1967. Un ilustre retiro
Ernesto Grillo ponía final a su carrera deportiva y El Gráfico lo despedía. La gloria de Independiente de la década del 50 también jugó en el Milan y en Boca donde fue campeón tres veces.
Final. Palabra cruel en la vida del jugador. Vuelta de llave que transforma de un golpe actualidad en ayer, vigencia en recuerdo... Desconsuelo de imaginar un domingo vacío, sin tribunas apretadas, sin sol en la sangre, sin gol en la boca... Marcha lenta hacia el adiós, desazón de sentirse apenas un punto que se pierde en un crepúsculo de olvido hasta no ser nada más que una cita en la página de un cronista de pasado...
Y por fin le tocó al Viejo. Sólo que el Viejo se va corriendo. Se va con el torso dilatado, con los pulmones repletos de oxígeno, se va como un acto de rebeldía, cansado de sentirse joven, cansado de sentirse fuerte. Como avergonzado de ver pasar a su lado tantos jovencitos y seguir vigente, interminable, eterno... "Este Viejo es un fenómeno" —dicen los pibes—. "No se termina nunca". Es que dentro de esa musculatura de gladiador, en esta estructura de hierro, se esconde la Juvencia mágica de su fuego sagrado, de su temperamento ganador. Se mantiene la llama de su generosidad, para quererlas y pedirlas todas. El convencimiento de que los 90 minutos son para correrlos, que no hay rival que intimide, que no hay pelota que no se alcance; que no hay nunca un partido perdido. Por eso en la despedida del Viejo la cuota de desconsuelo se disipa. La expulsa el mismo Ernesto porque se despide pleno, total, entero. Y entonces su retiro se torna ilustre, porque es el retiro de un hombre que derrotó al tiempo, que se hizo símbolo, ejemplo. De un hombre que se hizo Viejo sin sienes grises, que llegó a ser Viejo en la respetuosa dimensión del bautismo. Viejo por nobleza. Viejo por Vizcacha, Viejo por su mensaje de hombre que sabe hablar con los más jóvenes, que sabe quién necesita su tutela espiritual, que adivina quién está más desarmado para la lucha.
Apenas unas palabras, apenas ese laconismo austero del solitario. El silencioso que comparte una rueda sin prevalecer en la opinión. Sin provocar le discusión. Intimidando con una máscara de dureza que sólo era máscara. Que se ablandaba a la primera sensación, emotiva. Su amistad con el Bete, extraña amistad que se estrechaba con horas y horas de silencio incomprensible, con la Compañía interminable de su cigarrillo. ¿De qué hablaban?
De nada. Apenas monosílabos. Algunas palabras sueltas. Así lo vimos sentado en el jardín de su elegante casa de Villa Dominico. Lejano, En el placer de su hermetismo solitario. ¿Qué hace Ernesto? "Nada. Me quedo aquí..." Solidario socio de un grupo donde se imponía capitalizando admiración, afecto, con la extraña elocuencia de su silencio enigmático, de sus actitudes siempre vestidas de rectitud, enfrentando las situaciones, aclarando la intriga, defendiendo al más débil, brindándole su tutela al que la necesitaba...
Extraño personaje este Ernesto. De aquel díscolo chiquiIín de la calle Coronel Salvadores, allá en la Boca, amasado en el código de una calle que sólo admitía prepotencia, y rebeldía, quedó este patriarca gigante como esos ateos que en el tiempo reniegan de su descreimiento y se refugian en los claustros...
¿Quién puede admitir a este Grillo después de su leyenda? ¿Después de su irascibilidad, de su indisciplina en Independiente, de sus actitudes violentas y bruscas? Quizá Italia obró el desconcertante milagro. Quizá fue aquella vida distinta qué barnizó su patio de la infancia, la calle dura de sus años de chiquilín, quizá todas esas nuevas sensaciones que fortalecieron espiritualmente su musculatura de gigante, sus convicciones de hombre en la imagen más perfecta del vocablo.
El crack que se fue, en el 57, en increíble dribbleador, el virtuoso enfermo de potrero, el inaccesible personalista que sólo quería la pelota para proponerse la gran hazaña de la jugada imprevista, el autor del gol de aquella tarde del 53 en River, que provocó una gran polémica crítica en Inglaterra, volvió con la equilibrada mansedumbre de los justos. No perdió su rebeldía ingénita. Pero la fue domesticando con la vida. Aprendió a usarla, permitiéndole que aflorara nada más que para hacer "didáctica" entre los que recién empiezan, entre quienes se asoman a la vida desarmados, sólo propietarios de un bullicio irresponsable. "¿Sabe lo que es el Viejo?" —confiesa la admiración de Gonzalito—. El tipo más extraordinario que conocí en mi vida. Y lo repite Cacho Silveira. Y lo admite la seriedad improstituible de Silvero... Y la ecuanimidad de Adolfo, que lo quiere su ayudante, y la opinión de todos.
Por eso esta despedida que postergó hace un año no tendrá la lapidaria crueldad de un final. Sólo dejará la pena de una nostalgia, pero se va pleno de Boca Juniors, en la exuberante generosidad de sus 37 años jóvenes, más jóvenes que aquellos veinte de su debut en primera frente a Platense con la casaca de Independiente. Más jóvenes que cuando pensaba como joven, cuando su genio agreste, su indiscutible genio, se refugiaba en su "divismo" de gambeteador fulminante, violento y definidor. Jugador excepcional enfermo de los males de entonces. Rebelde enfermo de los males de entonces. Genial artífice de la maniobra inesperada, de la picardía instintiva, que la tribuna cambiaba por sus ausencias prolongadas como el artista que sólo se digna conceder su exquisita creación muy espaciadamente...
Pero en su trayectoria en Independiente y en la selección quedará su estatura de jugador excepcional. Con la casaca argentina fue a Madrid en 1952 integrando el equipo que derrotó a la selección española por 1-0. Siguió el triunfo frente a Portugal por 3-1. Campeón sudamericano en Chile en 1955. Aunque la historia lo escamoteó todo con el imborrable recuerdo de aquella actuación frente a los ingleses en River. La tarde de su gol legendario, que sólo necesitaba la bisectriz del científico para admitir la precisión de su zurdazo oblicuo que llegó a la red a pesar de todos los obstáculos técnicos.
Después de su gran éxito en el Milan desde 1957 al 60, Boca le dio la gran oportunidad de prolongar un ocaso que sólo se consume ahora, después de siete años de sorprendente vigencia. Campeón en 1962, campeón en 1964 y en 1965;
¡Hasta siempre, Ernesto! Lo suyo no es adiós. Su retiro no tiene final. Es apenas un telón lento, muy lento que prolongará su presencia para toda la platea, para que su inclinación de cabeza se eternice, tal como se eternizó en las canchas de antes y de ahora. En América y en Europa. En la crónica de antes y en la de ahora... En una crónica que nunca será pasado, que nunca será una cita perdida entre las páginas del tiempo...
El telón no baja, Ernesto... Siga, siga inclinado, saludando. En la platea todavía se escuchan aplausos...
Por O. A.