¡Habla memoria!

Lo que nadie contó del 78 y el 86

Las historias inéditas, las anécdotas desconocidas, los boicots, las peleas, las afinidades. Todo lo que jamás se supo de dos grupos que entraron en la leyenda y que hasta los días que corren siguen siendo los únicos Campeones del Mundo, el orgullo argentino.

Por Redacción EG ·

10 de diciembre de 2019

La cocina de los campeones

 

Las primeras confirmaciones

Daniel Alberto Passarella encontró la titularidad en los partidos amistosos jugados en la Bombonera, a mediados de 1977, cuando la sombra de Juan Carlos Lorenzo cabalgando sobre aquel exitoso Boca se veía como un fantasma amenazante. El Conejo Tarantini volvió a la función de marcador lateral izquierdo, cuando en el último partido de aquella serie frente a Alemania Oriental, Jorge Carrascosa anunciaba su despedida de la Selección. Comenzaba a construirse la defensa. Pero aún faltaban el dos y el cuatro para configurar la línea de fondo.

–César, hay un muchacho que les puede ser muy útil y al que usted seguramente conoce. Se llama Luis Galván. Juega en Talleres de Córdoba. Es un gran tiempista. Sabe cuidar la pelota y maneja el fondo. No es dueño de un gran físico, es más bien bajo para la función que tiene que cumplir, pero tiene presencia y personalidad. Creo que vale la pena que sea bien observado.   

–Gracias Timo. Estoy muy justo atrás con Olguín, Killer y Passarella. Preciso por lo menos un central más para alternar y tener una posibilidad de recambio. Por supuesto que lo conozco a Galván, pero ahora lo vamos a observar con mayor detenimiento. Y si nos convence, como todos tendrá su oportunidad.

El breve diálogo entre Carlos Timoteo Griguol y Menotti, durante la segunda mitad de 1977, terminó por confirmar la presencia de Galván en el plantel. El técnico de Argentina lo siguió especialmente varios partidos y quedó deslumbrado por la categoría del defensor santiagueño, hasta que lo sumó al plantel en los primeros días de 1978.

¿Carlos Bianchi? Estuvo a punto de ser llamado. Menotti lo explica: “Precisaba a un hombre con una importante presencia de área, que vaya bien por el medio y por supuesto que tenga capacidad goleadora. Faltó realmente muy poco para que lo convocara. Pero de última no lo llamé y nos arreglamos con los delanteros que había en el grupo”.

Mario Alberto Kempes, quien participó en marzo de 1976 de la primera gira de la Selección por la Unión Soviética, Polonia, Hungria, Alemania y España, no despertaba gran admiración en el cuerpo técnico. ¿Qué se le cuestionaba al Matador antes de su primera convocatoria en 1975, cuando integró un combinado de jugadores rosarinos que disputaron la Copa América? Escasa ductilidad para maniobrar en espacios reducidos y ser intérprete de un fútbol de toque y circulación. Por esas horas, no se lo veía como la carta desequilibrante en que luego se convirtió.

Pero las dudas iniciales se terminaron de derrumbar por completo en los históricos triunfos ante la Unión Soviética, con el piso tapizado de nieve y con una actuación deslumbrante de Hugo Orlando Gatti, y frente a Polonia, de gran actuación en el Mundial de Alemania de 1974. Allí, el goleador del Valencia, de España, se ganó un lugar en el equipo, aunque también estaba sujeto a la dinámica de las próximas temporadas. No le prometió nada Menotti, tampoco le pidió ninguna garantía Kempes.

Imagen El plantel que se consagró en la Argentina. El cariño de la gente fue fundamental en la conquista. Varios de los campeones tuvieron que convencer a Menotti de su valor.
El plantel que se consagró en la Argentina. El cariño de la gente fue fundamental en la conquista. Varios de los campeones tuvieron que convencer a Menotti de su valor.

El Hueso Houseman, de escasa parcipación en la serie internacional de 1977 –de hecho el que más jugó como puntero derecho fue Ricardo Daniel Bertoni–, ya estaba prácticamente entre algodones y en proceso de caída libre. El último gran año de René había sido en 1976, cuando Huracán bajo la conducción del Gitano Juárez, había armado un rombo con Carlos Leone como volante más retrasado, Miguel Angel Brindisi por derecha, Omar Larrosa por izquierda y Osvaldo Ardiles, como un virtual nueve y medio, o un típico enlace entre volantes y delanteros.

¿Cuál era la inquietud? Una sola pero fundamental: ¿cómo llegaría el Hueso al Mundial? Las desventuras del loco bajito, duende genial de la franja derecha, tenían su espacio en la estructura y las normas disciplinarias de la Selección, cuya línea bajaba el profesor Ricardo Pizzarotti. Enemigo acérrimo de las concentraciones, René merecía un tratamiento particular. Especialista en fugas diversas, el Loco ya se hacía la película para salir disparado como un turista extraviado de la concentración argentina en José C. Paz. Pero en la recta final a la Copa del Mundo, se le multiplicaron las dificultades. La fuerte guardia militar que rodeaba la quinta de Natalio Salvatori metía miedo.

–No podía borrarme. Más de una vez lo pensé –dijo el rey de las fugas durante esos días de plomo–. Pero me agarraba cagazo. Estaban todos los tipos armados hasta los dientes. A ver si veían una sombra y me limpiaban. La única posibilidad era salir arrastrándome cuerpo a tierra, pero igual era demasiado peligroso. Así que me la tenía que bancar.

Sufría Houseman por no ver el cielo que él quería. Y también sufría porque la falta de chocolates, tortas y golosinas varias. Su compañero de habitación también. ¿Quién era? El Gordo Bertoni. Pero encontraron soluciones rápidas. En las visitas semanales de los familiares y en los breves recreos de un día, ambos se aprovisionaban de alfajores, chocolates, postres y una extensa lista de productos que endulzan la vida. El armario de René y Daniel en realidad parecía un maxiquiosco por lo nutrido y variado de sus ofertas.

En especial, en la cena, también había lugar para las gambetas. Se sentaban cuatro por mesa. La orden era una botella de vino de tres cuartos. Pero el señor que servía a los muchachos estaba muy al tanto de las necesidades del grupo. Una propina suculenta abría el camino para una dosis extra de vino blanco o tinto. El blanco venía en una botella de Seven Up y el tinto en una de Coca Cola. Pizzarotti, mientras tanto se levantaba de su mesa cada veinte minutos y observaba que todo marchara según sus indicaciones.

–¿Todo bien, chicos? Cualquier cosita me dicen, estoy ahí con César.

–Sí, todo bárbaro, Profe. Cualquier cosa le avisamos, quédese tranquilo.                               

 

A la hora señalada

El equipo que salió a la cancha en el partido debut de Argentina en el Mundial, ante Hungría, fue el siguiente: Fillol; Olguín, Galván, Passarella, Tarantini; Ardiles, Gallego, Valencia; Houseman, Luque, Kempes. El equipo que sin embargo tenía más consenso en el cuerpo técnico un año atrás, era el siguiente: Gatti, Tarantini, Olguín, Killer, Carrascosa; Ardiles, Gallego, Villa; Houseman, Luque o Kempes y Larrosa.

La presencia de Larrosa engordaba el lateral izquierdo del medio campo. Ese once más volante que delantero también lo había usufructuado Menotti en el Huracán campeón de 1973.

Pero la aparición del jujeño José Daniel Valencia colmó las expectativas del entrenador y obligó a reformular el mapa futbolero del equipo. “Es el jugador argentino más dotado de los últimos veinte años”, disparó César. ¿Qué era lo que había eclipsado a Menotti? El arranque, el cambio de ritmo, el dribbling en velocidad del jugador de Talleres de Córdoba. Y sobre todo, su decisión para encarar en el mano a mano e imponer su fina habilidad de tres cuartos de cancha en adelante. Pero Valencia en el Mundial no le cumplió al técnico. Jugó de regular para abajo y terminó cediendo su lugar.

Diego Maradona, quien era visitante frecuente de la Selección después de los partidos, había sido dado de baja en marzo de 1978, en la concentración de José C. Paz, junto con Víctor Bottaniz y Humberto Bravo. En esos días previos a definiciones complejas –aún Diego conserva el dolor por aquella decisión–, Maradona, con sus frescos 17 años, le confesaba a Larrosa, en tránsito hacia el barrio de Pompeya, sus temores de quedar fuera del plantel.

 

Imagen El plantel que le dio el primer título Mundial a Argentina.
El plantel que le dio el primer título Mundial a Argentina.
 

–¿Vos sabés algo Omar, sobre lo que va a pasar? ¿Tenés idea si voy a seguir o si estoy en la lista de los desafectados?

–No, Diego. La verdad, no sé nada. Estoy igual que vos. Pero tenés que estar tranquilo. No podemos hacer otra cosa que esperar. Lo que si te digo es que si no estás no te vuelvas loco.

–¿Cómo que no me vuelva loco? Esto para mí es fundamental. Sueño con el Mundial, con la camiseta de Argentina, con salir a la cancha y ver a mis viejos en la cancha...?

–Sí, está bien, pero vos recién andás por los 17 años. ¿Sabés los mundiales que tenés por delante? En cambio yo si no es éste, no tengo otro. Chau, me despido para siempre.

Maradona, una mañana de verano, escuchó lo que no quería escuchar. Y se largó a llorar como un pibe desconsolado. Varios fueron a abrazarlo: Tarantini, Gallego, Passarella, Fillol, Larrosa... Y después el cuerpo técnico. El chico que luego marcaría un antes y un después en la historia del fútbol mundial, tenía que ver la Copa del Mundo desde la platea.

Después, pasó lo que todos sabemos. El pueblo en comunión con su Selección. La otra Argentina, la desaparecida, se retorcía en el dolor. El juego del fútbol, inocente de toda inocencia, clamaba su victoria. Y Argentina miraba al cielo.           

       

Los cascotes del principio

El camino a México ’86 fue muy largo. Pero, por sobre todas las cosas, lleno de pozos. Desde el primer día en que asumió Carlos Salvador Bilardo como conductor de la Selección Nacional hasta cuando se desarrollaba el Campeonato Mundial. Nunca un respiro, siempre problemas. Las ventas de los jugadores al exterior, un nuevo estilo de juego, los celos, los bombazos de César Luis Menotti (a los cuales Bilardo respondió uno por uno), dejando en el olvido un dato que pocos conocen: el Flaco le ofreció ser uno de sus espías en el Mundial del ’78, pero el Narigón no aceptó...

Claro, al final, el éxito en tierra azteca relegó a un segundo plano historias que hoy parecen anécdotas pero que, en su momento, eran bombas de napalm: quemaban todo.

Desde un principio, la relación técnico–plantel nació complicada. Y no por incompatibilidad de caracteres. Para nada. Los jugadores no criticaban al Narigón por sus valores personales –al contrario, los resaltaban– sino que lo cuestionaban por el estilo de juego que quiso imponer desde un inicio y por sus permanentes obsesiones. “Es difícil de comprender” o “Nos vuelve loco con sus indicaciones. Está en todos los detalles...”, eran muletillas que llenaban el off the record de los jugadores.

Hasta que después del segundo partido (ante Chile en el Amalfitani), el plantel le pidió a Bilardo una reunión en la concentración de Ezeiza. Aquella vez, los jugadores le pidieron al técnico que volviera a la marca en zona, a los cuatro en el fondo, nada de persecuciones individuales... Carlos no lo dudó: agarró un pizarrón y les comenzó a explicar, durante cuatro horas, su idea táctica. El aluvión dialéctico no convenció a los futbolistas. Pero una frase del entrenador cerró cualquier discusión: “¿Saben por qué vamos a jugar así? Porque en todos los equipos que dirigí me fue bien de esta forma. Y nos va a ir mejor en la Selección Argentina. Así que no veo el motivo por el cual deberíamos cambiar...”

Más allá de ese intercambio de opiniones, la ruta hacia México ’86 estuvo plagada de sofocones. Pero el más punzante fue el que casi termina con la sustitución de Bilardo, a dos meses del inicio del Mundial. La Selección no jugaba bien, Maradona no lucía y, excepto en aquella gira de 1984 (cuando la Selección le ganó a Alemania 3-2 como visitante), pocas veces convenció a los hinchas. El clima no era alentador. Pocos confiaban en los nuestros. Nos deslumbrábamos cuando veíamos por televisión la cantundencia de la Alemania de Rumenigge, el ángel del Brasil de Zico y Sócrates o la brillantez de la Francia de Platini. Argentina, ni fu ni fa. Al contrario: era capaz de perder ante rivales de tercer nivel en el fútbol como Noruega.

Semejante desconcierto tuvo su explosión una tarde en Ezeiza. Mientras estaba entrenando al equipo, un ayudante se acercó a Bilardo. “Carlos, te busca un mozo de un bar...”, le dijeron al oído. “¿Quién...? Bué... decile que me espere que después hablamos”

El encuentro fue tan sorpresivo como inesperado. El mozo arrancó con una frase inolvidable: “Le vengo a decir que lo van a echar”. Bilardo no entendía nada. Y menos cuando el empleado gastronómico le comentó que entre los que planeaban sus paso al costado eran Osvaldo Otero, Rodolfo O’Reilly y otros funcionarios de la administración radical.

Imagen El grupo que ganó en México. Tenían muchos problemas internos. Algunos los resolvieron. A otros los tapó el éxito.
El grupo que ganó en México. Tenían muchos problemas internos. Algunos los resolvieron. A otros los tapó el éxito.

Entonces decidió ir a la AFA. Ya en la puerta de Viamonte el revuelo periodístico era enorme. “¿Carlos, por qué se va de la Selección?”, le preguntaban todos. Lo cierto es que Bilardo se reunió con Eduardo De Luca.

–Es verdad, te van a pedir la renuncia.

–No, ¿dónde está Julio?

–En Suiza. Llamalo si querés.

El contacto se produjo en menos de un minuto. El consejo de Grondona fue claro: “Llamá a los periodistas y contales todo lo que sabés. Vas a ver que se va a armar semejante quilombo que van a tener que guardar violín en bolsa. Haceme caso...”

Dicho y hecho. El Narigón salió al aire por cuanta radio se le cruzó. Víctor Hugo Morales, Adrián Paenza, Marcelo Araujo, Fernando Niembro y otros hombres de los medios salieron en defensa del entrenador, con el simple y válido argumento de que era un disparate cambiar a esa altura. Fue tanta la fuerza mediática que, finalmente, los rebeldes decidieron deponer sus intenciones. Y Bilardo siguió en el puesto hasta el Mundial.

 

La bendición azteca

El objetivo estaba entre ceja y ceja. El plantel fue el primero en llegar a México, allá por el 14 de mayo. Había que acostumbrarse a la altura, un accidente al que nunca pudieron superar ni Oscar Garré ni Néstor Clausen.

Atrás quedaba el enfrentamiento más crudo que mantuvo el plantel. Fue en Barranquilla, Colombia, luego de un 0-0 ante el Junior. Como todas las noches, el plantel se reunió en la pieza de uno de los jugadores para hacer la autocrítica. Pero, a diferencia de otras ocasiones, esa vez fue realmente cruda. Maradona, Ruggeri, Giusti y Valdano llevaron la voz cantante. No notaban mística ni una gran solidaridad en el plantel. Y lo plantearon. Los insultos y las discusiones fueron tan intensos que el cónclave duró más de dos horas. Al final, cuando los puntos habían quedado en claro, la situación se descomprimió. Y todos parecieron tirar para el mismo lado. Bah... o casi todos. Porque dos hombres que antes estaban íntimamente ligados, entonces se hallaban ferozmente distanciados. Fue allí, en Barranquilla, donde Passarella y Maradona pasaron de amigos a enemigos.

Amigos de ambos cuentan que ya un par de años atrás, se habían cruzado feo. Fue en un Fiorentina-Napoli. Primero, no se saludaron. Después, un terrible patadón de Daniel a los diez minutos casi termina con Diego fuera de la cancha. Hasta ese entonces, ambos se tiraban flores y hasta se consideraban públicamente “amigos”. Pero la realidad indicaba que el verdadero nexo entre ambos era el Tolo Américo Gallego y que Passarella tenía más afinidad con el papá de Maradona que con el mismo Diego. En el trasfondo, el choque de protagonismos no admitía pasos al costado. La cinta de capitán, encima, le había clavado otro puñal al defensor.

 

Imagen Los campeones del Mundo en México 1986.
Los campeones del Mundo en México 1986.
 

Pero, volviendo a Barranquilla, cuentan testigos de aquella convivencia que Passarella quiso dialogar con Maradona. “Sé que no está bien. Voy a su habitación a charlar”, le comentó el hombre de Chacabuco a un compañero. Lo cierto es que, al llegar a la pieza, Maradona –sorprendido– estalló en un ataque de ira: “Andate de acá, vigilante. ¡Andate... !”. Un biombo que voló y los insultos cruzados que nadie pudo detener. Desde esa noche, nunca más se sentaron a hablar. Lo único que compartieron fue una producción especial que les hizo EL GRAFICO, y que ilustra también esta tapa. Los productores de aquella foto cuentan que ni se dirigieron la palabra y que para arrancarles una sonrisa poco más hubo que hacerles cosquillas en los pies.

En la intimidad, el plantel estaba dividido. Estaban los que bancaban a muerte a Bilardo –Ruggeri, Giusti, Burruchaga, Brown, Garré– y los que aceptaban por obligación sus ideas tácticas –Sergio Batista, Passarella, Valdano, Bochini–. Una noche, en el quincho del complejo se organizó un asado. Unos mariachis alegraron la velada que, como no podía ser de otra forma, también fue rica en vino. Después de los postres, un brote de espontaneidad surgió del plantel. Y todos empezaron a bailar y cantar. Hasta que, en un instante, la mayoría armó una rueda alrededor de Bilardo. “Borombombón, borombombón, es el equipo, del Narigón”, cantaban. Los únicos que se mantuvieron imperturbables a un costado fueron Valdano y Bochini. Cuando terminó el baile, los dos llamaron a Passarella.

–¿Así que cantabas que es el equipo del Narigón?

–¿Yo? Eeeehhh... No, que quede en claro que estaba borracho. ¿Escuchó, Bilardo? Yo estaba borracho...

Así, con marchas y contramarchas, llegaba Argentina al Mundial. Hasta que, pocos días antes del debut ante Corea, Daniel Passarella cayó  lesionado: un tirón ponía en peligro su participación en el encuentro inicial. Raúl Madero, el médico, lo trató con todos los elementos a su disposición en la concentración del América. Pero no hubo milagro. Ocho horas antes del encuentro, Madero, Bilardo y Passarella mantuvieron una reunión.

–Animate. Dale que sos el seis titular –trataba de convencer Bilardo a Passarella.

–No puedo, Carlos. Me duele.

–No es cierto, viejo...

–Porque no te vas a la p... que te parió...

–Andá a la c...

Después de tres horas de diálogo moderado, la charla se desvirtuó y terminó a puro insulto. Bilardo salió de la habitación, pegó un portazo y, en un pasillo de la concentración, se cruzó con Brown. “Preparate que jugás de entrada”, le dijo cinco minutos antes de la charla táctica.

Passarella, mientras tanto, descargaba su angustia contra la almohada de su cama. Del cuasi-desgarro pasó a una intoxicación por un virus que tenía el agua. “La maldición de Monteczuma”, la llamaron. Bajó seis kilos y no pudo jugar ni un solo segundo. Mientras el equipo pasaba rondas y rondas, él seguía las alternativas por el televisor del instituto en donde estaba internado. Recibía las visitas de Jorge Valdano, el profesor Ricardo Echevarría y de Ricardo Bochini –que eran sus mayores allegados del plantel– y descargaba sus sospechas contra el cuerpo técnico: “no sé si confiar en ellos”, comentaba. La verdad, Passarella no le tenía nada de confianza a Madero.

A medida que pasaban los partidos, las mística se iba acrecentando. Después del debut ante Corea, Valdano y Maradona estuvieron diez días sin hablarse por un entredicho dentro de la cancha. Algo similar ocurrió con Diego y Burruchaga...

Mientras los medios de prensa se llenaban la boca hablando de la sociedad ideal, Burru y el Diez ni se hablaban. Y no por alguna discusión, sino por la timidez del hombre de Independiente. Inclusive, terminó el Mundial y lo único que habían compartido fue el festejo de la final. Era tanta la frialdad entre ambos que, a los pocos meses, el Nápoli quiso comprar a Burruchaga, pero la negociación se frenó de repente. Dudando por los motivos, Burru lo llamó a Valdano.

–Jorge, no habrá sido Diego el que me bajó el pulgar.

–No creo. ¿Por qué pensás eso?

–No sé... Como nunca nos cruzamos alguna palabra...

–¡¿Cómo?! No sabía... Hacé una cosa, llamalo.

–Nooo... Si no le hablé jamás no voy a llamarlo por esto. Dejá todo así.

 

El asombro de Valdano fue el mismo que tenían todos cuando se enteraron de esta anécdota. Lo cierto es que, sin estar peleados, Maradona y Burruchaga ni se dirigían la palabra. Eran socios, efectivamente, pero del silencio.

 

 

MIGUEL ANGEL RUBIO Y EDUARDO VERONA (1999).

Fotos: ARCHIVO “EL GRÁFICO”