¡Habla memoria!

Enrique Omar Sívori, el último carasucia

Referencia ineludible del fútbol criollo. Brilló en River, se consagró en Juventus y conquistó Nápoles. Con la Selección ganó el Sudamericano de 1957. Logró el Balón de Oro europeo en 1961.

Por Redacción EG ·

10 de junio de 2019

 

“Yo quiero un equipo con diez desconocidos. Les aseguro que no necesito más. Después lo pongo a Sívori y ya estamos listos para salir campeones”. Renato Cesarini hablaba con conocimiento de causa. Había descubierto al Cabezón en un potrero de San Nicolás cuando volvía de una prueba de juveniles en Rosario, y quince minutos de un partido barrial, desordenado y sin reglas, le habían sobrado para descifrar que detrás de ese pelo revuelto y esas zapatillas desgajadas se escondía una mina de oro.

 

Imagen Enrique Omar Sívori.
Enrique Omar Sívori.
 

Según consta en los registros de las inferiores de River, el nicoleño Enrique Omar Sívori llegó al club a los 16 años por expresa recomendación de Cesarini, que en su detallado informe incluyó todas las travesuras del crack en ciernes salvo las trompadas que repartió al final de ese partido informal. Porque el Cabezón era un zurdo atrevido, cultor de la gambeta endiablada y muy amigo del arco contrario, pero también un petiso temperamental que detestaba que lo golpearan y que no reparaba en el tamaño del rival cuando le tocaba devolver gentilezas.

Sívori llegó a River en Cuarta División (hizo 14 goles en 12 partidos) y un tiempo después saltó a Tercera (12 en 19). En 1953 debutó en Reserva (11 en 21) y el 4 de abril de 1954, con 18 años, se estrenó en Primera. Fue en la goleada 5-2 contra Lanús, en la fecha inaugural del Campeonato de esa temporada, y su misión fue reemplazar a un tal Angel Labruna, aquejado por una hepatitis. Al lado del uruguayo Walter Gómez, que esa tarde hizo cuatro goles, el Cabezón (o el Chiquín, como era conocido en San Nicolás), no sólo volvió loca a toda la defensa Granate, sino que se dio el lujo de anotar el último tanto. Cuando Labruna regresó tuvo que dejar el centro del ataque, pero siguió como titular corrido a la derecha.

 

Imagen  El quinteto legendario de Lima 57: Corbatta, Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz.
El quinteto legendario de Lima 57: Corbatta, Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz.
 

En River jugó hasta 1957, año en el que consiguió el tricampeonato apoyado en los títulos de 1955 y 1956. Ese equipo que compartió con Carrizo, Vairo, Pipo Rossi, Vernazza, Prado, Beto Menéndez y Labruna fue apodado La Maquinita, por haber recogido el testigo de su antecesor, el de La Máquina de Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. El de 1957 fue el último campeonato local que ganaría el Millonario hasta 1975. Sívori en River jugó 63 partidos y marcó 29 goles.

“El Cabezón era demasiado jugador –escribió Juvenal en El Gráfico en 1994–, pesaba demasiado como delantero agresivo, penetrante, atrevido, encarador y pícaro, para que no lo tuvieran en cuenta. ¿Cómo jugaba? Fue el antecesor de Maradona, con el mismo virtuosismo para el amague y la gambeta, tal vez con menos justeza de pegada, sobre todo con la pelota detenida, pero con tanta o más personalidad que Diego”.

También en 1957 el Cabezón disputó con la Selección el Sudamericano de Lima. Argentina, dirigida por Guillermo Stábile, presentó un equipo de gala, con los mejores jugadores del fútbol local: el arquero era Rogelio Domínguez; los defensores Pedro Dellacha y Federico Vairo; los mediocampistas Juan Carlos Giménez, Néstor Rossi y Angel Schandlein; y el quinteto ofensivo formaba con Oreste Omar Corbatta, Humberto Dionisio Maschio, Antonio Valentín Angelillo, Enrique Omar Sívori y Osvaldo Cruz. Ellos cinco, con su juego desenfadado y vistoso, se ganaron el apodo que los inmortalizaría. Los Carasucias, así los llamó el periodismo en alusión a la película estadounidense Angeles con caras sucias, filmada en 1938 con gran éxito, que desarrollaba las andanzas delictivas de dos delincuentes juveniles que no le temían al peligro.

Imagen Sívori convierte el segundo gol argentino en el 3-0 frente a Ecuador
Sívori convierte el segundo gol argentino en el 3-0 frente a Ecuador
“Al principio no encontrábamos las posiciones –confesó años más tarde Angelillo–, pero una noche, en un amistoso entre titulares y suplentes en la cancha de Huracán, Maschio fue de ocho, Sívori jugó de diez y yo de nueve. Ganamos por once goles y no cambiamos más”. El trío de ataque fue la punta de lanza de esa aplanadora que, aplicando el diccionario de Muhammad Ali, se paseó por Lima volando como una mariposa y picando como una abeja.

Argentina goleó 8-2 a Colombia, 3-0 a Ecuador, 4-0 a Uruguay, 6-2 a Chile y 3-0 a Brasil, que un año más tarde ganaría la Copa del Mundo. Sólo perdió un partido, 2-1 contra Perú, cuando ya se había alzado con el título. De los 25 tantos que hizo el equipo, 20 fueron obra del tridente mágico. Maschio, que fue el goleador del certamen junto al uruguayo Javier Ambrois, hizo nueve, Angelillo, ocho y Sívori, tres. Esa insuperable producción de juego terminó de posicionar al fútbol argentino en la cúspide del continente.

Con la decisión tomada de abandonar el aislamiento internacional impuesto por el peronismo y regresar a la Copa del Mundo en Suecia 1958 (la última participación había sido con un equipo amateur en Italia 1934), se volvió inevitable excluir a la Argentina de la marquesina de los principales candidatos. Sin embargo, las partidas de Maschio al Bologna, Angelillo al Inter y Sívori a la Juventus empezaron a desmantelar las ilusiones de los Carasucias, porque la costumbre de aquellos años consistía en citar a la Selección sólo a los jugadores que actuaban en el medio local. Sumado a ello, el gobierno de la Revolución Libertadora presionó para llevar a Suecia un equipo “genuinamente nacional” y así se ahogaron las incipientes, pero decididas tratativas de contar con los integrantes del Sudamericano de 1957. 

 

Imagen Cruz comparte con el pibe Sívori la bolsa de goma que contiene el agua, con Dellacha sentado a su lado.
Cruz comparte con el pibe Sívori la bolsa de goma que contiene el agua, con Dellacha sentado a su lado.
 

Ese rapto de soberbia nacionalista, que todos los estamentos fogonearon desde su lugar, le costó muy caro al fútbol argentino, que fue representado en Suecia por jugadores de edad avanzada, fuera de estado y con evidentes atrasos en la preparación deportiva. La participación se convirtió en desastre, y la vergonzosa eliminación en primera ronda luego de la derrota 6-1 contra Checoslovaquia marcó el fin de una era. Fue la pérdida de la inocencia del potrero y el descreimiento en las raíces rioplatenses, las mismas que habían aflorado con fuerza en Lima un año antes. A partir de ese momento se dio forma a un estilo de juego más pragmático y resultadista, que se apoyaba en la preparación externa y en la planificación al detalle. No obstante, también es justo decir que esa situación apocalíptica que atravesó la Selección coincidió con la promoción de grandes entrenadores como Osvaldo Zubeldía, Argentino Geronazzo y Juan Carlos Lorenzo, que regresaba de Europa.

La transferencia de Sívori a la Juventus también contó con la intervención de Cesarini, que en su condición de asesor de la Vecchia Signora recomendó su fichaje. El pase se hizo a cambio de diez millones de pesos moneda nacional, cifra récord para el fútbol mundial de la época, que le sirvieron a River para finalizar su estadio y transformar la Herradura en el Monumental. “No pierdo la esperanza de que en el futuro la tribuna que da al Río de la Plata cambie de nombre y llevé el mío –confesó el Cabezón en 1972–. Esa tribuna debería llamarse Enrique Omar Sívori. No hay que olvidarse que la construyeron con lo que recibieron por mi pase al fútbol italiano”. Su anhelo finalmente se materializaría, pero él no llegaría a verlo, porque el sector Almirante Brown recién adoptó el nombre del nicoleño en 2005, un tiempo después de su muerte.

 

Imagen Gol del Cabezón Sívori a Perú, en la última presentación argentina en el Sudamericano.
Gol del Cabezón Sívori a Perú, en la última presentación argentina en el Sudamericano.
 

Sívori, que antes de ser tribuna debió rasparse los codos para ser reconocido en la Juventus, tuvo que luchar contra los críticos que lo consideraban un indisciplinado táctico por su formación sudamericana. Decían que Umberto Agnelli, dueño de Fiat y presidente del club, había hecho un desembolso desproporcionado y que debería dar explicaciones por ello. Agnelli, que hizo caso omiso, confió en él ciegamente, se convirtió en un fanático de su estilo y lo contuvo durante el periodo de adaptación, en el que el Cabezón sufrió varias expulsiones por reaccionar ante el juego brusco del Calcio. Ocupando el sector izquierdo de una delantera de lujo que incluía al galés John Charles de centrodelantero y a Giampiero Boniperti como interior derecho, convirtió 31 goles en 40 partidos en su primera temporada y fue una de las piezas claves en la obtención del Scudetto 1957/1958.

En la campaña siguiente, afectado por algunas lesiones, sólo jugó 29 partidos, pero hizo 23 goles y colaboró en el título de la Copa Italia (4-1 al Inter en la final). En el Serie A, la Juventus finalizó cuarta, detrás del campeón Milan, de la Fiorentina y del Inter de Angelillo. No obstante, la Vecchia Signora recuperó el reinado con el Scudetto de la temporada 1959/1960, con un gran aporte del Cabezón, que con 30 goles en 35 encuentros fue capocannoniere. También consiguió el bicampeonato en la Copa Italia al derrotar 3-2 a la Fiorentina en el San Siro.

 
Imagen La actriz mexicana Elsa Aguirre besa a Sívori en la previa de Perú-Argentina.
La actriz mexicana Elsa Aguirre besa a Sívori en la previa de Perú-Argentina.
  La temporada 1960/1961 volvió a consagrar a la Juventus en la Serie A y los 28 goles en 29 partidos no sólo sirvieron para apuntalar el liderazgo bianconieri, sino que le valieron a Sívori el Balón de Oro de 1961. El premio, en ese momento, sólo era aplicable a los futbolistas europeos, pero el Cabezón ya se había nacionalizado italiano y fue distinguido luego de superar en la terna final, con 46 puntos, al español Luis Suárez del Inter, que obtuvo 40, y al inglés Jonnhy Haynes del Fulham, que sumó 22. Fue el segundo jugador argentino naturalizado europeo que ostentó el galardón tras las conquistas de Alfredo Di Stéfano en 1957 y 1959.

En la campaña siguiente comenzaría el declive de Sívori en la Juventus. Los problemas de conducta con los sucesivos entrenadores se zanjarían sólo con la tolerancia de la familia Agnelli, que no quería dejarlo partir hacia ningún otro equipo italiano. Una de las razones, entre otras tantas, era que un grupo de fanáticos le había jurado la muerte al dirigente que se atreviese a abrirle la puerta al ídolo. Además, el Cabezón no estaba dispuesto a dejar el Calcio porque su proyecto era jugar el Mundial de Chile 1962 con la Azzurra, una aspiración que logró concretar cuando Paolo Mazza anunció su convocatoria junto con la de Maschio y a la del brasileño José Altafini.

La Copa del Mundo que hizo Italia fue muy mala, y quedó signada por la violencia que rodeó su participación. El primer escollo surgió antes del Mundial, cuando dos periodistas italianos viajaron a Santiago e hicieron un informe, que se extendió por toda Europa, y que hablaba de la pobreza, la desnutrición, la miseria y la prostitución de la ciudad. El diario El Mercurio recogió el guante e inició una campaña sucia contra la Azzurra, por lo que el segundo partido del Grupo 2, que enfrentaba a Italia con Chile, convirtió el Estadio Nacional de Santiago en un polvorín. El primer tiempo fue un concierto de patadas de ambos lados, pero lo peor sucedió en el complemento, cuando Leonel Sánchez le rompió de un codazo el tabique a Maschio y todo terminó en una trifulca que fue sofocada por los carabineros. La Batalla de Santiago se reanudó luego de un puñado de minutos y dos goles de Chile sobre el final clasificaron a los locales y eliminaron a Italia, que en el debut había empatado 0-0 con Alemania y en el tercer encuentro conseguiría un inútil triunfo 3-0 ante Suiza. En estos dos partidos jugó Sívori, que tampoco tuvo un buen rendimiento.

 
Imagen El 22 de mayo de 1963, Sívori, que ya jugaba para la Juve, integró el equipo de River en un amistoso con Peñarol aniversario del Monumental.l
El 22 de mayo de 1963, Sívori, que ya jugaba para la Juve, integró el equipo de River en un amistoso con Peñarol aniversario del Monumental.l
 

Cuando regresó del Mundial permaneció tres temporadas más en la Juventus, aunque no consiguió títulos y su nivel decayó. En la campaña 1962/1963 anotó 20 goles en 38 partidos, en la 1963/1964 hizo 14 en 34, y en la 1964/1965 marcó 6 en 19. Ese último tramo de su estadía juventina lo enfrentó con el entrenador paraguayo Heriberto Herrera, lo que apuró su salida. El Cabezón contaba con el apoyo de los Agnelli, pero cuando trascendió que estaría dispuesto a mudarse al Inter con el “verdadero Herrera”, como él llamaba a Helenio, con quien previamente se había enfrentado por defender a Angelillo, o incluso al Torino, rival histórico de la Vecchia Signoria, el club le soltó la mano y selló su traspaso, pero al Napoli.

Sívori pasó del Norte de las ostentaciones al Sur de las privaciones. A orillas del mar Tirreno, con el Vesubio como testigo y Altafini como partenaire, se convirtió en el Rey de Nápoles veinte años antes de que Diego Maradona bordara su leyenda. “Y alguien me contó que después del debut de Sívori y Altafini –escribió Osvaldo Ardizzone en una de sus columnas en El Gráfico en 1965–, una viuda de rodillas ante la tumba de su marido gemía desconsolada… ‘¿Por qué te has muerto? ¿Justo ahora que podías gritar a este Napoli?’”.
 

Imagen Con la camiseta de Juventus ganó tres Scudettos y dos Copas de Italia.
Con la camiseta de Juventus ganó tres Scudettos y dos Copas de Italia.
 

El fenómeno de Sívori, que había costado 500 millones de liras, pronto empezó a rendir sus dividendos en las boleterías. Las tribunas del San Paolo se llenaban a rebosar para seguir las gambetas del Cabezón y la cara de la ilusión era la estampa de una ciudad entera que acompañaba al equipo en la Serie A luego de once temporadas en el ascenso. Los napolitanos, místicos por excelencia, ya sufrían los tormentos del Norte, los carteles de “Benvenuti in Italia” cuando asomaban la cabeza en Milano y la concentración de la pobreza por ser, para muchos, el patio de Europa. Todo eso pudieron reivindicarlo en esa iniciática primavera que duró desde la temporada 1965/1966 hasta la 1968/1969. Con mayor o menor participación, Sívori, severamente jaqueado por las lesiones en su rodilla derecha, fue el factor clave del tercer puesto de 1966 y del subcampeonato de 1968, conseguido bajo la dirección técnica del argentino Bruno Pesaola. Nunca el Napoli había llegado tan lejos.

La fascinación de los hinchas era tal que por la cantidad de cartas que recibía cada día y por la obstinación de Sívori en contestarlas todas, en el club debieron designarle un secretario privado para que lo ayudara con las respuestas e incluyera una foto suya en el sobre. Al poco tiempo, también fue necesario que el colaborador aprendiera a hacer la firma del Cabezón para rubricar cada misiva que él no llegaba a completar. En Nápoles era el Dios del fútbol.

 

Imagen Previo a la victoria ante Ecuador por el Sudamericano 57, Sívori posa con el diez adversario, Jorge Larraz, argentino nacionalizado ecuatoriano.
Previo a la victoria ante Ecuador por el Sudamericano 57, Sívori posa con el diez adversario, Jorge Larraz, argentino nacionalizado ecuatoriano.
 

Con la rodilla destrozada, Sívori apuró sus últimas gambetas en diciembre de 1968 cuando se recuperó a medias de una seria operación de meniscos. El destino lo cruzó en Turín con la Juventus y el Cabezón jugó más con la fuerza del espíritu que con el empuje de su cuerpo maltrecho. Sin embargo, en una pelota dividida chocó con el defensor Erminio Favalli, reaccionó y fue expulsado. Las seis fechas de suspensión que le impusieron poco le importaron, porque ya había decidido que la función estaba terminada. Ese melancólico cierre marcó el final de una carrera plagada de éxitos y alegrías. Sívori tenía 33 años, hacía once que jugaba en Europa y ya era para todos una figura mundial. Los argentinos lo habían elegido para contrastarlo, en cada discusión, con la figura de Pelé, encumbrado por los brasileños que lo consideraban el mejor futbolista de la historia.

Sívori había dado sus primeros pasos en los metros finales de la época de oro del fútbol argentino, entre bohemios que gustaban de la buena comida, el buen tango y el buen juego. Y luego también supo adaptarse al hiperprofesionalismo que pregonaba la Serie A, la liga más importante del mundo en los sesenta. Sin perder su esencia, ni su estirpe de medias bajas y camiseta afuera del pantalón, logró conectar esas dos etapas de diferencias abismales e imponer su estilo. El Cabezón fue el último de los Carasucias que llevó el ADN del potrero rioplatense a pasear por Europa y lo agitó como bandera de lucha en cada batalla.

 

Imagen Cané, Benítez, Altafini, Sívori y Angelillo. Brillante delantera de Nápoli.
Cané, Benítez, Altafini, Sívori y Angelillo. Brillante delantera de Nápoli.
 

Luego de su retiro continuó ligado al fútbol desde la faceta de entrenador. Dirigió a Rosario Central, River, Estudiantes de La Plata, Racing, Vélez y colaboró con las inferiores de la Juventus, primero como técnico y más tarde como corresponsal en Sudamérica. Entre 1972 y 1973 condujo a la Selección Argentina, a la que logró clasificar al Mundial de Alemania 1974, y superó así la frustración de haber quedado al margen de México 1970. Su ciclo en la albiceleste fue el primero que incluyó una planificación coordinada y un proyecto a largo plazo, sin embargo, las constantes intromisiones de los dirigentes de una AFA que sobrevivía entre intervenciones lo alejaron del cargo. Con su lengua filosa también llegó a cubrir la Copa del Mundo de Estados Unidos 1994 para la televisión italiana y fue columnista del diario Clarín. Víctima de una pancreatitis, murió en San Nicolás a los 69 años, el 17 de febrero de 2005.

Durante mucho tiempo el Cabezón fue considerado el mejor futbolista de Europa. Eslabón perdido entre Di Stéfano y Maradona, contemporáneo y rival de Pelé por contrastación, cambió todo sin cambiar nada. Sólo adiestró el ingenio que le dio el potrero y lo puso a su servicio en los estadios del mundo. Entre gambetas y zurdazos inatajables, su mejor legado fue haber demostrado que al fútbol se juega jugando.

Por Matías Rodríguez (2015)