Las Entrevistas de El Gráfico

Horacio Convertini, un escritor de corazón azulgrana

Fanático de San Lorenzo, Horacio Convertini hace un sentido y nostálgico repaso de sus sentimientos y vivencias con el club de sus amores. El fútbol suele ser un ingrediente recurrente en sus textos, que ya merecieron varios premios nacionales e internacionales.

Por Redacción EG ·

18 de diciembre de 2015
Imagen El último libro de Convertini, Aguante, contiene 13 relatos.
El último libro de Convertini, Aguante, contiene 13 relatos.
-Tanto en las historias como en los personajes de tus novelas suele haber fútbol. ¿Por qué?
-El fútbol es un escenario reconocible, universal, que tiene la enorme capacidad de catalizar sentimientos, situaciones, dramas y conflictos de una manera que hace que los puedas ver con nitidez. Me gusta el fútbol como escenario, pero no cómo lo único que se cuenta en un texto. El fútbol es el decorado, e incluso puede ser un actor, pero lo que se cuenta es otra cosa. El fútbol es una excusa para contar. En él aparecen el heroísmo, la traición, la corrupción, el amor absurdo, insensato. El fútbol es la olla en la que se cocinan esos elementos. Por eso me atrae utilizarlo, no en todos los textos pero sí en algunos. Además soy hincha del fútbol, me gusta verlo, me gusta ir a la cancha, conversar de fútbol. De alguna manera, estoy atravesado por el fútbol. ¿Por qué debería dejarlo afuera de lo que escribo?

-¿Cuesta mecharlo en aquellas historias que no son futboleras?
-No, al contrario. Me facilita las cosas. Algunos de mis primeros cuentos tenían que ver con el fútbol. Mi primera novela, El refuerzo, es futbolera. El Tanque Millán es un delantero que no pudo llegar a Primera pero no renuncia al sueño del fútbol y entonces juega seis meses en un país del Caribe y después en Africa. Siempre con la ilusión de aterrizar en un lugar más o menos digno. De lo que se habla en realidad es de los sueños sin resolver. De esos sueños que son tan inalcanzables que te terminan aplastando. Aparece el fútbol en La leyenda de los invencibles y en El misterio de los mutilados. Y aparece en mi nuevo libro de cuentos, Aguante. Es un ambiente en el que me siento cómodo. No me sentiría tan cómodo contando mis historias en el ambiente de la economía, del arte o de la marina.

-Tus historias tienen melancolía y barrio. ¿Eso es el fútbol, también?
-El fútbol no se aprende ni se siente de grande. Me sorprende cuando aparece algún mediático o modelo que dice “yo ahora soy hincha de Boca” y se pone la camiseta y va a ver a la Selección. Esas cosas se sienten y se aprenden de chico y están relacionadas con los afectos. Esa relación con tu origen dispara necesariamente la melancolía y la nostalgia. Nunca más seré ese chico de 8 años que fue por primera vez a la cancha a ver a San Lorenzo, en el Viejo Gasómetro, contra Platense, en un partido que empatamos 2 a 2. Pero el recuerdo de ese chico que fui queda para siempre. No soy nostálgico respecto del fútbol. Pero siento que está vinculado a mi adolescencia y lo que uno extraña no es tanto el fútbol, sino la adolescencia. Incluso, eran épocas de ir a ver segundos tiempos de partidos en los que no jugaba mi equipo. Tenía amigos de Huracán, que vivían en la otra cuadra de casa. Pibes divinos que me cargaban pero que me habían dado un carnet de socio cuando uno de ellos pasó de categoría Infantil a Cadete. A ese carnet le ponía mi foto y su cuota vieja y podía entrar a la cancha gratis a ver a Huracán.

-¿Qué recordás de ese primer partido que fuiste a ver?
-Que era la época de Los Matadores. Que me llevó mi papá a una platea baja que tenía el Viejo Gasómetro, debajo de la tribuna visitante, donde iban los locales. Mi viejo era hincha de Boca y mi mamá de River. Yo, caprichosamente, salí de San Lorenzo.

-¿Por?
-Entiendo que en el 68 San Lorenzo salió campeón con Los Matadores y me impactaba ese apodo, además de la casaca abotonada. Tener un 9 al que le decían Lobo, como a Fischer, era maravilloso. Por otro lado, a Buttice le decían Batman. Para un pibe de 7 u 8 años esa era una combinación muy atractiva. Además, un par de chicos de la cuadra, que jugaban bien al fútbol, eran de San Lorenzo. También se daba que yo era de Pompeya y me quedaba cerca la cancha, que además era muy linda. Recuerdo que en esa época mis primos Mirta y José me regalaron para un cumpleaños la camiseta con el 9 blanco de cuero cosido en la espalda. Muchos años después encontré un cuaderno de la primaria, creo que de tercer grado, en el que dibujé una escena de un gol de San Lorenzo hecho por Doval. Me llamó la atención porque no recordaba haberlo visto jugar en su época de gloria. Sí en el 79, ya baqueteado y una sombra de lo que había sido.

-¿Sufriste las cargadas por la falta de títulos internacionales?
-Ese es un mito moderno. Porque hasta mediados de los 80 la importancia del título internacional era relativa. Que los de Independiente se florearan diciendo que eran el Rey de Copas no movía el amperímetro de la discusión en un bar. Las discusiones se daban por los resultados, por si te tenían de hijo o no. Fijate que Boca ganó su primera Libertadores en el 77 y River en el 86. La idea de que sin títulos internacionales no existís aparece recién con esa transformación del fútbol en un enorme espectáculo audiovisual que encaja con los negocios del fin de siglo. Yo lo empecé a vivir como una tortura después, de grande. De chico no me importaba, aunque me hubiese gustado ganar títulos internacionales. Después, sobre todo para el hincha de San Lorenzo, se empezó a transformar en un estigma. Hoy se agregaron las copas en el bordado de las camisetas de manera ridícula: como la Master y otras que no son importantes pero a las que se les quiere dar el mismo valor que a un título local. ¡No jodamos! Se explota que ver a tu equipo en una cancha de Miami con césped sintético ante otro centroamericano es más importante que ganarle a Huracán.

-¿Cuál fue el mejor momento que viviste por San Lorenzo?
-Cuando ganamos la Mercosur. Más, incluso, que con la Libertadores. Porque la Libertadores, por cómo veníamos, era algo posible. Fui a la cancha a ver algo posible. Pero cuando San Lorenzo jugó la final de la Mercosur, el mundo parecía conspirar contra eso. El partido definitivo, contra Flamengo, se iba a jugar el día que cayó De la Rúa. Llegamos a la final con la pequeña ventaja de haber empatado 0 a 0 en Río de Janeiro, en un partido complicadísimo, con una gran actuación de Saja. Ya había sacado las entradas en la Galería Florida tras hacer una cola enorme. Ese miércoles, cuando salí del laburo y llegué a casa a buscar a mi hijo para irnos juntos, salió mi vecino Mario, también cuervo, y me dijo que se suspendía. Que había estado de sitio. “¿Jugamos un Mundial bajo estado de sitio y no vamos a jugar la final de la Mercosur?”, le contesté. Entré a casa, me puse la camiseta y fuimos a la cancha. El partido era a las 21 y llegamos a las 17. No aguantaba más la ansiedad. Al llegar vimos que mucha gente volvía. “Se suspendió”, decían. No lo podía creer. Racing jugó por el torneo local como excepción, pero nuestro partido se reprogramó para enero, para cuando Romeo se fue a Alemania. En la final, nos embocaron un gol de entrada, empatamos y en la definición erramos dos penales. Saja fue figura. Todo terrible. Después, en la definición de gol contra gol, la gente creyó que cuando Saja atajó un penal se terminó, entonces invadió la cancha faltando un penal y hubo que desalojar. ¡Recuerdo a Capria corriendo diez minutos para mantenerse en calor y patear un penal! La historia de San Lorenzo estaba en ese penal. Ese dramatismo no lo tuvo la Copa Libertadores. Si tengo que contar el cuento de un drama que termina en gloria, es ése. Fue muy movilizante. Mi hijo se puso a llorar no cuando ganamos, sino cuando erramos los penales. El es de la generación de los marcados por ausencia de copas. Nació en el 87, creció con todos diciéndole Club Atlético Sin Libertadores de América. Esa noche, lo único que hacía yo era cerrar los ojos.

Imagen Un tesoro de su pasión cuerva: un recipiente en el que guarda pasto de la cancha de Central, recogido el día del título de 1995.
Un tesoro de su pasión cuerva: un recipiente en el que guarda pasto de la cancha de Central, recogido el día del título de 1995.
-¿Por qué vas a la cancha?
-Porque es muy motivante. Es maravilloso. Es encontrarte en un lugar de unión afectiva. Es como ir a la iglesia, si fuera católico. ¿Viste cuando ves a los Simpson ir a lo del pastor, todos empilchados, con Lisa que deja de ser Lisa, Homero deja de ser Homero y todos quedan bajo el embrujo del Pastor Alegría? Esto es lo mismo. Todos estamos focalizados en una sola cosa: que gane San Lorenzo.

-¿Tu grado de fanatismo aumentó o disminuyó?
-A veces pienso que me fui fanatizando con los años. La madurez, en vez de darme distancia y frialdad frente a un hecho que es sólo un partido de fútbol entre profesionales que ganan dinero por patear una pelota, y que hoy patean con la camiseta de San Lorenzo y mañana con la roja de Independiente o la celeste y blanca de Racing, agrandó mi fanatismo. No sé por qué. Eso no habla bien de mí. Me transformé en una persona cabulera, capaz de adjudicarme las derrotas. En el campeonato del 2001 dejé de ir después de perder con Boca pensando que era yo. Volví en un partido contra Unión, que ganamos.

-¿Qué recordás del tan esperado título del 95?
-Me acuerdo de ver en Fútbol de Primera la arenga del Bambino Veira tipo Mel Gibson en Corazón Valiente y llamar a unos amigos y decirles “tenemos que ir a Rosario”. Trabajaba en una revista que se llamaba Teleclic: mi jefa me pidió que fuera a la cancha porque se enteró de que viajaba Marcelo Tinelli. Pero yo quería ir como hincha y no a trabajar. Al final arreglamos que iba con mis amigos en un coche de la editorial. Salimos a las 6 de la mañana: en la Panamericana se veía un auto tras otro con la bandera de San Lorenzo. Había un sol extraordinario y hacía mucho frío. A mi amigo Roberto le dije: “Con este sol no podemos perder”. En Rosario nos esperaban los hinchas de Central con banderas. Vi ese partido en la cabina de radio de una FM local. Cuando hizo el gol el Gallego González, gritamos como desesperados. Terminó el partido y saltamos a la cancha, grité, vi a Tinelli de lejos. Aún tengo el pasto de Arroyito guardado dentro de un tubito fotográfico de entonces. Está etiquetado: “San Lorenzo campeón 1995”.

-Hablamos de momentos lindos. Ahora pasemos a los otros. ¿Qué recordás del descenso?
-Lo tengo muy presente. Nos habíamos salvado el año anterior, en el 80, en el final. San Lorenzo tenía un equipo muy malo, en el que Tomate Pena era la figura. También estaban Collavini y Mario Rizzi. El Tomate se lesionó y estaba en duda para un partido trascendental contra Tigre. Fuimos a la cancha con mis amigos y lo anunciaron. Cuando apareció, rengueaba. No me lo olvido más. Hizo un gol de cabeza, ganamos 3 a 0 y nos salvamos. Ese verano, el Tomate se murió: se estaba recuperando de esa lesión, tenía la pierna en agua y sal y cuando quiso cambiar el canal de televisión, al tocar la perilla se electrocutó. Murió a causa de esa lesión. Me acuerdo de enterarme de la noticia por la tapa de la sexta de Crónica. No lo podía creer. Ese fue el principio del fin. Se armó un equipo nuevo, con refuerzos que en principio entusiasmaban: Capurro, Suñé, que estaba veterano, Larrosa, que en el 78 había sido campeón del mundo con la Selección, y el Gringo Scotta, que venía de ser figura en Sevilla, donde aún lo adoran. Scotta había sido mi ídolo. Pensé que nos iba a ir bien, pero fue un desastre. Estaba todo alineado para que saliera mal. Creo que no hubo club que haya estado tan marcado por la desgracia como San Lorenzo. Scotta no jugó la última fecha, en Ferro, contra Argentinos, al que le llevábamos un punto y con sólo empatar nos alcanzaba para salvarnos. Pero se alinearon los planetas una vez más: Delgado erró un penal, Salinas acertó el suyo y nos fuimos a la B. Me acuerdo de que lloraba en la cancha. Recuerdo que volvía por Avellaneda hacia Acoyte y vi un Falcon rojo con mis amigos de Huracán adentro, esperándome sin decir nada pero paladeando mi dolor. Llegué a casa y en la cuadra, donde había una empresa de transporte, en la que todos eran de Huracán, me esperaron con un bombo y me cantaron una serenata. Fue el 15 de agosto de 1981. Esa noche fui a ver la pelea entre Sergio Víctor Palma y Ricardo Cardona en el Luna Park. Fue una época terrible.

-¿Cómo fue seguir al equipo de tus amores en la B?
-El de la B fue un año maravilloso. A mis amigos de Independiente les decía que la B no está nada mal. Para mí fue algo extraordinario. Un gran renacimiento del club. Fue un año de restañar heridas, se volvió a unir la gente, se reivindicó aún en la derrota el orgullo sanlorencista. Recuerdo a la hinchada cantando “... Te vamos a seguir / a dónde quieras ir / Ciclón, Ciclón…” (Convertini entona la canción tribuneramente). La B fue encontrar el orgullo metiendo la mano en el barro: “Somos nosotros. Los que nos fuimos a la B. ¿Y qué?”. Lo que aprendí, y lo olvido frecuentemente, es que el amor va más allá del resultado. Después me enoja una derrota. Pero en ese momento, en el que no te queda nada salvo el amor por el club, eso te saca adelante.

-¿Y la pérdida del Viejo Gasómetro?
-Fui al último partido, contra Boca, en el Nacional del 79. Salimos 0 a 0 y Hugo Coscia erró un penal. Todos fuimos sabiendo que era el último partido ahí. Nadie vio lo que iba a significar eso. Sabíamos que el Viejo Gasómetro no se volvería a abrir, pero no había nostalgia en ese momento. La gran cargada era por el estadio de madera y no por la falta de la Libertadores. La idea era irnos de ahí y construir una cancha de cemento en la Ciudad Deportiva y entonces se iba a terminar esa gastada del estadio de madera. Nunca medimos la trascendencia de esa pérdida y hasta que volvimos a ser campeones pasaron 16 años. Peregrinamos por canchas ajenas, sentimos la falta de pertenencia, no podíamos hacer valer la condición de local, padecimos una gran pérdida social porque el club como motor de una actividad que iba más allá del fútbol desaparecía. La gente no iba a la Ciudad Deportiva. Eso fue como una bomba neutrónica: todo seguía en pie pero nos habíamos empezado a morir con esa pérdida.

-¿Qué te dolió más: el descenso o la pérdida del Viejo Gasómetro?
-La pérdida de la categoría, porque con lo de la cancha estábamos como adormecidos. A mis 20 años no estaba en condiciones de ver más allá. No estaba fea la idea de que nos indemnizaran e hiciéramos una cancha de cemento.

Imagen Compró su metro cuadrado para volver a Boedo y donó regalías de un libro.
Compró su metro cuadrado para volver a Boedo y donó regalías de un libro.
-¿Te gusta la idea del regreso a Boedo?
-Sí. Ya compré mi metro cuadrado. Además, participé de la antología Cuentos Cuervos, cuyos derechos de autor van para comprar metros cuadrados para los terrenos. De hecho, acabamos de comprar siete. Cuentos Cuervos es uno de los libros futboleros más vendidos del año según las principales cadenas de librerías. Los escritores que participamos donamos nuestras regalías al Fideicomiso. A la vez pienso: “¿vamos a dejar el Nuevo Gasómetro, que nos dio una Libertadores, una Mercosur, una Sudamericana y tres títulos locales?”. No estoy tan seguro de que esté bueno. Pero hay que volver a Boedo. Si es un error, lo sabremos con el tiempo. No le temo a la nostalgia del Nuevo Gasómetro, donde creo que habría que hacer una especie de ritual colectivo de agradecimiento. Ese estadio nos devolvió el orgullo de volver a tener una cancha, y que sea de cemento, y que permite ver bien desde todos lados. Que es  moderna. Que nos dio títulos. ¿Qué más se le puede pedir a una cancha?

-¿Cómo vivís el presente de San Lorenzo?
-Es el mejor momento institucional de la historia. O al menos de la historia que recuerdo. Voté por Tinelli y Lammens, que ordenaron las cuentas, le dieron seriedad al club, previsibilidad. Eso que lo agarraron mal.

-¿Quién es tu ídolo?
-En mi adolescencia, el Gringo Scotta. Fue muy importante en los 70 y también para sostener a San Lorenzo en el declive, cuando descendió. Era el jugador providencial. El que podía dar vuelta un resultado de una patada. Era fuerza, velocidad y una patada de burro. Me encantan esos jugadores que fuerzan sus limitaciones hasta transformarse en indispensables. Como Palermo, que me hubiese gustado que jugara en San Lorenzo. De la última etapa, Bernardo Romeo, un goleador noble, del que uno sabe que puede hacer un gol épico cuando nadie lo espera. Hoy, Torrico y Buffarini.

-¿Qué es San Lorenzo para vos?
-Es una parte de mi infancia y adolescencia. Un lugar de encuentro con mis hijos (Daniel, 28 años; Franco, 16) y con mis amigos. Una forma de reconocerme ante otros. Es una pasión que me transforma en una persona insensata, irracional, que saca lo peor de mí. Que me mantiene en vilo y me hace sufrir mucho.

-¿Huracán?
-Para el yo racional es el cuadro de muchos de mis mejores amigos. El cuadro al que fui a ver unas cuantas veces. Es un club al que fui a bailar y al que le tengo distancia y hasta cariño. El yo irracional en un momento lo odiaba. Sufrí mucho las cargadas cuando descendimos, porque además eran personalizadas, de gente que iba a cargar a un pibe de 18 años. Y festejé como loco cuando descendieron ante Deportivo Italiano. Pero cuando Huracán entró en un declive parecido al de San Lorenzo y a descender recurrentemente y pasaba más tiempo en la B que en la A, empecé a querer que subiera. Hinché por Huracán cuando jugó contra Vélez en el campeonato de Cappa. Quería que ganara. Deseaba que mis amigos estuvieran alegres. Además estoy convencido de que San Lorenzo necesita un Huracán fuerte. Si Huracán crece futbolísticamente, el clásico tendrá una resonancia como la que tenía hace cuarenta años. Quiero tener como clásico a un rival fuerte.

-¿Hay una forma de ser “sanlorencista”?
-No existe eso. Todos los hinchas son iguales. Nos solemos engañar diciendo que no hay mejor forma de sentir los colores del club que como sentimos el nuestro. Todos ejercemos el patrimonio absoluto de la pasión: el hincha de San Lorenzo, el de Independiente, el de Racing, el de River y el de Boca. Funcionamos de la misma manera, con el mismo grado de locura, de amor, de entrega, de mezquindad. Lo que sí tiene el de San Lorenzo es una mayor tolerancia al dolor. De los grandes argentinos, es el que más ha sufrido. El de San Lorenzo es como esos boxeadores que recibieron muchas piñas y saben qué es que les rompan las cejas, perder por nocaut, que los sienten de culo. Pero que se van a levantar una y otra vez para seguir buscando la pelea.

Periodista en El Gráfico
El ahora escritor Horacio Convertini dio sus primeros pasos en el periodismo trabajando en El Gráfico. Fue en 1983 y lo recuerda así: “Fui a una entrevista laboral en la calle Azopardo, donde estaba la vieja redacción. Me había puesto el único traje que tenía. Al final quedé y mi función era ir de lunes a viernes, durante tres o cuatro meses, a clasificar fotos. En esa época se sacaban toneladas de rollos de fotos, me daban las tiras de las diapositivas y como El Gráfico tenía el archivo más extraordinario del deporte que uno pueda imaginarse, yo las archivaba. Una por una. Por ejemplo: ‘Rubens Navarro, San Lorenzo, 1983. San Lorenzo 3 - Atlanta 0’. Y lo enviaba al archivo. Pasaba 8 o 9 horas por día haciendo eso. Pero yo quería escribir”.

Al final llegó su oportunidad de publicar un texto. “En el invierno hubo una epidemia de gripe y faltaba gente. El único que quedaba era yo y me mandaron a cubrir Temperley - Unión. Había que hacer unas 10 líneas, firmadas, para la síntesis. Me agarraron (Ernesto) Cherquis Bialo y (Héctor Vega) Onesime. Me hablaron como si fuese a cubrir la guerra de Vietnam. Me explicaron lo que era la responsabilidad de trabajar y firmar en El Gráfico. Cómo debía comportarme, cómo calificar a cada jugador. Casi que me decían ‘andá a defender el orgullo de la editorial’”.

Convertini recuerda que ese partido terminó 1 a 1 y que Hugo Lacava Schell, de Temperley, fue la figura. “Cuando volví al Círculo de Periodistas Deportivos, donde estudiaba, todos me saludaban como si hubiese recibido el Pulitzer”. Al poco tiempo se integró a la redacción de Diario Popular. Hoy es Editor Jefe de la Revista Viva, del diario Clarín.

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El escritor
“Soy el Buffarini de las letras: a veces puedo acertar un buen centro, pero la banda derecha te la voy a cubrir seguro”, se define Horacio Convertini (1961), en humorístico tono futbolero, en cuanto a escritor. Al cierre de esta edición acababa de publicar su último libro, Aguante (editorial No tan Püan), compuesto por trece relatos. El primero de ellos es el que da título al trabajo. Todos sus libros son recomendables. Aunque no siempre aparece el fútbol como tema central o, como le dice a esta revista, como disparador de otras temáticas. Los amigos, el barrio, los amores perdidos, la infancia y la melancolía suelen ser moneda corriente en sus novelas y relatos cortos.

Este año, Convertini ha publicado cuatro libros: El robo de la máscara sagrada, La orquídea de plata, la genial novela New Pompei y el reciente Aguante.

Sus otros títulos son El último milagro (novela, 2013. Ganadora del Concurso Extremo Negro-BAN!), La soledad del mal (novela, 2012. Premio Internacional de Novela Negra y Policial Azabache y del Memorial Silverio Cañada 2013 de la Semana Negra de Gijón, España), El refuerzo (novela, 2008), Los que están afuera -y otros cuentos infelices- (cuentos, 2008. Premio Fondo Nacional de las Artes), El misterio de los mutilados, Terror en Diablo Perdido, La noche que salvé al Universo y La leyenda de los Invencibles.

Por Alejandro Duchini / Fotos: Emiliano Lasalvia

Nota publicada en la edición de noviembre de 2015 de El Gráfico