­ro, por­que Al­ber­to J. Ar­man­do –en­ton­ces pre­si­den­te del club–  apro­ve­chó el te­ma pa­ra ti­rar­se con­tra Rat­tin, aun­que en ese par­ti­do es­tu­vie­ron dos di­ri­gen­tes del club y me au­to­ri­za­ron a po­ner­me la ca­mi­se­ta.”

Po­co tiem­po des­pués, la nó­mi­na de ju­ga­do­res re­pre­sen­ta­dos lle­gó a 183. “De Bo­ca, to­dos, me­nos Brin­di­si, Kra­sous­ki y Mou­zo, aun­que ellos tam­bién me au­to­ri­za­ron al­gu­na vez pa­ra que les ges­tio­na­ra el co­bro de una deu­da.” Pe­ro tam­bién de otros clu­bes. Así se po­dría men­cio­nar a Kem­pes, Nery Pum­pi­do, Hu­si­llos, En­zo Tros­se­ro, Car­los Bian­chi...

Cóp­po­la re­nun­ció a su tra­ba­jo en el ban­co el 1º de abril de 1985. Un par de me­ses an­tes, en fe­bre­ro, dos de sus re­pre­sen­ta­dos, Os­car Rug­ge­ri y Ri­car­do Ga­re­ca, pa­sa­ron di­rec­ta­men­te de Bo­ca a Ri­ver. San­ti­lli, pre­si­den­te de Ri­ver, les en­tre­gó un por­ta­fo­lios con 250 mil dó­la­res. En sep­tiem­bre de ese mis­mo año, la his­to­ria de Gui­llo­te to­ma­ría un rum­bo nue­vo y que se­ría un ro­tun­do an­tes y des­pués. Fue cuan­do Die­go Ar­man­do Ma­ra­do­na anun­ció ofi­cial­men­te que Gui­ller­mo Cóp­po­la se ha­ría car­go de sus ne­go­cios. Dos se­ma­nas más tar­de, Gui­ller­mo cum­plió 37 años.

 

 

Por Carlos Irusta (2003).

Fotos: Archivo El Gráfico.