1999. El hombre que le escapó a la muerte
Eduardo García Velazco, junto a su hermano, logró salvarse de la tragedia del avión de LAPA que se estrelló en la costanera. Los recuerdos del horror de quien era integrante del equipo argentino de Windsurf.
Hay un instante. Sólo uno. Fugaz, inasible. Un instante de calma. Después, el dolor pasa, cede. El miedo no desaparece, pero se apacigua, retrocede. Y entonces, cuando la certeza absoluta sobre la proximidad de la muerte se desdibuja y, como contrapartida, la posibilidad de sobrevivir comienza a crecer, aparecen las corridas, la desesperación, el llanto... Cada uno se aferra a la vida, sabe que es posible. Pero en ese instante previo, ése en el que una persona sabe que va a morir irremediablemente, no sufre los espasmos propios de quien cree que todavía hay una salida. Son pocos los que conocen ese instante y cargan con él por el resto de su vida.
Eduardo García Velazco está intentando organizar los recuerdos. Quizá, quién sabe, necesita borrar cuanto antes algunas imágenes de su mente. Es uno de los sobrevivientes de la tragedia del vuelo 3142 de LAPA que no logró despegar y se estrelló en la noche del martes 31 de agosto en la Costanera Norte, entre el arco de ingreso al complejo Punta Carrasco y los límites de la cancha de la Asociación Argentina de Golf. Todavía no está confirmado el número de víctimas fatales, pero no bajará de 80. Todavía hay personas que ni siquiera pueden comenzar el duelo y siguen cargando con el sufrimiento que produce no saber nada de sus familiares. Todavía no se sabe qué fue lo que ocurrió, qué produjo que ese Boeing 737 que se había demorado unos minutos y que era esperado en Córdoba no pudiera despegar. Todavía hay mil, un millón de incógnitas. Pero es probable que muchas de ellas nunca tengan respuesta.
Eduardo García Velazco lo sabe. Odia pensar en eso. Odia sentir que los responsables no tendrán su castigo, que los familiares de las víctimas no podrán, al menos –aunque más no sea–, contar con una respuesta. Por esa razón, y sólo por esa –la de contribuir con su testimonio para luchar contra el olvido–, está decidido a contar su historia. La historia del día en que salvó su vida, pero vio morir a muchos. “En varios medios dijeron que yo les conté cómo me salvé y es mentira. Nunca hablé con nadie. Sólo lo hice con TN para que mi mamá me viera y se quedara tranquila de que estaba bien. Y no hablé porque siento que es muy duro, para aquellos que perdieron a un ser querido en ese avión, ver cómo otros están contentos porque se salvaron. Yo no estoy contento. Es raro. Por un lado, siento la satisfacción increíble de quien logra sobrevivir a una tragedia, pero a la vez no puedo dejar de estar triste. Sé que mucha gente murió y sufrió en ese avión y el recuerdo es terrible, muy duro”.
Ahora, como una broma del destino, se permite sonreír. No es más que una mueca. Sólo eso. “Y pensar que uno se pasa la vida quejándose por pavadas. Yo veía a la gente que moría y, desde ese momento, comprendí que algunas cosas de la vida tienen mucho más valor que otras que, quizá, te ocupan y te amargan la rutina de todos los días. Yo siempre le decía a mi hermano que no tengo suerte en el deporte. Incluso, todos los chicos del equipo argentino me cargan por eso. Es raro, cuando estoy a punto de pegar el salto, algo me pasa. Pero esto paga todo. Es mucho más, es la vida. Y por eso, creo que voy a aprender a vivir mejor, a estar más pendiente de los demás...”, dice Eduardo en el Hotel Mediterráneo, propiedad de Jorge, su padre, que está ubicado sobre la Cañada de la capital cordobesa. Mientras tanto, en Puerto Tablas, el refugio de Acassuso en el que entrena la selección argentina de windsurf, Hernán Vilá, el entrenador del equipo, ya lo espera para volver a los entrenamientos. Para que la vida siga.
A los 28 años, integra junto a Carlos Espínola –medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Atlanta ‘96–, Marcos Galván –oro en los Panamericanos de Winnipeg– y Mariano Reutemann una selección brillante, de altísimo nivel internacional. Pero con una dificultad: sólo uno de ellos puede competir en cada megaevento. De hecho, Eduardo fue sparring de Espínola en Atlanta y de Galván en Canadá. Y además, fue tercero en el Mundial realizado en Israel, en 1996. En el vuelo de LAPA, Eduardo viajaba junto a Jorge, su hermano dos años mayor, otro hombre destacado del windsurf argentino, del que se retiró hace siete años. Estaban dejando atrás dos intensos días de trabajo. Tienen un negocio de ropa informal y habían viajado a Buenos Aires para conocer una nueva colección. El vuelo era una buena ocasión para descansar un rato antes de llegar a Córdoba...
–Mi hermano dice, ahora, que él notó que el avión tardaba demasiado en subir. Yo, la verdad, no me di cuenta de nada hasta que comenzaron los ruidos. Estaba bien, cómodo. Lo que pasa es que no había dormido casi nada en las dos noches anteriores porque necesitaba cumplir con mi trabajo en poco tiempo. Por eso, apenas comenzó a moverse me acomodé para intentar dormir. Y de repente sentí el tirón tremendo en los abdominales, la prueba de que se estaba moviendo muy raro. Pero ya había levantado la trompa. Y yo sentí que también había despegado las ruedas del piso. Después, por las fotos de las frenadas, supe que no fue así; pero en momento yo hubiera jurado que no habíamos elevado unos centímetros. Y de golpe, un ruido tremendo: eran los motores cortando acero, supongo que las rejas del Aeroparque. Y el piloto comenzó los intentos por poner la reversa de las turbinas, pero a esa altura frenarlo era imposible.
–¿Lograste ver algo por la ventanilla? ¿Te diste cuenta de que el avión ya estaba sobre una avenida?
–No. Yo lo que sentí fue el golpe. El avión comenzó a moverse para todos lados. Era algo frenético. Ahora lo cuento así, pero no hay palabras para explicarlo bien. Sobre todo, cuando apareció el fuego. Eso fue terrible. Yo estaba en la fila 15 asiento B y mi hermano en el A, del lado izquierdo del avión, mirando hacia el río. Jorge, justamente, venía por la ventanilla, porque tiene miedo a los aviones. Yo estoy muy acostumbrado a volar, pero siempre estoy inquieto antes de que el avión levante vuelo. Pero qué sé yo, esta vez no, estaba pensando en volver a Córdoba, en descansar un poco. Los últimos días habían sido muy intensos. Yo había estado en Winnipeg trabajando con Marcos Galván. Incluso, desfilé con todos los chicos en la ceremonia de apertura. No sé si podía, pero me mandé y compartí ese momento con ellos. Y después volví y me metí de lleno con el tema de la ropa. Imaginate, estuve dos días en Buenos Aires y ni quiera había hablado con Hernán Vilá, mi entrenador. Ahora tengo que agradecerles a todos los chicos que vinieron al hospital a verme y que vivieron esto como si fuera un hermano de ellos. Para mí, la actitud de todos es inolvidable.
Un recuerdo del horror
Es el mediodía del sábado y Eduardo accede a las fotos. Su tarde está repleta de compromisos. Sus amigos están esperando el momento de verlo, de abrazarlo, de disfrutarlo vivo. Pero a su alrededor, las historias de dolor se multiplican. Son muchos los cordobeses que, por estas horas, sufren alguna pérdida. Por eso, la charla tiene una condición tácita: “Yo no quiero sensacionalismo. No me gusta hablar de los detalles de lo que vi, de cómo vi a mucha gente pasar los últimos instantes de su vida porque sé que sus familiares pueden leer este reportaje y renovar su sufrimiento. Además, fueron segundos de desesperación, de luchar por la vida. Y uno no puede hablar de que ganó esa lucha si hubo muchos que la perdieron”.
–Eduardo, ¿cómo hiciste para sobrevivir?
–Yo reaccioné bastante rápido después de que el avión se estrelló. Y fue una suerte, porque el fuego llegó enseguida, apenas se produjo el choque. Cuando nos detuvimos, mi hermano salió volando hacia adelante con asiento y todo. Justo donde estábamos nosotros, se partió el avión, a la altura del ala. Tardé dos segundos en darme vuelta, sacarme el cinturón y comenzar a correr por el pasillo hacia atrás. Del medio hacia la cola, el avión todavía estaba entero. Pero había mucho humo, el aire estaba muy tóxico. Cuando se partió el avión, fue terrible, se abrió el piso. Yo no puedo ahora reconstruir todo pero supongo que, antes de que yo lograra salir por la puerta de atrás, el avión ya se había cortado en dos, porque tengo los dedos quemados y el fuego estaba afuera, no adentro, en la cabina. Y en ese momento perdí la visión de todo, entré como uno más en un verdadero estado de locura general.
–Evidentemente, es difícil reconstruir el momento. ¿Encontraste a otros sobrevivientes? ¿Ellos coinciden con tu relato?
–Sí. Un amigo que también estaba en ese vuelo, viajaba en la fila 18 y me dijo que el vio todo. Es decir, cuanto más atrás estabas, más posibilidades tenías de salvarte. Los que más sufrieron fueron los que estaban adelante, yo no creo que nadie de los que viajaban sentados delante de mí se hayan salvado.
–¿Y tu hermano? El salió disparado hacia adelante, precisamente hacia donde estaba el fuego, hacia donde estaba la mayoría de los que murieron...
–Yo pensé que había muerto. En realidad, pensé que era muy raro que pudiéramos salvarnos porque se notaba que el accidente era muy grave aun a pesar de que yo pude salir muy rápido del avión. Pero en ese momento, no pensé en nada más: sólo en correr y salir. Cuando comprendés que el fuego te puede alcanzar y que vas a morir quemado vivo, te desesperás. Salté, corrí... Fue terrible. Todo es locura, desesperación. Y cuando salí, volví a tomar conciencia de que había perdido a mi hermano. Pero fue como un rayo; apenas bajé, él estaba ahí, a salvo. Nos abrazamos, fue muy fuerte, único. Es irreproducible. Cuando lo vi, no sabía si llorar, si reírme... Yo, en todo el desastre, no pegué ni un solo grito. Pero recuerdo que vi la cara de Jorge en medio del fuego y le dije: “Nos salvamos”.
–¿No tenías miedo de que explotara el avión?
–Qué sé yo... No entendía nada. Creo que estaba sobre el golf cuando lo vi a Jorge. Ni siquiera eso tengo claro, pero me parece que era césped lo que pisamos. Y las ambulancias tardaron muy poco en llegar. Yo enseguida escuché las sirenas. No sabía si eran ambulancias o bomberos, pero demoraron pocos segundos. Entonces, le dije a mi hermano: “Necesito sentarme porque creo que me voy a desmayar”. Además, sabíamos que era indispensable llamar pronto a casa porque la noticia iba a llegar a todos lados. Cualquiera que ve cómo terminó el avión, piensa que no puede haber sobrevivientes.
Gladys, la mamá de Eduardo y Jorge, recibió la llamada antes de la nueve y media de la noche. En ese momento, los medios comenzaban a difundir la noticia. Ella no les creyó cuando le dijeron que sólo habían sufrido algunas quemaduras. “Una persona que no sé cómo se llama –y que me gustaría averiguarlo porque le debo mucho–, me prestó un celular para que los llamara y nos llevó hasta el Hospital Fernández. Desde ahí salí por televisión y mi mamá se quedó más tranquila”.
–¿A Córdoba volvieron en avión?
–No. Viajamos en auto.
–¿Y podrás volver a volar?
–Sí, estoy seguro. En noviembre, sin ir más lejos, nos vamos a Nueva Caledonia, al Mundial. Y yo ya me clasifiqué. Además, en barco no puedo ir, debería salir hoy mismo. Pero no sé cómo voy a reaccionar.
–¿Y ahora?
–Ahora, lo que corresponde es seguir adelante. Y recordar siempre lo que pasó, porque si no lo hacemos el responsable va a seguir tranquilo por la calle. Pero no hay que olvidar que mucha gente murió sin necesidad, que mucha gente sufrió, que muchos siguen sufriendo.
Por JULIAN MANSILLA (1999).
Fotos: VICTOR SAAVEDRA, Gentileza CRONICA y ARCHIVO “EL GRAFICO”.