Selección Argentina

El sueño del niño: Messi, la fe poética y los vericuetos de la Selección

Una pequeña crónica tras el debut de la Argentina en las eliminatorias rumbo a un nuevo Mundial.

Por Pablo Amalfitano ·

08 de septiembre de 2023

La gente empieza a agolparse. Ya no se puede caminar por la vereda: resulta necesario bajar a la calle y, de vez en cuando, echar un vistazo retrovisor para cuidarse de los autos. Comienzan a escucharse las canciones. "Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar", entona, con alegría, un puñado de amigos camino a la cancha. Todos se suman. Y cada vez son más y más.

El cronista observa. Acostumbrado a los detalles, agudiza el oído. El ruido es desordenado, una difuminada fusión entre el motor de los autos, algunas bocinas y las voces de los hinchas. No es un día cualquiera. Resalta, entonces, la inocente voz de un niño. No tiene más de 8 años, está enfundado en una camiseta de la Selección Argentina y lleva el 10 en la espalda. "Voy a cumplir mi sueño", le dice a su papá.

El mundo se detiene: tan convulsionado en la era de la velocidad irrefrenable, abraza a una Selección Argentina que representa uno de los últimos reductos simbólicos que se funden con la ilusión. El tiempo deja de correr. Menos de un año atrás la Argentina había ganado el Mundial pero los muchachos insisten: "Ahora nos volvimos a ilusionar". La sensación es indescriptible. El propio Lionel Messi se ocupa de enviar un mensaje: regenerar la ilusión. "Disfrutamos muchísimo de todo esto. Lo que hicimos ya pasó. Hay que mirar para adelante", suelta el capitán. Y el mensaje llega.

Dice un indispensable contemporáneo que la fe poética consiste en creer que un gol de Messi nos va a cambiar la vida. Los muchachos saben que no es así, porque la vida configura mucho más que una caricia del capitán a una pelota dirigida al fondo del arco. Por un momento, sin embargo, el mundo se detiente. Porque, como parafrasea nuestro indispensable a algún poeta nacido en el siglo XVIII, para disfrutar de un hecho artístico hay que suspender la incredulidad.

Suspendida la incredulidad, en efecto, y ya instalado en el aire el aura enamorado de la ficción, los muchachos se olvidan de que su vida no será mejor o peor según el resultado de una caricia de Messi. También lo sabe, claro, el cronista que agudiza el oído mientras camina por la calle Udaondo rumbo al estadio Monumental. La habitual paz de los caminitos internos del barrio de Núñez se altera, durante algunas horas, por una sola razón: el transitorio triunfo de la ilusión sobre la incredulidad.

La caricia de Messi, el sueño del niño.
 

Se trata de un triunfo alegórico porque todo en el mundo que engloba la pelota pulsiona la sensación de que siempre existe una batalla que ganar. Acaso para la Selección Argentina, que ya lo ganó todo en este ciclo, pueda emerger como un ejemplo genuino. Cada charla futbolera, en el café o en una rueda de prensa, desenfunda una máxima abstracta: las eliminatorias sudamericanas parecen representar una suerte de guerra -siempre en términos deportivos-.

“Nosotros creemos que estas eliminatorias son las más difíciles del mundo. El que crea lo contrario que me demuestre otra cosa y nos ponemos a debatir”. Las palabras del entrenador Lionel Scaloni apoyan aquella noción. Basta con hacer un poco de zoom para examinar los vericuetos de la Argentina en cada edición de las sinuosas eliminatorias de esta región.

Si la Argentina es más que Ecuador debe materializarlo en el campo. Para conseguirlo tendrá que sortear un sinfín de obstáculos porque aquí, por estas latitudes, los partidos se convierten en batallas. Y en las batallas, a veces, los hombres cuzan los límites y le dan lugar al arte. Lo hizo Moisés Caicedo cuando derribó a Lautaro Martínez en el sitio en el que todos esperaban, entonces, que apareciera el artista.

Se esfuma por completo la incredulidad. Más de 80 mil almas en Núñez y otros tantos millones esparcidos por todo el país creen que, si Messi les permite gritar el gol, su vida será mejor. La fe poética, otra vez. El mundo en pausa, otra vez. Todo se detiene. Hasta que el ruido ensordece. Hasta que el cronista ya no necesita afinar su audición. Hasta que, por fin, el niño habrá cumplido su sueño.

Imagen de portada: Gonzalo Colini