¡Habla memoria!

El secreto de mi éxito

Muchas veces el triunfo o el fracaso dependen de detalles insignificantes que con el tiempo se ven enormes. De Manu a Bernabé, de Chilavert a Tiger , revelamos los secretos del éxito de los ídolos del deporte.

Por Redacción EG ·

11 de mayo de 2019

La pe­lo­ta es­tá en el ai­re. Y se­gún cai­ga de un la­do u otro de la red, se­rá la vic­to­ria o la de­rro­ta del que la ju­gó. ¿Se acuer­dan de la es­ce­na ini­cial de Match Point, la úl­ti­ma de Woody es­tre­na­da aquí? Bue­no, es cier­to que no siem­pre es el azar el que de­ter­mi­na el éxi­to o el fra­ca­so. Hay más, mu­cho más y aquí les con­ta­mos al­gu­nas his­to­rias...

To­me­mos el ca­so de Ruud van Nis­tel­rooy. Muy cu­rio­so pa­ra un de­pre­da­dor del área co­mo él: en el equi­po de su pue­blo, el ho­lan­dés se de­di­ca­ba a des­truir las in­ten­cio­nes de ata­que de sus ri­va­les. Sí, era lí­be­ro. Ya en su de­but en el fút­bol pro­fe­sio­nal, se de­sem­pe­ña­ba co­mo vo­lan­te cen­tral del Den Bosch, en la Se­gun­da Di­vi­sión. Una vez con la ca­mi­se­ta del Hee­ren­veen, su en­tre­na­dor, Fo­pe de Haan, lo ade­lan­tó en la can­cha has­ta trans­for­mar­lo en ca­si un en­gan­che y lo es­ti­mu­ló a que bus­ca­ra el gol. En el PSV ter­mi­nó por ex­plo­tar co­mo un ar­ti­lle­ro te­mi­ble que se con­sa­gró en el Man­ches­ter Uni­ted y hoy de­co­ra con go­les la Ca­sa Blan­ca de Ma­drid.

A la ho­ra de re­par­tir mé­ri­tos por cam­bios po­si­cio­na­les es im­po­si­ble no ci­tar acier­tos del Vie­jo Gri­guol. Uno de sus po­llos, An­drés Gu­gliel­min­pie­tro, ha­cía sus pri­me­ras ar­mas en Gim­na­sia, pe­ro pe­se a ser un cor­pu­len­to de­lan­te­ro de 1,85 me­tro, no en­con­tra­ba el ar­co: “Nun­ca me sen­tí go­lea­dor”, con­ta­ría años más tar­de. A raíz de es­to, su fu­tu­ro pa­re­cía es­tar, con suer­te, en la B Na­cio­nal.

 

Imagen El Viejo Griguol:“Prefiero a un optimista que salta el cerco cada amanecer y siempre huele el perfume de las nuevas flores, y no a un pesimista que salta el cerco cada amanecer y siempre huele a cementerio".
El Viejo Griguol:“Prefiero a un optimista que salta el cerco cada amanecer y siempre huele el perfume de las nuevas flores, y no a un pesimista que salta el cerco cada amanecer y siempre huele a cementerio".
 

Sin em­bar­go, una tar­de, Ti­mo­teo –sa­bio co­mo po­cos– de­ci­dió ju­gar con tres de­lan­te­ros, con el Guly más re­tra­sa­do. Yyyy... “Ese día me­tí un des­bor­de que ter­mi­nó en gol de Gui­ller­mo Ba­rros Sche­lot­to, lo cual ter­mi­nó por de­li­near mi cam­bio de po­si­ción”, re­la­tó el pro­pio AG.

A par­tir de allí, ni nue­ve, ni en­gan­che, ni me­dia pun­ta... Ca­rri­le­ro por de­re­cha o iz­quier­da y a tra­mi­tar el pa­sa­por­te al pri­mer ni­vel del fút­bol. Par­ti­do a par­ti­do em­pe­za­ron los cen­tros me­di­dos a la ca­be­za de un ins­pi­ra­do Pam­pa So­sa. El Lo­bo pe­leó el tí­tu­lo y al Guly se lo lle­vó el Mi­lan en un pa­se sor­pren­den­te, que jus­ti­fi­ca­ría po­co tiem­po des­pués. En su pri­me­ra tem­po­ra­da con el Ros­so­ne­ro, jun­to a com­pa­ñe­ros de la ta­lla de Bo­ban, Weah, Bier­hoff y Mal­di­ni, sa­lió cam­peón. In­clu­so, el día de la co­ro­na­ción ano­tó el 1-0 pa­ra la vic­to­ria fi­nal por 2-1 co­mo vi­si­tan­te an­te el Pe­ru­gia.

Con­sa­gra­do co­mo ca­rri­le­ro, en Ita­lia tam­bién ju­gó en In­ter y Bo­log­na, y en la Ar­gen­ti­na tu­vo un bre­ve y acep­ta­ble pa­so por Bo­ca, don­de ga­nó la Co­pa Su­da­me­ri­ca­na 2004.

Al­go si­mi­lar le ocu­rrió, ha­ce ya por cier­to unos cuan­tos años, al Co­co Ba­si­le. Las co­sas no le fue­ron tan bien en sus co­mien­zos. No pu­do par­ti­ci­par de los Jue­gos Olím­pi­cos de To­kio en 1964 ni del Mun­dial de In­gla­te­rra, dos años des­pués. Lo ha­bía pues­to el To­to Lo­ren­zo y lo sa­có Zu­bel­día. “Has­ta que un día co­no­cí a Juan Jo­sé Piz­zu­ti y mi vi­da cam­bió pa­ra siem­pre”. Y eso que es­ta­ba to­do mal en Ra­cing, adon­de ha­bía ido a pa­rar el Co­co: úl­ti­mos en la ta­bla, suel­dos pa­ga­dos a la bue­na de Dios... “Jo­sé ar­mó una re­vo­lu­ción de pues­tos. Per­fu­mo, el seis de la re­ser­va, pa­só a ser dos; el Pa­na­de­ro Díaz, de seis de la Re­ser­va pa­só a ser tres... Y yo que­dé co­mo seis y se ar­mó un equi­pa­zo. Al año si­guien­te ga­na­mos 39 par­ti­dos al hi­lo y fui­mos cam­peo­nes en 1966, lo que nos lle­vó a la Li­ber­ta­do­res del año si­guien­te y des­pués vi­no la In­ter­con­ti­nen­tal. Y to­do por lo que hi­zo Jo­sé. El sí que fue el se­cre­to de mi éxi­to, sin jo­da...” 

 

Imagen 1965. Basile saliendo del fondo, detrás, su socio en la zaga Roberto Perfumo. En el futuro serían los primeros campeones intercontinentales de Argentina con el equipo de José.
1965. Basile saliendo del fondo, detrás, su socio en la zaga Roberto Perfumo. En el futuro serían los primeros campeones intercontinentales de Argentina con el equipo de José.
 

La vi­da te da sor­pre­sas, di­ce la can­ción de Ru­bén Bla­des. Y en es­te te­rre­no, tam­bién hay his­to­rias que va­len la pe­na ser con­ta­das. Si no hu­bie­ra si­do tan tra­vie­so, a lo me­jor, ven­dien­do dia­rios Car­los Bian­chi po­dría ha­ber lo­gra­do una bue­na es­qui­na. Pe­ro –por suer­te pa­ra él– era in­so­por­ta­ble en el co­le­gio. Un día, no se su­po muy bien có­mo, le pe­gó a un cu­ra en la ca­be­za con un bo­rra­dor, le pu­sie­ron 15 amo­nes­ta­cio­nes y el hom­bre de Dios le dio a la ma­má del Pe­la­do un con­se­jo que mo­di­fi­ca­ría pa­ra siem­pre la vi­da del pi­be: “Se­ño­ra, de­je que su hi­jo ha­ga lo que quie­ra, por­que tie­ne una pe­lo­ta de fút­bol en la ca­be­za”. Aque­lla fra­se se­ría el pun­ta­pié ini­cial de una ex­traor­di­na­ria ca­rre­ra fut­bo­le­ra.

Hay ca­sos que, en un mo­men­to, pa­re­cen in­sig­ni­fi­can­tes y que lue­go, vis­tos a la dis­tan­cia de la his­to­ria, son enor­mes. Un chi­co ne­gro de Louis­vi­lle dis­fru­ta­ba de su fla­man­te bi­ci­cle­ta, una Sch­winn ro­ja y bri­llan­te, has­ta que tras de­jar­la es­ta­cio­na­da pa­ra com­prar un he­la­do, de­sa­pa­re­ció. Se la ha­bían ro­ba­do. Lle­no de fu­ria se me­tió en un gim­na­sio. “Quie­ro apren­der a bo­xear pa­ra que, cuan­do aga­rre al la­drón, le pue­da dar una bue­na pa­li­za”, le di­jo a su pro­fe­sor. Y és­te le con­tes­tó: “Hay que apren­der des­pa­cio; pri­me­ro ve­re­mos si tie­nes con­di­cio­nes”. Pa­re­ce que las te­nía, por­que aun­que nun­ca re­cu­pe­ró su bi­ci­cle­ta ni en­con­tró al la­drón, Cas­sius Mar­ce­llus Clay lle­gó a ser Mu­ham­mad Alí, tres ve­ces cam­peón del mun­do de los com­ple­tos... De to­dos mo­dos,  no fue la úni­ca cla­ve en su ca­rre­ra. “Lo vi en­tre­nar­se y com­pren­dí por qué fue lo que fue –con­ta­ba, en su mo­men­to, Juan Car­los Lec­tou­re–, por­que ha­cien­do ab­do­mi­na­les te ago­ta­ba de tan­tos que ha­cía. Y, por so­bre to­das las co­sas, usa­ba unos tre­men­dos bor­ce­guíes con sue­las de ace­ro que pe­sa­ban una to­ne­la­da ca­da uno. An­da­ba to­do el día con eso. Su en­tre­na­dor, An­ge­lo Dun­dee, me ex­pli­có que con se­me­jan­te con­tra­pe­so, cuan­do su­bía al ring con las bo­ti­tas de com­ba­te era ca­paz de vo­lar co­mo una ma­ri­po­sa...”

Es cier­to que a ve­ces ni si­quie­ra hay ca­pa­ci­dad de elec­ción. Al me­nos, al co­mien­zo. Es­te es el tes­ti­mo­nio de Jo­sé Meo­lans pa­ra dar un ejem­plo bien con­cre­to: “Mi in­fan­cia la re­par­tí en va­rios lu­ga­res de Cór­do­ba. Mi ca­sa en la ca­pi­tal, la de la fa­mi­lia en Car­los Paz y la de mis abue­los en Mor­te­ros. En Car­los Paz ha­bía una pi­le­ta y muy cer­ca es­ta­ba el río. A los cin­co años y por pre­cau­ción, mis pa­dres me en­se­ña­ron a na­dar”. En dos años, Jo­sé de­mos­tró gran­des ap­ti­tu­des pa­ra ese de­por­te y co­men­zó a prac­ti­car­lo en la pi­le­ta del Co­le­gio Ga­briel Ta­bo­rin. Co­rría 1985 y, po­co a po­co, em­pe­za­ba a cons­truir su des­ti­no. A los 13 lle­gó el pri­mer éxi­to en ju­ve­ni­les y con las me­da­llas emer­gie­ron las res­pon­sa­bi­li­da­des, que ex­ce­dían lar­ga­men­te a las de un chi­co de esa edad. “Pa­ra po­der se­guir en la se­cun­da­ria, em­pe­cé a en­tre­nar­me a las cin­co de la ma­ña­na. Era una ru­ti­na des­gas­tan­te. Una pri­me­ra prác­ti­ca de ma­dru­ga­da, lue­go el co­le­gio y, más tar­de, de nue­vo a la pi­le­ta.” En aque­llas pri­me­ras cla­ses de na­ta­ción, na­ció una pa­sión que se man­tie­ne.

Así co­mo al­gu­nos em­pe­za­ron de ni­ños ca­si sin sa­ber­lo, por in­fluen­cia de sus pa­dres, otros, aún sien­do chi­cos, la tu­vie­ron bien cla­ra... “Cuan­do era un pi­be –re­cor­dó al­gu­na vez el gran Juan Ma­nuel Fan­gio–, y ha­blo de mis cua­tro años, me des­lum­bra­ba el au­to de un ve­ci­no, de ape­lli­do Car­ta. Te­nía un ci­lin­dro y, cuan­do se pa­ra­ba, sa­lía­mos los pi­bes a em­pu­jar­lo. Cuan­do cre­cí, em­pe­cé a tra­ba­jar en un ta­ller me­cá­ni­co, el de Ca­pet­ti­ni. Me le­van­ta­ba a las cua­tro de la ma­ña­na, ha­cía los de­be­res, iba al co­le­gio, y a la tar­de tra­ba­ja­ba en el ta­ller. Mi­ran­do, apren­dí a ma­ne­jar. El pri­mer au­to que pu­de con­du­cir fue un Pan­hard y Le­vas­sor, pe­ro era tan chi­co que ni a los pe­da­les lle­ga­ba. A los tre­ce ya era ayu­dan­te me­cá­ni­co de la agen­cia Stu­de­ba­ker. Apren­dí to­do o ca­si to­do, bah, de la me­cá­ni­ca. Mu­cha gen­te me ha va­lo­ra­do co­mo pi­lo­to, por­que ahí yo con­quis­té mu­chos triun­fos, pe­ro mi se­cre­to fue que, an­te to­do, co­no­cía a mis au­tos co­mo la pal­ma de mi ma­no. Fui pri­me­ro me­cá­ni­co, des­pués pi­lo­to. Y siem­pre me enor­gu­lle­cí de ha­ber em­pe­za­do ba­rrien­do un ta­ller...”

Dos gran­des de to­dos los tiem­pos tam­bién apor­ta­ron lo su­yo. Os­car Gál­vez di­jo al­gu­na vez que “lo prin­ci­pal es que ja­más tu­ve mie­do”. Y, pues­to a re­me­mo­rar, agre­ga­ría en ron­da de ami­gos: “Con Juan, ya de chi­cos, jun­tá­ba­mos las mo­ne­das pa­ra el pri­mer au­to. Tan po­qui­to te­nía­mos que en lu­gar de ir al ci­ne jun­tos, iba uno y lue­go le con­ta­ba la pe­lí­cu­la al otro. Cuan­do te­nía 15 años com­pré un Ford T por 150 pe­sos. Los vie­jos no sa­bían na­da, ¿eh? Em­pe­za­mos a tra­ba­jar de me­cá­ni­cos en un ta­ller­ci­to con un te­cho de cinc, ro­bán­do­les los clien­tes a nues­tro pa­dre. Más tar­de co­rría­mos pi­ca­das. Una vez es­tu­vi­mos pre­sos un mes en la co­mi­sa­ría 24, pe­ro nun­ca, ja­más, aflo­ja­mos. Nos hi­ci­mos de aba­jo, su­fri­mos mu­cho y por eso su­pi­mos apro­ve­char ca­da mo­men­to de nues­tra cam­pa­ña de­por­ti­va”.

Imagen Cuando Jack Nicklaus elogió su swing, Tiger Woods sintió que tenía que llegar a ser tan grande como él. Lo consiguió.
Cuando Jack Nicklaus elogió su swing, Tiger Woods sintió que tenía que llegar a ser tan grande como él. Lo consiguió.

Los mo­men­tos en que el ni­ño em­pie­za a cre­cer sue­len ser fun­da­men­ta­les. Al gran Ti­ger Woods, por ejem­plo, lo mar­có un ins­tan­te en su vi­da, cuan­do te­nía ape­nas 15 y ya ju­ga­ba golf. “Yo ha­bía ad­mi­ra­do siem­pre a Jack Nic­klaus. Pa­ra mí fue el me­jor de to­dos los tiem­pos. Pa­ra mí era Mís­ter Nic­klaus. Un día fue a dar una clí­ni­ca a Bel Air, cer­ca de mi ca­sa. Me lla­mó la aten­ción que fue­ra más ba­jo que yo. Hi­ce to­do lo po­si­ble por lu­cir­me, y cuan­do to­do ter­mi­nó me di­jo que le gus­ta­ría te­ner un swing tan bue­no co­mo el mío. Des­de ese mo­men­to sen­tí que yo te­nía que lle­gar a ser tan gran­de co­mo él. Fue mi úni­co ob­je­ti­vo. Pe­gué una fo­to su­ya so­bre la ca­be­ce­ra de mi ca­ma, y ese es­tí­mu­lo y sus pa­la­bras me die­ron el va­lor que pre­ci­sa­ba pa­ra de­di­car­me con al­ma y vi­da a lo mío”. Tan mal no le fue...

El es­fuer­zo per­so­nal es, an­te to­do, la ba­se fun­da­men­tal. Mu­chos se­gu­ra­men­te des­co­no­cen que la cla­ve bá­si­ca en la téc­ni­ca de Car­los Mon­zón era su ca­mi­nar en el ring. Siem­pre bien afir­ma­do so­bre la lo­na, lo­gra­ba que sus gol­pes las­ti­ma­ran mu­cho. No era un bai­la­rín a lo Ray Leo­nard, pe­ro su an­dar era per­fec­to. Su­ce­de que, cuan­do re­cién lle­gó a Bue­nos Ai­res, allá por los años 60, so­lía que­dar­se des­pués de ho­ra en el gim­na­sio del Lu­na Park jun­to a un vie­jo maes­tro, Ma­no­lo Her­mi­da. En­ton­ces co­men­za­ba a ca­mi­nar ha­cia de­lan­te, ha­cia el cos­ta­do, ha­cia atrás, has­ta que en­con­tró el exac­to equi­li­brio del cuer­po. Mon­zón lo­gró me­ca­ni­zar sus en­víos a la per­fec­ción, pues siem­pre que­da­ba ubi­ca­do en el lu­gar jus­to pa­ra des­car­gar ca­da gol­pe. Y tal vez mu­chos no se­pan que el pro­pio Amíl­car Bru­sa siem­pre le agra­de­ció a su co­le­ga ha­ber­se que­da­do des­pués de ho­ra con el san­ta­fe­si­no...

Cam­bian­do de de­por­te, si se ha­bla hoy con el cor­do­bés Mar­ce­lo Mi­la­ne­sio so­bre su com­pro­vin­cia­no Fa­bri­cio Ober­to, le re­pe­ti­rá lo que siem­pre di­jo con ale­gría: “Lo veías en las prác­ti­cas y ad­ver­tías que siem­pre que­ría más. Que que­ría apren­der. Que que­ría lle­gar… Y a mí, en­tre­nar a un chi­co con tan­tas ga­nas, me en­tu­sias­ma­ba”.

Fue­ron com­pa­ñe­ros, en­tre 1993 y 1998, en el mul­ti­cam­peón Ate­nas. En los hue­cos de los en­tre­na­mien­tos, Mar­ce­lo (10 años ma­yor) se con­vir­tió así en un es­pon­tá­neo per­so­nal trai­ner de Fa­bri­cio, en­se­ñán­do­le va­rios mo­vi­mien­tos pa­ra que los apro­ve­cha­ra en la zo­na pin­ta­da.

Ja­vier Gui­guet, el pre­pa­ra­dor fí­si­co de aquel equi­po, co­men­ta: “Fa­bri fue pio­ne­ro a la ho­ra de lle­var una bue­na ali­men­ta­ción y de tra­ba­jar con pe­sas”. Su se­cre­to: ser ar­te­sa­no de la pre­pa­ra­ción y la cons­tan­cia. Hoy es­tá en la NBA.

El te­nis apor­ta his­to­rias. To­me­mos cua­tro. La vi­da de la fa­mi­lia Wi­lliams trans­cu­rría en el su­bur­bio an­ge­li­no de Comp­ton, un pa­ra­je hu­mil­de y con tin­te vio­len­to. Con la mi­ra pues­ta en sa­lir del ba­rrio, el pa­dre de la ca­sa, Ri­chard, so­ña­ba con que una de sus cin­co hi­jas se de­di­ca­ra a ju­gar pro­fe­sio­nal­men­te al te­nis.

Con el vis­to bue­no de su es­po­sa, Ora­ce­ne, Ri­chard ins­cri­bió a sus hi­jas Ve­nus y Se­re­na en las can­chas pú­bli­cas de Comp­ton. Si bien en al­gu­nas oca­sio­nes de­bían es­qui­var ba­las du­ran­te las prác­ti­cas, no tar­da­ron en des­ta­car­se. De he­cho, Se­re­na, la me­nor de las dos te­nis­tas de la fa­mi­lia, ga­nó su pri­mer tor­neo a los cua­tro años y me­dio y, an­tes de cum­plir los 10, ha­bía ob­te­ni­do 46 de los 49 cer­tá­me­nes que ha­bía dis­pu­ta­do.

Pa­ra ser jus­tos, a Ve­nus tam­po­co le iba mal. De he­cho, las dos her­ma­nas fue­ron ca­be­za de se­rie jun­to a las me­jo­res ju­ga­do­ras jó­ve­nes de Ca­li­for­nia por va­rios años.

Con los años, el sue­ño de pa­pá Ri­chard se vio rea­li­za­do. Hoy en día, sus hi­jas son mi­llo­na­rias, rei­nas del te­nis, y ya no vi­ven en Comp­ton.

Imagen Nalbandian aprendió a jugar en las canchas de cemento que un grupo de familias de Unquillo construyeron para divertirse.
Nalbandian aprendió a jugar en las canchas de cemento que un grupo de familias de Unquillo construyeron para divertirse.

Pa­ra se­guir con las his­to­rias que se es­cri­ben a ra­que­ta­zos, es ne­ce­sa­rio re­tro­ce­der a la pro­vin­cia de Cór­do­ba de la dé­ca­da del 80. Ha­ce fal­ta re­gre­sar a un tiem­po en el que la mo­nar­quía aún no se ha­bía es­ta­ble­ci­do en Un­qui­llo, más allá de que el pue­blo ya res­pi­ra­ra te­nis. El Rey Da­vid da fe: “Las can­chas en las que apren­dí a ju­gar las hi­cie­ron en­tre vein­te fa­mi­lias, en­tre las que es­ta­ba la mía, pa­ra po­der usar­las to­dos”. Así, con cua­tro, cin­co años y la guía de uno de sus her­ma­nos, el pe­que­ño Nal­ban­dian apren­dió los pri­me­ros gol­pes y co­men­zó a tran­si­tar un ca­mi­no de ta­lo­nes hir­vien­tes. “Pa­ra que cos­ta­ran me­nos y ne­ce­si­ta­ran me­nor man­te­ni­mien­to, las cons­tru­ye­ron de ce­men­to”. La pa­sión de su pue­blo por el te­nis y la ne­ce­si­dad de no in­ver­tir una for­tu­na, con los años, le die­ron for­ma al ac­tual sím­bo­lo ar­gen­ti­no de la Co­pa Da­vis y al me­jor ju­ga­dor na­cio­nal del mo­men­to. Por to­do es­to, Nal­ban­dian es un te­nis­ta que en can­chas len­tas se sien­te co­mo en ca­sa y que en las rá­pi­das, di­rec­ta­men­te, es­tá en su ca­sa.

Ra­fael Na­dal, por su par­te, era un chi­co con un ta­len­to mul­ti­de­por­te: co­mo su tío, Mi­guel An­gel, ex ju­ga­dor del Bar­ce­lo­na y la se­lec­ción de Es­pa­ña, en­tre otros, pa­tea­ba la re­don­da. Tam­bién le gus­ta­ba pi­car la bo­la na­ran­ja, pe­ro gra­cias a otro tío –Tony–, su fu­tu­ro ter­mi­nó por ser el te­nis.

Imagen Parece mentira, pero el gran enemigo de Roger Federer es tan derecho como el propio número uno del mundo. Sin embargo, Rafa Nadal es tan talentoso que, a los cuatro años, le daba lo mismo jugar con cualquier mano. Eligió la izquierda, en una decisión que avalaría la ciencia.
Parece mentira, pero el gran enemigo de Roger Federer es tan derecho como el propio número uno del mundo. Sin embargo, Rafa Nadal es tan talentoso que, a los cuatro años, le daba lo mismo jugar con cualquier mano. Eligió la izquierda, en una decisión que avalaría la ciencia.

Co­men­zó a ma­ne­jar la ra­que­ta a los cua­tro años y, co­mo pa­ra dar mues­tras de su ta­len­to, le pe­ga­ba con la mis­ma ca­li­dad con las dos ma­nos, más allá de ser de­re­cho. An­te es­to, su tío y DT lo apu­ró: “De­bes ele­gir una y ju­gar siem­pre con esa”. De ha­ber op­ta­do por la ma­no con la que es­cri­be, pro­ba­ble­men­te tam­bién ha­bría si­do top. Sin em­bar­go, bien acon­se­ja­do, Ra­fa se que­dó con la iz­quier­da pa­ra in­co­mo­dar a sus ri­va­les y no se equi­vo­có. Años más tar­de, la cien­cia ava­la­ría su de­ci­sión. In­ves­ti­ga­do­res de la Uni­ver­si­dad de Har­vard pu­bli­ca­ron en el In­ter­na­tio­nal Jour­nal of Neu­ros­cien­ce que “los zur­dos son más pro­cli­ves a al­can­zar la eli­te del te­nis”.

Las his­to­rias van y vie­nen. Ste­ve Nash ya ha­bía mos­tra­do un po­co de idea con una asis­ten­cia de ca­be­za pa­ra que Ama­re Stou­de­mi­re la en­te­rra­ra con con­tun­den­cia en una nue­va edi­ción del tor­neo de vol­ca­das. Sin em­bar­go, el Jue­go de las Es­tre­llas 2005 de la NBA to­da­vía no ha­bía vis­to lo me­jor del re­per­to­rio de Ste­ve. Un ra­to más tar­de asis­tió a su com­pa­ñe­ro de tru­cos con una au­tén­ti­ca bi­ci­cle­ta de po­tre­ro. Cla­ro, co­mo los yan­quis no en­tien­den na­da, el ga­na­dor fue Josh Smith, mien­tras que la du­pla Nash-Stou­de­mi­re fi­na­li­zó en el se­gun­do lu­gar.

Imagen Nash la rompe. En el torneo de volcadas del Juego de las Estrellas 2005, dio una asistencia tirando una bicicleta de potrero.
Nash la rompe. En el torneo de volcadas del Juego de las Estrellas 2005, dio una asistencia tirando una bicicleta de potrero.

Lo que que­dó cla­ro es que el ca­na­dien­se, MVP de la tem­po­ra­da re­gu­lar 2004-2005 y de la 2005-2006, tie­ne mu­cha idea con los pies, que lo lle­va en la san­gre. No es pa­ra me­nos: su pa­dre, John, fue fut­bo­lis­ta pro­fe­sio­nal y lle­gó a ju­gar en In­gla­te­rra y Su­dá­fri­ca, mien­tras que su her­ma­no Mar­tin su­po des­ta­car­se en el Mac­cles­field Town y en el Ches­ter City, del as­cen­so in­glés, y en la se­lec­ción de Ca­na­dá. Es más, al­gu­nas ver­sio­nes cuen­tan que el pro­pio Ste­ve fue con­vo­ca­do a la se­lec­ción ju­ve­nil de fút­bol de su país, pe­ro el ba­se ter­mi­nó por ele­gir el bás­quet. A pro­pó­si­to, Nash re­ve­la que “mi pri­me­ra pa­la­bra no fue pa­pá ni ma­má, fue gol”.

Si bien el bás­quet ga­nó la pul­sea­da, Ste­ve re­co­no­ce lo que le de­jó el de­por­te más her­mo­so del mun­do. “Quien prac­ti­có fút­bol y jue­ga bás­quet tie­ne me­jo­res fun­da­men­tos en coor­di­na­ción, ba­lan­ce y fuer­za car­dio­vas­cu­lar. Sin du­das, ayu­da.”

Co­mo pa­ra de­jar en cla­ro la in­fluen­cia del fút­bol en su vi­da, el ba­se de los Phoe­nix Suns pre­sen­ció el Mun­dial de Ale­ma­nia, se en­tre­nó con los New York Red Bulls, se di­vir­tió vien­do al Bar­ce­lo­na y pe­gó on­da con Ro­nal­din­ho. “El fút­bol fue muy im­por­tan­te en mi vi­da, ni ha­blar”.

No fal­ta en es­ta lis­ta Ema­nuel Gi­nó­bi­li, quien lle­gó a la NBA con su nom­bre en las mar­que­si­nas, lue­go de arra­sar en Eu­ro­pa con la Kin­der Bo­log­na, de Ita­lia. Lo hi­zo en 2002, en San An­to­nio Spurs, un equi­po con una es­truc­tu­ra ar­ma­da y una ri­gu­ro­sa dis­ci­pli­na tác­ti­ca im­pues­ta por su en­tre­na­dor, Gregg Po­po­vich.

Imagen Un zurdo talentoso e inteligente es Manu Ginóbili, quien pese a ya ser estrella, llegó a la NBA con el overol puesto.
Un zurdo talentoso e inteligente es Manu Ginóbili, quien pese a ya ser estrella, llegó a la NBA con el overol puesto.

¿Qué hi­zo Ma­nu? ¿Se pu­so en la es­tre­lla que era? No. En­se­gui­da ad­vir­tió que, to­da­vía, ése no era su pa­pel, que los es­te­la­res eran Tim Dun­can y Da­vid Ro­bin­son. En­ten­dió, con su sin­gu­lar in­te­li­gen­cia, que de­bía sa­car­se el frac y po­ner­se el ove­rol. Así ayu­dó al equi­po en múl­ti­ples fa­ce­tas del jue­go, pro­vo­can­do el elo­gio de su head coach: “Ma­nu ha­ce to­das las pe­que­ñas co­sas que se ne­ce­si­tan pa­ra ga­nar. Por­que, an­tes que na­da, es un ga­na­dor”.

Tan ga­na­dor co­mo to­dos es­tos ído­los del de­por­te que nos han re­ve­la­do el se­cre­to de su éxi­to.

 

TRES PARA TRIUNFAR

PAU­LO WAN­CHO­PE.

La Co­bra de­mos­tró siem­pre su ta­len­to. En 1993 dis­pu­tó, en Puer­to Ri­co, un tor­neo ju­ve­nil del cual fue go­lea­dor. Al­to y del­ga­do, apro­ve­chó su fí­si­co pa­ra ser el rom­pe­rre­des del Cen­tro­bás­ket. Sí, el ex West Ham, Man­ches­ter City y Cen­tral, en­tre otros, era hom­bre del ba­lon­ces­to, al pun­to de ha­ber ob­te­ni­do una be­ca pa­ra ir a Es­ta­dos Uni­dos. Pe­ro el sue­ño de ju­gar el Mun­dial Sub-20 de Qa­tar lo em­pu­jó al fút­bol.

 

Imagen Wanchope.
Wanchope.
 

RONALDINHO.

El talentoso jugador del Barcelona se entrena de noche y antes del amanecer, solo, en la playas de Castelldefells, según reveló su preparador físico personal, Joaquim Valdimar Goncalves García. El propio PF explicó que Dinho dedica varias horas a correr y jugar al fútbol en la arena: “Es imposible para él salir sin que lo reconozcan, por eso optamos por horarios raros, en los cuales la gente no está en la playa”.

 

Imagen Ronaldinho
Ronaldinho
 

JO­SE LUIS CHI­LA­VERT.

Si bien de­sa­rro­lló su ta­len­to pa­ra pa­tear ti­ros li­bres que­dán­do­se des­pués de las prác­ti­cas a lan­zar mi­si­les a los án­gu­los, Chi­la­vert te­nía un pun­to enor­me a su fa­vor. En rea­li­dad, era un pun­to pe­que­ño: pe­se a me­dir 1,88, el pa­ra­gua­yo ex Vé­lez usa­ba bo­ti­nes ta­lle 38, al­go que él con­si­de­ra­ba fun­da­men­tal a la ho­ra de per­fo­rar re­des con sus pre­ci­sos za­pa­ta­zos. En to­tal, me­tió 62 go­les. Así que...

 

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José Luis Félix Chilavert.
 

LA BALA DEL CAÑONERO

En una época en la cual la pelota era una auténtica bomba, el mítico delantero de Tigre y River, Bernabé Ferreyra, tenía una receta especial para que la bocha fuera todavía mucho más pesada y letal. Saque lápiz y papel y anote.

si ro­nal­din­ho es con­si­de­ra­do el me­jor ju­ga­dor del mun­do en la ac­tua­li­dad en ba­se a la ma­gia de sus fi­ru­le­tes, hay que de­cir que, en la dé­ca­da del 30, Ber­na­bé Fe­rrey­ra era el nú­me­ro uno gra­cias a la im­pre­sio­nan­te po­ten­cia de sus za­pa­ta­zos. En sus co­mien­zos en el fút­bol gran­de, acos­tum­bra­do a ju­gar des­cal­zo en Rufino, su pue­blo (y, se­gún cuen­ta la le­yen­da, a pa­tear san­días), los bo­ti­nes le sa­ca­ban am­po­llas, lo que pro­vo­có que de­bie­ran ha­cer­le un cal­za­do es­pe­cial, com­pues­to de una ca­bri­ti­lla muy fi­na, con los ta­po­nes ex­te­rio­res más al­tos que los in­te­rio­res, pa­ra lo­grar que su pie se sin­tie­ra ca­si des­nu­do.

Ade­más, has­ta la al­tu­ra del to­bi­llo, sus me­dias eran de se­da y lue­go se­guían con la te­la tí­pi­ca (él mismo hacía las costuras). Pe­se a es­tos re­cau­dos, no usa­ba pro­tec­ción (al­go así co­mo las an­te­ce­so­ras de las ca­ni­lle­ras) ni se ven­da­ba.

Lo sor­pren­den­te era que en la del­ga­dez de sus pier­nas, se es­con­die­ra se­me­jan­te po­ten­cia. Una po­ten­cia que ge­ne­ra­ba te­mor en los in­de­fen­sos ar­que­ros que de­bían en­fren­tar­lo. In­clu­so, cuen­tan que los ju­ga­do­res de cam­po ha­cían lo im­po­si­ble pa­ra es­qui­var la ba­rre­ra cuan­do el eje­cu­tan­te era el ex de­lan­te­ro de Ti­gre y Ri­ver. Mu­cho más, en tiem­pos en los que la pe­lo­ta era tan du­ra que só­lo ca­be­cear­la en la cos­tu­ra po­dría ge­ne­rar una he­ri­da. Por aque­llos años, la bo­cha era de tien­to y lle­va­ba una cá­ma­ra den­tro. Ya de gran­de, Ber­na­bé re­co­no­ció que la de­sin­fla­ba y la co­lo­ca­ba den­tro de otra, que no te­nía pi­co. Lue­go, po­nía es­tas dos cá­ma­ras en el in­te­rior del cue­ro, lo co­sía y ob­te­nía una pe­lo­ta que en las 48 ho­ras pre­vias a los par­ti­dos des­can­sa­ba en un bal­de con agua. La tar­de del en­cuen­tro, el re­sul­ta­do era una au­tén­ti­ca ba­la de ca­ñón que só­lo se en­cen­día en las pier­nas de la Fie­ra.

Imagen Pese a sus finitas piernas, el Mortero de Rufino tenía una potencia que asustaba.
Pese a sus finitas piernas, el Mortero de Rufino tenía una potencia que asustaba.

Pro­ba­ble­men­te, con las ul­tra li­via­nas bo­chas pla­ye­ras de la ac­tua­li­dad, Ber­na­bé se de­di­ca­ría a ba­jar sa­té­li­tes. Lo cier­to es que, en bue­na par­te con su pe­lo­ta es­pe­cial, a lo lar­go de su ca­rre­ra Fe­rrey­ra ano­tó 204 go­les en 195 par­ti­dos, pa­ra re­ti­rar­se con un pro­me­dio de 1,04 por par­ti­do. No por nada lo llamaban el Mortero de Rufino.

 

TRES TIROS GANADORES

WEBER Y MILINKOVIC.

Javier Weber era suplente de Sergio Goycochea en la Tercera de River, mientras que Marcos Milinkovic parecía encontrar en el básquet del club Sportivo Ballester su camino para trascender. Sin embargo, estos dos cracks pegaron el golpe de timón justo a tiempo. A Marcos lo terminó de decidir por el vóley la medalla de bronce en Seúl 88, mientras que a Javier lo había motivado el tercer puesto en el Mundial 82.

 

Imagen Weber y Milinkovic.
Weber y Milinkovic.
 

PAOLA SUAREZ.

Con un padre encargado de cuidar las canchas del Lawn Tennis de Pergamino, Paola Suárez pasó su infancia manchada de polvo ladrillo y sin dudar acerca de su futuro: “Voy a ser jugadora de tenis”. El esfuerzo y el talento completaron un combo que la llevó al número uno del ranking mundial de dobles durante varias temporadas. Junto a la española Virginia Ruano Pascual causó sensación.

 

Imagen Paola Suárez.
Paola Suárez.
 

TU­RU FLO­RES.

Os­car Flo­res era un de­fen­sor cen­tral de 17 años al que Al­fio Ba­si­le es­ta­ba a pun­to de ha­cer de­bu­tar en la Pri­me­ra de Vé­lez. “Era un blan­di­to, pu­ra téc­ni­ca”, re­cuer­da el Tu­ru. Ter­mi­na­do el ci­clo del Co­co, Héc­tor Ben­trón lo cam­bió de área. “Fue di­fí­cil a esa edad, pe­ro siem­pre me gus­tó ju­gar de de­lan­te­ro”. Una vez en el car­go, el Bam­bi­no Vei­ra lo mar­có: “Pi­be, con ese fí­si­co us­ted tie­ne que vol­tear­los a to­dos, no se asus­te.”

 

Imagen José Oscar Flores.
José Oscar Flores.
 

EL EFECTO WILLY VILAS

Cuando el tenis era puro planazo, el gran Guillermo revolucionó el circuito al implementar, tras años de estudio y observación de los referentes de su infancia, el top spin, un efecto que mantiene su vigencia en la actualidad.

Imagen Vilas no sólo popularizó el tenis en la Argentina, también cambió el deporte.
Vilas no sólo popularizó el tenis en la Argentina, también cambió el deporte.

De todoslos casos men­cio­na­dos en la no­ta, uno de los más no­ta­bles es, se­gu­ra­men­te, el de Gui­ller­mo Vi­las. No por­que sea ar­gen­ti­no, si­no por­que su se­cre­to trans­for­mó el de­por­te. ¿Pa­ra tan­to? Sí, pa­ra tan­to. Es que el Gran Willy mo­di­fi­có la for­ma de ju­gar al te­nis pa­ra siem­pre, al im­ple­men­tar el top spin, el efec­to que aho­ra se apren­de en la cuar­ta cla­se, pa­ra po­der pe­gar­le más fuer­te y bus­car los án­gu­los cor­tos de la can­cha sin man­dar­la al otro lado del mundo. An­tes de la re­vo­lu­ción del top (y del sli­ce, su opues­to) to­dos los te­nis­tas só­lo conocían y manejaban el efec­to pla­no, por lo que la pe­lo­ti­ta no po­día to­mar de­ma­sia­da ve­lo­ci­dad.

“Cuan­do te­nía 10 años –le con­tó Vi­las a El Grá­fi­co en una de sus tan­tas no­tas–, leía to­do lo que lle­ga­ba a mis ma­nos so­bre te­nis, y es­tu­dia­ba có­mo le pe­ga­ban los gran­des ju­ga­do­res: Rod La­ver, Roy Emer­son, Fran­cis­co Se­gu­ra Ca­no, Bill Til­den, to­dos ellos. Con mi pro­fe­sor, Fe­li­pe Lo­cí­ce­ro, veía­mos en Mar del Pal­ta que to­dos im­pac­ta­ban la pe­lo­ta de lle­no, muy pla­no, lo que ha­cía di­fí­cil dar­le án­gu­los muy ce­rra­dos y re­sul­ta­ba pe­li­gro­so ju­gar muy lar­go, pa­ra no ti­rar­la afue­ra. Ahí se nos ocu­rrió uti­li­zar efec­tos y así sa­lió el top, que da más se­gu­ri­dad, más con­trol, es di­fí­cil de de­vol­ver y abre los án­gu­los. Al mis­mo tiem­po que yo, Björn Borg lle­gó a la mis­ma con­clu­sión, pe­ro co­pian­do a su pa­dre, quien ju­ga­ba mu­cho al pingpong”. Increíble.

Al prin­ci­pio fue un su­ce­so, ya que era to­da una no­ve­dad y na­die sa­bía có­mo con­tra­rres­tar ese fa­tal gol­pe. Vi­las apro­ve­chó el boom y se que­dó con cuan­to tí­tu­lo pu­do (en su ca­rre­ra fue­ron 62 en to­tal, con cua­tro Grand Slams y un Mas­ters) y la com­pu­ta­do­ra lo ubi­có en el nú­me­ro dos del ran­king, aun­que ese año –1977– fue el númeroro uno in­dis­cu­ti­do. Con el tiem­po, los de­más ju­ga­do­res pri­me­ro fue­ron apren­dien­do a de­fen­der­se del top y lue­go lo em­pe­za­ron a uti­li­zar, al pun­to que hoy na­die se atre­ve a ju­gar sin esos efec­tos. Fi­nal­men­te, su se­cre­to terminó por ser uno a vo­ces, pero muy im­por­tan­te pa­ra el pro­gre­so del de­por­te del cual es un símbolo.

 

Por Carlos Irusta, O.R.O., Marcelo Orlandini y Santiago Martella  (2007)