Mundial 2002: nos ahogamos en la orilla
La Selección fracasó rotundamente en el Mundial de Corea y Japón. Algunas decisiones muy discutibles de Marcelo Bielsa y una pizca de mala fortuna hizo que la Selección quede eliminado en primera ronda.
Los dias pasan y la herida no cicatriza. Lejos de cerrarse, se agiganta. Y es comprensible.
No hay derrota más dolorosa que la inmerecida.
No hay derrota más lacerante que la inesperada.
No hay derrota más frustrante que la que dinamita las ilusiones bien fundadas.
Sin embargo, la magnitud del fracaso se traduce en una realidad objetiva: fue la peor participación mundialista de Argentina de los últimos 40 años. Y la ubicación más baja de todos los tiempos –¡puesto 18!–, con la salvedad de que actualmente compiten 32 equipos, 19 más que en Uruguay 30.
Fracaso es una palabra pequeña con un significado enorme. Pero hay que pronunciarla con todas las letras. Incluso antes de internarse en el análisis. Incluso después de concluir que el ciclo de Marcelo Bielsa aportó más aspectos enriquecedores que decepcionantes.
Porque el fútbol es tan maravillosamente injusto que puede tapar el sol con la mano. Dos partidos discretos sepultaron cuatro años brillantes. Así de ingrato y lapidario. Porque fueron los dos partidos que le daban sentido a los cuatro años. Y este criterio apocalíptico, tan propio de nuestra naturaleza extremista, lo refrenda la riqueza de una historia construida con ladrillos de gloria. Para una Selección Argentina de cualquier época y de cualquier credo futbolero, terminar debajo de los cuatro primeros es un fracaso. Rotundo e indiscutible.
Digerido y remachado el diagnóstico primario, vale revolcarse en el lodo y crecer a partir de los reproches. Cuanto más frontales y sinceros, mejor. Porque si hay buena leche, la leña del árbol caído sirve para mantener encendido el fuego. Que nadie les tema a los enojos y a los cuestionamientos; éste es el momento de enojarse y cuestionar. De remover el pasado y rebelarse de puertas para adentro. De sacarle punta a la autocrítica para que se convierta en la espada de la revancha.
El miedo escénico
Alcanzan los dedos de una mano para contar a quienes cuestionaron la propuesta del técnico y la expresión del equipo durante todo el ciclo. Para la gran mayoría de hinchas, jugadores, técnicos, dirigentes y periodistas, esta Selección representaba nuestro modo de sentir el fútbol.
Este equipo enarboló un protagonismo tajante durante las eliminatorias –ganadas con una brillantez sin precedentes– y también en los amistosos jugados de visitante con potencias europeas. Encarnó una búsqueda que combinaba dinámica colectiva con fantasía individual, en ese orden.
Sin embargo, algunos papeles se quemaron en los últimos seis meses, aquellos que alumbraron la confección de la lista y culminaron con el fugaz paso por la Copa del Mundo. Allí se sucedieron situaciones y decisiones que colocaron al entrenador una zona de inédita turbulencia.
En este punto surge una reflexión vinculada con la respuesta de los técnicos argentinos ante la inminencia de los mundiales. O directamente durante su desarrollo. Partiendo desde fines de 1974, cuando el fútbol argentino se decidió a profesar una verdadera conciencia de Selección, fueron pocos los que supieron enderezar el rumbo sobre la marcha: Menotti en Argentina 78 –aunque cometió la herejía de marginar a Maradona– y Bilardo en México 86. Ambos tuvieron muñeca para pulir el equipo con el correr de la competencia. El resto trastabilló. Inclusive ellos mismos en torneos posteriores. Como si para los técnicos también rigiera el miedo escénico que a veces se apodera de los jugadores. Recorramos la historia...
● Después de poner la piedra fundamental en el 78, la retórica del Flaco fue insuficiente para evitar el relajamiento del grupo en España 82, torneo del que sólo se recuerdan frecuentes paseos por las playas mediterráneas junto a novias o esposas y una segunda fase humillante y catastrófica.
● Bilardo supo utilizar el inflador psicológico después de perder con Camerún en el arranque de Italia 90 y el grupo, futbolísticamente maltrecho, llegó a la final a puro corazón. Pero el equipo pagó carísima la inentendible exclusión de Ramón Díaz –el mejor delantero–, postergado por jugadores inexpresivos como Calderón o Dezzotti.
● Luego de ganar dos veces la Copa América y practicar un fútbol de alto vuelo, Coco Basile permitió un festín de sponsors en plena concentración de USA 94 –¿se acuerda de las gorritas?–, equivocó y demoró hasta último momento la elección del arquero –sentó a Goycochea en el banco y le dio pista a un flojísimo Islas– y no tuvo manera de reflotar el temperamento del grupo tras el mazazo del doping de Maradona.
● Passarella siempre caminó sobre una alfombra de vidrios. Afrontar el recambio generacional le costó el fracaso en dos ediciones de la Copa América y un andar intermitente en las eliminatorias, sazonado con el bochornoso corte de Cruz en Bolivia. Nunca tuvo feeling con la gente y fue a contrapelo de la dirigencia, conflicto que aún hoy se vincula con la explosión del supuesto doping previo de Verón. Ya en Francia 98, fue incapaz de suturar las divisiones internas entre la nueva y la vieja generación de jugadores, además de potenciar e incentivar un inoportuno conflicto entre sus dirigidos y la prensa en plena competencia.
Pasos en falso
Varias decisiones de Bielsa ofrecieron flancos objetables en la recta final, transformándose en lunares impensados de una gestión cuya dedicación no admite discusión ni para sus detractores más encendidos. Son las decisiones que invitan a pensar en ese síndrome escénico. Veamos...
● La convocatoria de Caniggia. No tenía horas de trabajo con el grupo. Apenas leves entrenamientos antes de los amistosos con Gales y Camerún, entre los que sumó 176 minutos en cancha. Sólo eso en cuatro años. Sometido a una exigencia más intensa en una práctica previa al amistoso con Alemania, el físico le pasó una factura y lo dejó en la banquina. Semanas antes del Mundial volvió a lesionarse con el Glasgow Rangers. A sus 35 años, que llevan la mochila de un par de temporadas sin actividad, no es sencillo recuperarse para estar con el motor a pleno en un Mundial. Se sabía que, con suerte, llegaba para el tercer partido. Pero totalmente falto de ritmo. ¿Había que esperarlo? No. Ni siquiera en nombre de la historia. Si lo que se pretendía era el respaldo de su experiencia, pudo acompañar al grupo sin estar entre los 23, como hizo España para consolar al arquero Cañizares, que se lesionó con un pie en el avión. Por esta consideración absurda Argentina se privó de llevar al mejor delantero del campeonato español: Javier Saviola. Bielsa dice que no es extremo. Y tiene razón. El Pibito es mucho más que eso. Un delantero integral que lastima por todo el frente. Lo demostró en el Barcelona perforando por el centro, ya lo había demostrado en River cuando se movía por las bandas para asociarse con el colombiano Angel.
● El aguante a Simeone. Como bien dice Maradona en la publicidad, “el Cholito te come el hígado”. Tiene sangre celeste y blanca. Siente la camiseta como pocos. Y sería bueno que la Selección siempre se nutriera de tipos con su sentimiento. Como jugador o en cualquier otro rol. Pero esta vez el físico no le permitió estar a la altura. Operado de la rodilla, hizo un esfuerzo descomunal. Encaró la recuperación contra reloj y alcanzó un nivel apenas discreto, insuficiente para el cara o cruz de un Mundial. Todo el equipo sintió su falta de timing para raspar en el medio. Específicamente frente a Inglaterra, cuando Bielsa decidió que de la batalla del mediocampo participaran tres hombres en inferioridad física: Sorin, Verón y Simeone. Demasiados para un sistema de presión y dinámica que sólo se sostiene a partir de la entrega plena de sus ejecutantes. Un batallón diezmado si sumamos a otros que arrancaron la etapa previa con otras dolencias: Caniggia, Almeyda, Gallardo, Crespo... Muchos soldados heridos antes de que sonara el primer tiro.
● Falto un Plan B. Salvo durante los primeros 10 minutos del complemento en Sapporo, donde Inglaterra fue muy superior, Argentina se enfrentó al mismo problema en los tres partidos: perforar a equipos que lo esperaban con ocho jugadores en los últimos 30 metros. Estuvo cerca, pero estar cerca es muy bueno sólo para los eslóganes publicitarios. Más que situaciones, tuvo sensaciones de gol. ¿Por qué? Por falta de ingenio, paso previo para llegar a la contundencia. Por falta de pausa, paso previo para darle sentido al vértigo. Y por intransigencia para variar el sistema, paso previo a tornarse previsible para los ojos rivales. Disponer de un Plan B que desactive una situación adversa no es traicionarse, sino enriquecerse. Bielsa entendió que la única metamorfosis posible era cambiar pieza por pieza: Aimar por Verón, Crespo por Batistuta, el Kily por el Piojo, Almeyda por Simeone. “A un entrenador se lo elige por el estilo. Nosotros lo expresamos durante cuatro años y en el Mundial fuimos coherentes”, se le escuchó al Loco. Tan cierto como que la realidad nos demostró que ir por un solo camino es insuficiente.
● El dilema Batisuta-Crespo. A favor de Bielsa habrá que decir lo que no puede afirmarse de ningún político argentino: hace lo que dice. Desde enero de 1999 vino advirtiéndonos que Batistuta y Crespo no podían jugar juntos. Y no los juntó ni en las situaciones límite, cuando hacían falta las mejores mangueras para apagar el incendio. Semejante fundamentalismo invita a escoger entre la mitad del vaso vacío y la mitad del vaso lleno. Aun aplaudiendo la determinación para sostener sus convicciones, cuesta creer que un entrenador tan estudioso de las innumerables variables del juego, no haya querido ensayar una fórmula para aprovechar a los goleadores más respetados del fútbol italiano. “Dispuse de un material excelente y eso no se tradujo en la actuación soñada”, admitió Bielsa al referirse a la respuesta global. Bien podría reducirse a este punto específico. Ninguno de los dos rindió a pleno. Parecieron sentir la responsabilidad de convertir sí o sí para evitar el pieza por pieza.
● Nadie lleno el vacio de Veron. La Brujita fue el termómetro del equipo durante cuatro años. Administraba los ritmos, manejaba la pelota parada, jugaba y hacía jugar… Además de subordinarse al sistema, la Selección se subordinaba a Verón. Y era lógica la “verondependencia”. Argentina dependía de Verón como Italia de Totti, Francia de Zidane o Brasil de Rivaldo. ¿Qué pasará el día que se pare Verón?, nos preguntamos durante estos cuatro años. Bueno, el destino hizo una zancadilla en el momento más inoportuno. La Brujita se paró en el Mundial. Llegó condicionado por una tendinitis que también le quitó gas a sus últimas participaciones en el Manchester. A Bielsa lo sedujo más Aimar –un media punta con buen panorama– que Gallardo, un conductor natural con rodaje internacional y más aptitud para ser eje. Pablito no fracasó. Todo lo contrario: fue de los pocos que salvó la ropa, junto a Cavallero, Sorin y Samuel. Pero quizás hubiera funcionado mejor como talento complementario del Muñeco o del propio Verón, retrasado a la posición de volante central.
Algunas a favor
Hubo varias de cal, pero también algunas de arena. Instancias en las que Bielsa apeló a la opción más apropiada. O en las que no tiene la responsabilidad que se le adjudica...
● Riquelme no hizo meritos para estar. Desaprovechó la mayoría de las oportunidades que tuvo. El nivel físico y futbolístico que ofreció en el último año estaba muy distante de aquel Riquelme brillante del 2000, acaso el mejor reemplazante que Verón podía tener. Desmotivado por sus conflictos permanentes con la dirigencia de Boca, terminó de perder la cabeza con el secuestro de su hermano. Llevarlo a Japón hubiera sido comprar otro problema.
● El arco fue para el mejor. Bonano venía de una temporada intermitente en el Barcelona. Igual que Burgos en el Atlético de Madrid. Dos bien, una mal, otra más o menos. Cavallero para la mayoría no decía mucho: poco carisma, bajo perfil. Pero arrastraba la experiencia de un Panamericano, un Juego Olímpico, una suplencia en Francia 98, una docena de amistosos y partidos eliminatorios y una temporada muy sólida en el Celta de Vigo. Bielsa le puso sus fichas y acertó. Respondió con mucha sobriedad.
● La capitania. “Una barbaridad, viejo. Tres capitanes en tres partidos”, se desgañitaron algunos críticos. Verón, Simeone y Batistuta alternaron el rol. ¿Cuál es el problema? El liderazgo lo transmite la personalidad del jugador, no una cinta. La tirita con la “C” habilita para elegir cara o ceca en el sorteo. Nada más. Líder es otra cosa. Alguno dirá que entonces faltaron líderes. Es opinable. El grupo tenía un líder futbolístico: Verón. Y un líder por personalidad: Simeone. No se advirtió un vacío de entrega. Más bien de ingenio táctico y de gestos técnicos.
Momento de reflexion
Esta vez no hay excusas para escribir un libro. Sólo un puñado de lesiones que condicionaron el rendimiento o la participación de jugadores clave en el 2000, año pico del rendimiento. Y punto. No había divisiones internas en el plantel, sobraba apoyo popular y la relación con la prensa era cordial. Sólo era cuestión de jugar. Nada más y nada menos. Y a la hora de jugar, justamente faltó eso: juego.
Número más, número menos, en la victoria o en la derrota las responsabilidades están claramente repartidas: 70% de los jugadores y 30% del entrenador. De la ensalada de responsabilidades se desprendieron los síntomas: 1) Faltó circuito de fútbol. 2) No hubo precisión en la definición. 3) Vivió con dos pelotas paradas (córner a Nigeria, penal a Suecia) y lo mataron con otras dos (penal inglés, tiro libre sueco). 4) No resolvió dos partidos en los que arrancó abajo, hecho que se había dado poco en el ciclo. 5) Tuvo poca capacidad de absorción del golpe anímico de Inglaterra.
En fin, una suma de matices que, a veces, sólo quedan reducidos a una anécdota por el guiño de un resultado. Una suma de matices que, en otras, formatean una tragedia por la sincronización con que el destino las articula. Y éste fue el caso.
La dirigencia también merece un párrafo. Cero injerencia en los escasos 270 minutos que le dejaron jugar a Argentina en Corea y Japón. Pero el año pasado tiró una pelota importante por arriba del travesaño. Tomó una decisión equivocada, oportunamente objetada por El Gráfico: no participar de la Copa América disputada en Colombia. Se esgrimieron muy discutibles razones de seguridad y se despilfarró una brillante oportunidad para jugar. Internarse en el terreno hipotético es tan complicado como caminar sobre arenas movedizas, pero en ese torneo bien pudieron ensayarse variantes o detectarse los síntomas que nos dejaron de cama en el Mundial. Pelotazo en contra para los dirigentes. Y endosable para Pekerman, el coordinador general de los Seleccionados Nacionales.
Ni el más consecuente de sus amigos debería insistirle a Bielsa para que continúe. Admitámoslo: para el fútbol nos manejamos con instintos caníbales. No concebimos la derrota sin culpables. Así nos va, dirá usted. Pero así somos.
Después de lo que sucedió en Corea yJapón, el Loco debería soportar un lastre muy pesado. Un ambiente no ya de escepticismo, como ocurrió en el inicio de su proceso, sino de hostilidad y acoso permanente. Somos argentinos, no alemanes.
Quedó dicho: es el tiempo de la discusión y del debate. Pero también de la prudencia. Del vísteme despacio que estoy apurado. La primera competición oficial es la Copa América 2004, en Perú. Hay un colchón –digamos dos meses– para revisar la historia y tomar la decisión. Y después sí, a empujar el carro con más fuerza que nunca. Que nadie se engañe con las condolencias de cotillón de quienes simularon querernos bien. Sólo nosotros lloramos la derrota. Sólo nosotros.
Por Elias Perugino (2002).
Fotos: Archivo El Gráfico.
Pago el desfasaje temporal
La Selección estaba “a punto de caramelo” hace un año. Llegó al Mundial pasada de vueltas.
Que no se probo con Bati y Crespo juntos. Que les pesó la presión de ser candidatos. Que el capitán y columna Ayala se lesionó sobre la hora. Que Saviola no podía faltar. Que la mala suerte se percibió desde el mismísimo sorteo. Que contra Inglaterra entraron pensando en zafar con el empate. Que desde el banco hubo poco respaldo y muchos cambios. Que se cargaron la mochila con la promesa de “una alegría para la gente”. Que los rivales fueron implacables y facturaron todo. Que Owen se tiró. Que Solari tenía que estar. Que la p… que lo parió.
Todo lógico, todo razonablemente cierto, todo capaz de explicar en parte el fracaso de la Selección en el Mundial de acuerdo a quién se le quiera “pegar”, pero insuficiente para entregar una respuesta global. Es verdad: a algunos, una minoría, el juego del equipo de Bielsa nunca los convenció, por exceso de vértigo y verticalismo. Esos incorformistas aceptarán, de todos modos, que en los últimos tres años, ese mismo equipo fue protagonista, tuvo variantes y pisó a sus rivales a pura contundencia. Jamás murió de centro natural como en esta Copa. Jamás se mostró tan previsible e incapaz de quebrar a un adversario, por más atrincherado que se encontrara. Lo que más parece acercarse a una respuesta global tiene que ver con el desfasaje temporal. Todo deportista tiene una curva de rendimiento y de acuerdo a ella planifica su temporada. Todo equipo también modifica su comportamiento con el paso del tiempo. Es utópico pensar que esa curva se pueda mantener a tope permanentemente. La Selección estuvo “a punto de caramelo” hace un año. Ahora estaba futbolística, mental y físicamente pasada de vueltas, en la curva descendente. Llegó tarde a la cita.
Por Diego Borinsky.