Braian Toledo, al infinito y más allá
Se cumplen tres años de la trágica muerte de uno de los mejores atletas argentinos de los últimos tiempos. Repasamos esta emotiva entrevista que le concedió a El Gráfico en 2016.
Me llamo Martín Estévez y, desde que lo entrevisté, no puedo dejar de pensar en Braian Toledo. A los periodistas nos enseñan que está mal escribir así, en primera persona; pero yo creo que lo que realmente está mal es que haya personas a las que su papá las abandonó tres veces; que sufrieron violencia familiar; que vivieron su infancia en una casilla sin agua; que pasaron hambre no una, sino mil veces; que tuvieron que dibujar toda la noche para comprar una bolsa de pan. Creo que está realmente mal casi todo lo que le pasó a Braian Toledo, al que fui a entrevistar porque es una de las veinte personas de todo el universo que tira más lejos un palo finito llamado jabalina.
Lo que yo creo que estaría mal es contar esta entrevista como cualquier otra de las que hice. Y mucho peor sería contarla como un cuento de hadas, donde el niño pobre vence a los obstáculos y se convierte en medallista. Porque Braian tuvo que sufrir mucho para no convertir su vida en lo que el contexto le proponía: un tormento. Demasiado tuvo que sufrir. Tanto, que nunca va a dejar de dolerle. Y contarla como un cuento de hadas sería apoyar la estúpida teoría de la meritocracia, la idea de que “con esfuerzo, todo se puede”. Minga: probá vos comer una vez por día, un poco de arroz, un plato de guiso. Probá vos ir a buscar agua cada vez que se acaba, en pleno invierno, a dos cuadras de tu casa, a la única canillita del barrio Martín Fierro. Probá vos despertarte a los 8 años y ver a tu mamá llorando, sola, en un rinconcito de la casilla. Probá acercarte y preguntarte qué le pasa. Y probá escuchar, como escuchó Braian Toledo, a tu mamá decirte: “Lloro porque no sé qué les voy a dar de comer mañana”.
La historia de Braian no me duele tanto porque me la haya contado él, sino porque sigue siendo la historia de miles de pibes en Buenos Aires y en la Argentina y en Sudamérica. El la reconstruyó porque tuvo un brazo milagroso y una voluntad que no puedo explicar en estos 15.000 caracteres de texto. Pero no es justo exigirles a nuestros pibes, esos que duermen en casillas o en pensiones o en la calle, que sean Braian Toledo. Que sean héroes. Hay que indagarnos, cada uno desde su lugar, cómo hacemos para que sean cada vez menos los que tengan que pasar lo que pasó Braian. Hay que visibilizar incluso entre las páginas de una revista deportiva los problemas que, lejos, muy lejos del resultado de unos Juegos Olímpicos, nos convierten en una sociedad injusta desde la raíz.
La entrevista fue en la pista de atletismo de Marcos Paz, donde hace algunos años los yuyos llegaban a las rodillas; hoy es la única en la Argentina con una corredera sintética para lanzar. Además, hay un gimnasio, y deportistas del interior practicando, y chicos mirando. Todo eso lo lograron Braian y los que lo ayudaron a tirar ese palo finito cada vez más lejos.
“Vivo a cinco cuadras de acá. A una cuadra está la escuela donde lo conocí a Gustavo”, dice. Gustavo es Osorio, su entrenador a los 10 años y su entrenador hoy, a los 22. “Mi mamá, Rosa, me tuvo a los 20. Trabajó toda su vida de lo que conseguía. Es muy luchadora, una mujer picante, de carácter muy fuerte. Y a mí me formó así, como en una especie de regimiento. Me enseñó las cosas de forma muy dura, porque tuvo una infancia dura también. Siempre fui grandote, pero no me gustaba pelear, siempre lo evitaba y en el barrio me tildaban de maricón, de trolo, de cualquier cosa. Pero a mí no me define que me digan algo que no soy. Mis compañeros de escuela, a través de su maldad, también aportaron un poco a lo que soy ahora. Por suerte, después crecieron y cambiaron”.
-¿Y tu papá, Braian?
-No tengo recuerdos de él. Mi conclusión es que mi mamá, pese a todo, siempre estuvo enamorada de él. Ese es el problema. El se fue cuando yo tenía pocos meses. En un momento volvió, mi mamá quedó embarazada, nació mi hermana Débora (ahora tiene 19) y volvió a desaparecer. En la escuela me cargaban mucho: usaba anteojos, mi mamá me cortaba el pelo como si tuviera un casco y me decían chupamedias porque me sacaba 10. Y encima ni sabía quién era mi papá. Tiempo después, empezó a ir a mi casa, y enseguida mi mamá quedó embarazada de Ignacio (ahora tiene 10). Y ahí dejó de venir de nuevo. Eso es lo que vi de afuera, no me interesa saber más. Mi papá no estuvo nunca y siempre fue un problema. A veces decía que iba a traer plata, mi vieja contaba con eso, después no traía nada y ella quedaba angustiada. Tuvo que ponerle el pecho a todo. Vivimos en un país muy machista, pero mi vieja me hizo entender que muchas veces las mujeres tienen más huevos que los varones.
A los periodistas también nos dicen que está mal escribir párrafos muy largos, porque cansan a los que leen. Pero lean, lean lo que cuenta el chico de 22 años que este año competirá por segunda vez en los Juegos Olímpicos.
“Cuando tenía 8 años, me levanté a la madrugada y escuché ruidos. Espié y estaba mi mamá llorando. Le pregunté qué le pasaba y no me decía. Le insistí hasta que me dijo: ‘Lloro porque no sé qué les voy a de comer mañana, a vos y a tu hermana’. No teníamos nada. Pero nada, nada, nada. La abracé y le dije: ‘No te preocupés, estamos todos bien, estamos juntos, yo te voy a ayudar’. En ese momento me cargué la mochila de mi casa, sentí que mi obligación era sacar adelante a mi familia. A mí me gusta dibujar, entonces en la escuela les completaba las carpetas de dibujo a mis compañeros. Ellos me pagaban 25 centavos. Me pasaba toda la noche haciendo dibujos, y con eso compraba un kilo de pan. No era mucho, pero al menos llegaba de la escuela con algo. Un día mi mamá me retó, porque yo tenía que ir a dormir. Entonces esperaba a que se durmiera, me levantaba a la madrugada y recién ahí empezaba. Algo tenía que hacer para que comiéramos. Son cosas que no están bien, pero algunas veces pasé por una quinta que había cerca y agarré un choclo o un repollo, y comíamos eso. La empecé a acompañar al trueque: ella hacía tarta de acelga y la cambiábamos por leche o por harina. Mi mamá cocinaba un guiso mundial con dos cosas, con lo que tuviera. La ayudaba a lavar la ropa, porque no teníamos agua, no había caños. Teníamos que caminar dos cuadras hasta un lugar donde había una canilla. Yo llenaba tachos de 20 litros, los llevaba y ella lavaba a mano, incluso en los días de mucho frío. Y yo lavaba los platos. También vendía cobre y aluminio con Pancho. Mis primos Pancho, Iván, Marisel y Romina fueron como hermanos para mí. Un día, cuando nació Ignacio, estábamos solos, porque los grandes se habían ido a trabajar. Mi hermanito lloraba y lloraba del hambre que tenía. Entonces agarramos el cobre que habíamos juntado, que era poco, y le pusimos arandelas en el medio, para que nos dieran un poco más de plata. Pero una quedó floja. El tipo se dio cuenta, se enojó, nos echó y ni siquiera nos devolvió el aluminio. Hasta eso pasábamos para conseguir un poco de leche. Todas las noches, cuando dormía en el piso, me preguntaba si quería dormir así toda mi vida. Y no, no quería. Pero ¿cuál era el camino? Tampoco lo sabía. Yo tenía 9 años y lo pensaba en serio, me mataba pensando. Por eso, cuando un nene de 9 años me habla, yo lo escucho en serio, de verdad. Cuando te habla un nene, es tan en serio como cuando te habla un adulto”.
-¿Por qué dormías en el suelo?
-Hasta los 12 años tenía una cama para nenes, pero dejé de entrar. Tuvimos que tirar el colchón en el piso de la casilla. Pero era finito y había mucha humedad, así que poníamos cartón y lonas en el medio. Me acuerdo de que en el 2009 tuve un viaje con la delegación argentina y la primera noche, en nuestra pieza, hicimos un quilombo tremendo. Entró el técnico y nos retó. “Es culpa mía, profe, disculpe”, le dije. Pero él siguió enojado. Entonces le tuve que explicar que estábamos corriendo todo porque yo no podía dormir arriba de una cama: me daba vértigo. Al otro día, en el desayuno, me fue a buscar, le conté mi historia, se emocionó y me pidió disculpas. Y a partir de ahí, mis compañeros ya sabían que yo dormía en el piso.
-Imagino por qué te iba bien en la escuela…
-Sí: para no llevar más problemas a mi casa. Fui abanderado hasta los últimos dos años, cuando empecé a faltar por los viajes. No sé cómo, pero yo de chico percibía la tristeza de mi vieja. Entonces sentía que mi obligación era estudiar, que se sintiera orgullosa de mí. Que viera que el esfuerzo que hacía para darnos de comer tenía su fruto. Mis 10 eran para que mi mamá me abrazara, para que se sintiera orgullosa. Para mí, sacarme un 9 era malo.
-¡¿Un 9 era malo?!
-Me ponía mal cuando me sacaba un 9. Mi amigo Federico se acuerda de que incluso, por sacarme un 9, me he puesto a llorar.
“Llorabas por otra cosa, Braian”, hubiera querido decirle. Todos, casi siempre, lloramos a destiempo. Braian lloraba la infancia perdida, las obligaciones. Lloraba porque su mamá no lo abrazaba. Usaba al 9 de excusa para descargar el dolor. Pero no tenía derecho a decirle eso. También me pregunté mucho tiempo si tengo derecho a contar la violencia física y psicológica a la que fue sometido. Pero si Braian lo contó abiertamente, frente al grabador, creo que es porque contarlo le hizo bien, y tal vez verlo publicado le sirva para sacarse una mochila y cerrar un capítulo durísimo de su vida: el de la violencia familiar.
“Me fui de mi casa hace dos años. Ya tenía 19, 20 años, y a mi mamá se le iba la mano. Un día me levanté y tenía el ojo izquierdo morado. Me miré al espejo y me dije: ¿Merezco vivir así? ¿Qué le falta a mi familia? Nada. Tienen todos los lujos. Sentía que no era un mal chico, que no merecía eso. Mi prima Romina me ayudó a escaparme, y alquilé un departamento. Estuve más de un año sin hablar con mi mamá, hasta que sufrió un problema de salud y la perdoné”.
-¿Te llevás bien con tus hermanos?
-Débora tiene una personalidad parecida a la que yo tenía: habla poco, es tímida. Ignacio es diferente porque no pasó lo que pasamos Débora y yo. Es un diablo, pero conmigo es un santo. A mí hermana le ofrecí pagarle los gastos de sus estudios, con la condición de que intente terminar. “No te pienses que me llueve plata”, le digo. No es por desmerecer ningún trabajo, pero no quiero que ella tenga que limpiar casas, como mi mamá. Porque ahora mi mamá sufre mucho de la espalda y tiene las manos lastimadas por tanta lavandina. Para ayudarla, tuve que construir una casa.
-¡¿Qué?!
-Con lo que gano entre la beca que nos da el ENARD y lo que recibo de algún sponsor, no me alcanzaba para pagar un alquiler y ayudarla a ella. Entonces decidí que, para dejar el alquiler, había que construir una casita. ¡Pero ni para comprar materiales tenía! Le pedí prestado a mi amigo Marcelo y me ayudó Sebastián, el marido de mi prima. Tampoco tenía para pagarle a un albañil, así que a él le pagaba lo que podía; y yo estuve todo el año pasado trabajando de peón. El trabajaba de 7 de la mañana a 6 de la tarde en otro lado, y cuando terminaba, me ayudaba a construir mi casa. Es un tipazo. Yo preparaba pastones, los materiales, le alcanzaba las cosas. Trabajábamos hasta las 11 de la noche, porque al otro día yo entrenaba y él se iba a laburar. Y los sábados y domingos, casi todo el día. Terminamos en enero de este año, pero todavía estoy devolviendo la plata que me prestaron. Es lindo porque extrañaba terminar de entrenar e irme caminando. Siempre hice eso cuando volvía de entrenar: miraba al cielo, soñaba, pensaba…
-¿Te das cuenta de que, con todo lo que te pasó, que seas un gran atleta es diez veces más valorable?
-Siento que hice lo que tenía que hacer. No me parece extraordinario, tal vez porque soy muy exigente conmigo. Cuando algo sale mal, ando triste, lo traslado a todos lados. Y eso no está bien. Si no me permitía un 9, podés imaginar que no me permito un error en un entrenamiento. Debe ser difícil lidiar conmigo, a veces. Cuando era chico soñaba que iba a jugar a la pelota para ayudar a mi familia; que iba a ser arqueólogo para ayudar a mi familia; o que iba a ser artista para ayudar a mi familia. Siempre pensé que cada posibilidad era una esperanza. Y terminó siendo la jabalina. Dije: “Esto es fácil, es como tirar piedras con los chicos”. Vos decís que es valorable, pero cuando te va mal, en Argentina te hacen pelota. A mí me pasó en Londres 2012. Fui a competir con 18 años: era el hombre más joven del país en un juego olímpico. Quedé 28° de 45: no era malo para mi edad, porque un lanzador alcanza su mejor nivel a los 26, 28 años. Pero llegué acá y recibí mil críticas: que era el peor, que “se acabó Braian”. Todo eso me afectó mucho, hasta que lo entendí: si no saben que un lanzador de 18 años nunca le va a ganar a uno de 26, su crítica no sirve. ¿Cómo le voy a ganar al tiempo? Al tiempo no se le gana. Ni siquiera en estos juegos voy a alcanzar mi mejor nivel: el pico será en 2020 y 2024, con 26 y 30 años.
-Antes no comías porque no tenías qué. Ahora, porque tenés una dieta estricta...
-Sí, ¡terrible! (risas) Me costó un montón la rutina de la comida. Cuando empecé a competir, me decían “comete un pollito a la plancha con ensalada”. ¡Y en mi casa no había eso! Era guiso de arroz, polenta… Hoy entiendo que eso no me aporta lo que yo necesito. El doctor Prada me dice si necesito más verduras, o hidratos, o proteínas. Desde hace dos años, cuando voy a un cumpleaños, llevo mi vianda con lo que tengo que comer. Me transformé en un conejillo de Indias: no como lo que quiero, no me acuesto a la hora que quiero y todo lo que hago gira en torno a una sola cosa: lanzar lejos.
-¿Le hablaste alguna vez a una jabalina?
-Siempre. La jabalina forma parte de mí. Le doy besos antes de lanzar, tengo jabalinas en la pared de mi casa. Yo le decía a mi novia: primero está la jabalina y después estás vos (risas). Si me sacás la jabalina de la mano, no soy yo.
Hacía frío en Marcos Paz, pero no nos queríamos ir. Braian contó mil cosas más, mientras se preocupaba por saber por qué camino íbamos a volver. Estaba con la bicicleta de su novia. Lamento que no haya lugar para detallar que, entre sus momentos importantes, eligió el retorno tras ser campeón juvenil en Singapur 2010, porque fue la primera vez que su mamá lo abrazó. O para explicar que una empresa extranjera (Nemeth) le “regala” jabalinas, pero que no las puede entrar al país sin pagar 1000 euros por cada una; que tiene que viajar al exterior a buscarlas. O para hablar sobre su tatuaje con el nombre de Jan Zelezny, el checo que tiene el récord mundial de jabalina. Pero preferí dejar espacio para que explique por qué le gusta tanto la palabra infinito. “El infinito es no ponerte límites –dice Braian, y sale vapor por su boca en medio de una pista construida gracias a su valentía–. Yo puedo soñar con lanzar 90 metros, pero no me tengo que limitar a eso. Tengo que apuntar al infinito. El infinito es hasta donde llegue, sean 88 o 95. El infinito es donde cada uno puede llegar. Recién cuando termine mi carrera voy a poder decir ‘el infinito era eso’. El infinito será todo lo que pude hacer, el infinito es haber dado lo máximo de mí”.
El entrenador no se cambia
Gustavo Osorio es el entrenador de Braian Toledo. Y lo fue siempre. “Lo conocí en la escuela –recuerda Braian–, era profe y nos invitaba a practicar en la misma pista en la que me entreno ahora. Para mí, el atletismo era aburrido, pero cuando Gustavo nos mostró cómo lanzar jabalina, me gustó. La primera vez que tiré, la jabalina me pegó en la espalda. Me enojé, agarré la mochila y me fui. Gustavo me insistió en que tenía que volver, siempre le agradezco eso. Seguramente vio condiciones en mí. Si no fuera por él, no me hubiera enterado nunca de que podía lanzar lejos”. La relación vivió un gran cambio: “Dejé de tratarlo de usted recién ahora, lo respeto mucho. En este último año empezamos a decirnos en la cara las cosas que nos molestan, porque ya somos como una pareja. Ahora tenemos una relación mejor que antes” .
Por Martín Estévez (2016).
Fotos: Emiliano Lasalvia.