Andy Murray, el hombre que escapó de la muerte
Un escapista, un sobreviviente, un resiliente que llegó a ser el número uno del mundo en la era dorada del tenis masculino.
ANDY MURRAY bien podrìa ser caracterizado como un escapista de la muerte. En términos deportivos tendría sentido metafórico, aunque en el ámbito empírico habría un sustento literal: de pequeño, en Escocia, se salvó de la muerte.
En 2016 fue el mejor tenista del mundo y se convirtió en el único que pudo destronar al hegemónico trío conformado por Roger Federer, Rafael Nadal y Novak Djokovic. Aquel año volvió a ganar Wimbledon -ya lo había hecho en 2013, cuando se convirtió en el primer británico en lograrlo tras 77 años-, registró 78 victorias sobre 87 partidos disputados, se colgó su segunda medalla de oro en Río 2016 tras una final épica ante Juan Martín Del Potro y le arrebató de las manos el número uno del mundo a Djokovic en el último suspiro: lo derrotó 6-3 y 6-4 en la final del Campeonato de Maestros y se quedó con doble premio.
En 2017, cuando debía revalidar su lugar en la cúspide, llegó el peor momento: la lesión en la cadera, una de las más dolorosas y complicadas para un tenista. Aquel problema lo llevó a pasar por el quirófano y a encarar el resto de su vida con una prótesis de titanio, un injerto que no le permitiría continuar su carrera en la elite. Por eso, en Australia 2019, durante una emotiva rueda de prensa, anunció su retiro.
Pero para Murray, quien ya había escapado de la muerte durante su infancia, no existen los imposibles. Decidió volver, a fuerza de una profunda lucha interna. Jugó doce partidos en 2018 y, después, hacia fines de 2019, reconbró la sonrisa: volvió a festejar un título en Amberes, Bélgica. Su irregular andar por el circuito fue interrumpìdo en 2020 por la pandemia y, ya en 2021, con el mundo más insertado en cierta normalidad, se cruzó una vez más con las emociones en un Wimbledon que guardará por siempre entre sus recuerdos, en el que el público lo abrazó en su camino a la tercera ronda.
Murray sobrevivió tras el duro golpe de su cadera, cuando ningún ser humano podría haber vuelto al circuito, a competir en el alto rendimiento, con una cadera de metal. Y lo hizo. Ganó y perdió pero, según su propia confesión, nada lo alejó de hacer lo que más le gusta. No se lo impidió la cadera y tampoco se lo impidió, muchos años atrás, la propia muerte.
El pequeño Andy ya se había transformado en un escapista el 13 de marzo de 1996, el día en que Thomas Hamilton, un coordinador de los Boys Scouts despojado de su trabajo por mala conducta, entró en el gimnasio de la Escuela Primaria de Dunblane, al norte de Edimburgo, y abrió fuego contra alumnos y maestros.
Disparó sus cuatro pistolas durante tres minutos y luego se suicidó. La masacre se convirtió en el asesinato múltiple de menores más resonante del Reino Unido. Dieciséis niños y una docente perdieron la vida. Aquel fatídico día, no obstante, un chico de ocho años volvió a nacer. Cuando se dirigía rumbo al gimnasio junto con su hermano Jamie, convertido años después en uno de los mejores doblistas del mundo, escuchó los tiros y corrió a esconderse bajo una mesa. Andy Murray ya había llegado al mundo como un bebé prematuro y con la rótula bipartita, con los huesos de la zona separados en la etapa infantil, pero aquella vez el destino lo transformó en un verdadero sobreviviente.