Historia del fútbol argentino, por Juvenal. Capítulo XXI (Mundial 86, parte I)
La clasificación a México fue agónica. Un primer partido violento contra Corea, el empate contra Italia donde Diego empezó a mostrar su magia y un triunfo ante Bulgaria que aseguró el pase a octavos.
¡Mama mía, cómo sufrimos!, fue el título de EL GRAFICO, tras la angustiosa clasificación para el Mundial de México, lograda con un agónico 2 a 2 ante la Selección de Perú. Ese domingo 30 de junio de 1985 nos bastaba con lograr un punto en el césped del Monumental para sacar el pasaporte hacía el máximo torneo. Cuando a los 12 minutos Pedro Pablo Pasculli derrotó al arquero Eusebio Acasuzo, pareció que todo se simplificaba. Pero llegó un tiro libre de Cueto, surgió en el área un cabezazo de Uribe y la sorpresiva aparición de Velázquez para superar a Fillol. Iban 23 minutos y todavía nos alcanzaba; aunque lo que sucedió a los 39' ya no, y silenció a la multitud. Una brillante maniobra de Cueto fue terminada en gol por Gerónimo Barbadillo, haciendo revivir los fantasmas de la eliminación de 1969, ante el mismo adversario.
Argentina empujó con desorden en el segundo tiempo. Nos estábamos quedando afuera sin remedio, con Diego Maradona anulado por Luis Reyna, su tenaz y poco deportivo perseguidor.
Faltaban diez minutos para el final, cuando el país futbolero encontró salida a sus emociones postergadas. Burruchaga la cruzó desde el centro hacia la derecha, la pelota sobrepasó a Velázquez, Oblitas y Valdano, apareciendo por detrás de todos Passarella. Daniel la paró con el pecho, y antes del cruce de Gastulo sacó el remate fuerte, con la pierna derecha. El balón rebotó en el palo izquierdo del arco que da al Río de la Plata y comenzó un increíble recorrido sobre la línea. Chirinos y Rubén Díaz corrieron a sacarla. Ricardo Alberto Gareca (quien había reemplazado a Julián Camino), cuando los nervios se apoderaban del equipo de Bilardo, corrió para meterla. Ganó el Flaco, puso la puntita de su botín derecho y salió festejando.
El grito de gol explotó en el crepúsculo invernal de Buenos Aires como una liberación. El alarido de la multitud, los puños arriba de Passarella y Gareca, los saltos y abrazos interminables en la cancha y en la tribuna contenían todos los elementos dramáticos que estallan cuando llega el momento supremo del fútbol. En la euforia total, casi dolorosa del instante final, se mezclaba también una fuerte sensación de alivio. Para llegar a ese éxtasis tuvimos que sufrir mucho. De la angustia al goce, del drama a la gloria, pasaron apenas segundos. Los que tardó la pelota en ir del pecho al pie derecho de Passarella, de ese pie al otro palo, de ese palo al centro del arco y desde allí, impulsada por Gareca, a la red del arco peruano. La explosión del gol sepultó lo anterior, enfervorizó a todos, nos envolvió en la alegría y el festejo de ese empate que era triunfo. Así vivirnos los últimos diez minutos en un estadio que trepidaba bajo la impaciente vibración de 80.000 personas.
Llegó el pitazo final de Romualdo Arppi Filho y el desahogo definitivo. Estábamos en México, borrando el obscuro recuerdo de no haber podido participar en 1970, al cabo de la siguiente campaña en el grupo 1 de las eliminatorias sudamericanas: 3-2 y 3-0 contra Venezuela, 3-1 y 1-0 ante Colombia, y 0-1 y 2-2 con los peruanos.
Con mirada retrospectiva y sabiendo todo lo dichoso que después vivimos en tierras aztecas, cabe la reflexión: ¡Y pensar que estuvimos a punto de no ir!
Valioso, debut ante Corea
El triunfo inicial no dio para la euforia, tampoco para la decepción. Fue valioso, más allá de la condición del rival —los entusiastas y limitados coreanos—, porque la victoria resultó fácil, cómoda, limpia e inobjetable. Era fundamental alcanzarla, porque haber perdido un punto —ni que decir los dos— en el debut y ante Corea, hubiera significado poco menos que una tragedia futoblística, además de complicar seriamente nuestras perspectivas clasificatorias en el grupo A, que compartíamos, además, con Italia y Bulgaria. Fue un inicio estimulante para los principales protagonistas, los jugadores, quienes necesitaban una inyección de ánimo después de todo lo vivido durante un proceso previo que no estuvo enmarcado precisamente en la felicidad y la despreocupación.
Antes del partido, disputado en el estadio Olímpico del Distrito Federal, todos teníamos nuestras grandes dudas. Las giras previas habían generado más incógnitas que certezas, como la extraña e inesperada derrota ante la ignota Selección de Noruega, sucedida en Oslo, el 30 de abril. Como sí faltara algún detalle para desconfiar aún más, no jugaría en la presentación Daniel Alberto Passarella, líbero titular y héroe de la clasificación. El jugador de la Fiorentina de Italia presentaba un problema gastrointestinal que lo debilitó severamente.
Pero llegó el ansiado 2 de junio de 1986, y Argentina entró al campo con la confianza amasada dificultosamente en los 40 días de concentración en el club América, y estos hombres: Pumpido, Clausen, Brown, Ruggeri, Garré; Giusti, Batista, Burruchaga, Maradona; Pasculli, Valdano.
De entrada se observaron los enormes inconvenientes que tenía el juez español Victoriano Sánchez Arminio para controlar la violencia de los coreanos, que hacía centro, fundamentalmente, sobre la humanidad de Diego Armando Maradona.
Pero hubo pocas disquisiciones para hacer antes de la apertura del marcador. Corrían apenas cinco minutos, cuando Jorge Alberto Valdano conectó de derecha un centro pasado de Maradona para batir la resistencia del arquero Oh. La conquista tranquilizó a Argentina, que elevó la diferencia a los 18 minutos, en el momento de su mejor producción del partido. Diego ejecutó un tiro libre desde la izquierda, y la vigorosa aparición de Oscar Alfredo Ruggeri bastó para ganarle en el salto a Jung Yong-Hwan, y colocar el cabezazo contra el palo izquierdo del arquero coreano.
Luego, Argentina empezó a conservar físico, ejercicio muy necesario en los más de dos mil metros de altitud del Distrito Federal, complicados por el smog de la capital mexicana y la alta temperatura en las horas del mediodía en las que se realizó la presentación albiceleste. También contaban las duras entradas de los adversarios a la hora de manejarse con prudencia.
Aun así, Valdano estiró las cifras al minuto del segundo tiempo, conectando al gol un centro bajo de Maradona, quien a su vez había recibido un buen pase de Pasculli. Llegó el descuento coreano, a cargo de Park ChangSun, pero su incidencia en el cotejo fue meramente estadística.
Se había dado el primer paso, aventando fantasmas. Los grandes equipos se van armando sobre la marcha, a medida que avanzan los torneos y son mayores las exigencias. Los grupos se hacen más fuertes a partir de las victorias. En un Mundial nadie regala nada, y Argentina ya tenía los dos primeros puntos. El objetivo inicial estaba cumplido. El mismo había llegado sin euforia ni decepción, casi como una consecuencia natural de la disparidad de calidades, y aportó algo que sería primordial para la escalada triunfal del conjunto nacional: la convicción de que se estaba por buen camino y la seguridad de que a los obstáculos había que sortearlos uno por uno.
Contra Italia asoma el gran equipo
Para Italia, campeón del mundo reinante, dirigido por Enzo Bearzot, perder frente a Argentina equivalía a un verdadero desastre, dejándola al borde de la eliminación, golpeada como estaba por su sorpresivo empate en el cotejo inaugural del certamen, ante la híbrida Bulgaria.
Argentina llegaba más desahogada, liderando las posiciones del grupo. Sin embargo, y a pesar de estos antecedentes, el conjunto del doctor Bilardo fue el que llevó siempre el peso de sostener el espectáculo, que fue presenciado por 40.000 personas, que se dieron cita en el estadio Cuauhtemoc, de Puebla.
Corrían tan sólo siete minutos, cuando Jorge Burruchaga cometió una ingenua mano intencional dentro del área argentina, que derivó en la pronta sanción de la pena máxima. No se equivocó el holandés Jan Keizer en el fallo, como no lo hizo Alessandro Altobelli en la ejecución, fuerte y a la derecha de Pumpido, para colocar un resultado ciertamente preocupante ante los reyes del cerrojo. Pero Argentina no se enloqueció; buscó los caminos con serenidad, sostenido desde el fondo por la mejor figura de la cancha: Oscar Alfredo Ruggeri. Bilardo había realizado dos modificaciones con respecto al conjunto del debut, incluyendo a Cuciuffo por Clausen y a Borghi por Pasculli.
El incesante martilleo argentino tuvo su justo premio a los 33 minutos, cuando Maradona empalmó estupendamente de aire un exacto pase de Valdano, para cambiarle el palo al arquero italiano Giovanni Galli y establecer la igualdad definitiva.
Lo que siguió fue una excelente demostración de Argentina. Contra muchos factores que parecían invitar al pesimismo. La experiencia del rival, su título conseguido en España '82, los buenos jugadores que lo componían, su inclinación al cálculo ejecutado a muerte y sin rubores, el famoso contraataque, la persecución asfixiante, los antecedentes desfavorables en Mundiales, donde jamás nos habíamos impuesto a los azzurros.
Contra todo eso jugó Argentina el partido del reencuentro con su verdadera esencia colectiva. Contra el gol de madrugada y la desazón posible. Jugó y ganó, más allá del mentiroso empate que quedó en las planillas. Fue mejor que el campeón del mundo en los tres resultados del transcurso —empatando, perdiendo, volviendo a empatar—, para terminar redondeando una imagen optimista y generosa. Tuvo a Ruggeri, el mejor defensor de la cancha. Tuvo a Maradona, el mejor delantero. Y más llegada que Italia. Fue el único de los dos que siempre pensó en ganar, aun cuando el esfuerzo y el resultado de mutua conveniencia sugerían la especulación.
Hasta los mismos mexicanos, inicialmente volcados a favor de Italia, terminaron reconociendo que había un solo conjunto con reales deseos de devolverles espectáculo a cambio de su dinero: Argentina.
Con Bulgaria se hizo fácil
Bilardo confirmó el mismo cuadro que tan buen trabajo había cumplido ante Italia, para el cotejo de cierre del grupo, contra Bulgaria, en el estadio Olímpico, el martes 10 de junio. A pesar de esa ratificación de confianza, la baja forma de Claudio Daniel Borghi le permitió al entrenador realizar un cambio que elevaría sustancialmente el rendimiento conjunto de allí en más. Ingresó por el Bichi en el inicio del segundo tiempo y se quedó hasta el final del certamen, aportándole al equipo dinámica y fútbol, casi por partes iguales, Héctor Adolfo Enrique, quien con su incesante despliegue, permitió la total liberación de Diego Armando Maradona.
Los búlgaros no fueron rivales de peligro en ningún pasaje del discreto partido. Parecieron entregados desde el comienzo, cosa extraña teniendo en cuenta que un eventual triunfo los clasificaba automáticamente, eliminando a nuestra representación. Al mismo tiempo, en Puebla, Italia daba cuenta de Corea por 3 a 2, abriendo esa chance que los jugadores de Bulgaria no supieron aprovechar.
A Argentina se le ofrecía el camino de la espera, ya que un empate lo catapultaba de igual forma hacia los octavos de final. Pero allí afloró la grandeza de miras de los hombres de Bilardo. Querían el primer puesto de la zona a toda costa. Se sentían los mejores y estaban dispuestos a refrendarlo sobre el terreno.
Y empezaron bien pronto con esa demostración de fuerza, porque Jorge Valdano, a los tres minutos de juego, ya había vencido con un cabezazo a Mihailov, el arquero búlgaro. Allí se produjo un cambio en los ritmos y en los tiempos del cuadro albiceleste. Menos movilidad, menos aceleración, más prudencia. A pesar de esa regulación del esfuerzo, se ganó bien, claro.
Sin problemas atrás —Pumpido no atajó ningún remate durante los 90 minutos—, sin problemas en el medio —el principal pareció ser el terreno resbaladizo— y con la facilidad adicional de que Sadkov fue el perseguidor más benigno que debe haber tenido Maradona en toda su carrera. Lo dejaba recibir y darse vuelta, lo que es peligroso ante cualquier delantero y directamente letal contra Diego.
Bilardo reencontró en este partido a otro de los hombres que se proyectarían como claves en su estructura. Jorge Luis Burruchaga; tras un par de partidos iniciales que lo tuvieron alejado de su nivel, empezó a levantar, con el acicate espiritual que le significó haberle dado cifras definitivas a la victoria por 2 a 0, al aprovechar con un justo cabezazo un centro de Maradona.
Por Juvenal (1990).