El diario del Che en el rugby
Sinónimo de revolución, el Che Guevara tuvo un pasado vinculado con el rugby, cuando ese deporte era casi exclusivo de familias ¨paquetas¨. Fue un jugador sin vuelo pero, a pesar del asma, gran batallador y caudillo.

Un nauseabundo aroma que se desprende de los sobres llenos de cucarachicida se remonta por el aire y se adueña del encierro del garaje fusionándose con la hedionda fragancia que emana de su camiseta. El Chancho, una vez más, llega a su casa de Aráoz 2081, en Palermo, sin haberse bañado después de una tarde de rugby. Su única rutina pospartido es ingerir litros de mate en el tercer tiempo del Club Atalaya y, ocasionalmente, quedarse un rato más para hacer un asado, aunque el olor de la parrilla se impregne en su ropa y el ritual ataque la paquetería del ambiente. La carne desaparece rápido. Sólo quedan huesos y recuerdos. Entonces Ernesto toma el bolso y se marcha en moto, una FN Belga 350 cc que le vendió en diez cuotas Oscar Montaña, uno de los backs de su equipo.

El calendario lucía los detalles de 1949 y, en la cochera, funcionaba su hogareña fábrica de veneno para cucarachas “El Vendaval”, un producto creado y comercializado por el Chancho y Juan Carlos Figueroa, socio y compañero de Atalaya. “Mezclábamos gamexane con talco y lo vendíamos. Nos tapábamos la cara con pañuelos para no intoxicarnos, pero, la verdad... no sé cómo no nos morimos”, dice El Negro.
Sin chances de competir con Geigy, la marca líder, Ernesto realizaba el delivery de su producción y contaba con buenos clientes en farmacias y ferreterías. Igual, la venta de un matacucarachas no lo hacía un magnate y por eso también se dedicaba a aplicar inyecciones a domicilio para solventar sus estudios en la Facultad de Medicina, los gastos del rugby y las cuotas de la moto.

Con algún centavo de esas pocas ganancias y un escaso ingreso por publicidad, hizo posible la existencia de la revista Tackle entre el 5 de mayo y el 28 de julio de 1951. El Chancho, apodado así por su conflictiva relación con la ducha y el jabón de vestuario, escribía artículos y los firmaba como Chan-cho en las escasas páginas de ese boletín, que fue la tercera publicación rugbística en la historia argentina, después de Rugby, que salió una sola vez en 1932, y otra revista con el mismo nombre que apareció en 1943 y duró 18 meses. En esta iniciativa, Figueroa también fue socio de Ernesto y “como todos nos poníamos seudónimos, yo firmaba los comentarios como Alos Tobillos”.
El Chancho era el comandante de la brigada de amantes del rugby que realizaban Tackle, poniéndole humor y pesos de sus bolsillos. Según Rubén Ayala, director del Centro de Estudios en la Historia del Rugby, “él escribió en 6 de los 11 números, los días 5, 12 y 19 de mayo; 23 y 28 de junio; y 28 de julio”.

Además de redactar, se ocupaba de imprimir la revista en su casa y de difundir el Día de Trabajo Voluntario para quienes quisieran actuar como canillitas. “Mis amigos y yo repartíamos la publicación los sábados antes de los partidos”, recuerda Carlos Pirán, primo segundo de Ernestito, “un fanático del rugby como su padre y su tío Paco, que fue fundador del SIC”. Así fue como Ernesto aterrizó en el club zanjero a los 18 años, junto a sus hermanos Roberto, el Cordobés, y Juan Martín, Tatatín. En realidad, también había otro hermano que lo acompañaba, como si fuera siamés: Asmopul, su arma para frenar los avances del asma.
Aunque ya pasó más de medio siglo desde el último tackle del Chancho, Belo Dolan, sacerdote de San Isidro y ex entrenador de los Guevara en el SIC, tiene fresco que “el mejor jugador de los tres era Roberto. El siempre me decía: ‘Belo, yo tendré que jugar el doble que Ernesto para que me ponga de titular, porque usted no se va a animar a sacarlo’. Y era cierto, no me atrevía porque él tenía una personalidad muy fuerte”.
En el rugby de las fotos en blanco y negro, el SIC tenía dos terceras divisiones. “La que hoy es la Intermedia y otra creada para los que estudiaban y no podían entrenarse. Ahí jugaba Ernesto”, según uno de sus ex compañeros del SIC que, en principio, describe a Guevara como “un tipo humilde, con principios sanísimos. Muy estudioso y fortísimo como jugador”. Curiosamente, esa misma persona que había respondido a la requisitoria de El Gráfico levanta el teléfono dos días después… “En realidad no pienso eso y no quiero que publiquen mi nombre porque un ex compañero me dijo que si aparecía en esa nota, me quemaba vivo como Juana de Arco”. Como él, algún otro también eligió no opinar. Aun sabiendo que se trataba de una publicación deportiva. Pero el romance del Chancho y el rugby tiene un antes y un después del SIC.
Aunque suene raro, Ernestito sufrió el primer tackle de su vida cuando apenas tenía dos años. Ni en el cuello, ni en la cintura: en los bronquios. Embustero, invisible, incesante, el asma se prendió del pequeño Guevara de la Serna y, por eso, en 1932 debió mudarse de provincia, en busca de buenos aires. El médico señaló Alta Gracia, en Córdoba, y ése fue su destino. Allí, Ernesto fue conociendo al asma, el asma fue conociendo a Ernesto, y ambos advirtieron que no sería fácil la pulseada, ni la sofocada convivencia.

Aspira, expira, corre, salta, cae, se sienta, estudia, lee, aspira, expira, y corre de nuevo. Haciéndole la vida imposible a su cónyuge, Ernesto todoterreno y multideportivo empezó a pelearle al asma con la natación y el fútbol hasta llegar al rugby, un deporte tan recomendable para un asmático como el cigarrillo.
A traves de su amistad con los hermanos Granados, El Pelao, como lo llamaban en la escuela por su corte de pelo, conoció la ovalada a poco de arribar a Córdoba. Flaco y no tan alto, apareció en el Club Estudiantes a los 14 años, con su pulmón de bolsillo a cuestas y los consejos de su primer entrenador, Alberto “Mial” Granados, quien lo llevó a entrenarse en el Gimnasio Provincial y le enseñó a respirar rugby. “La gente tenía miedo porque en la cancha se nos quedó duro más de una vez. Pero igual decidí entrenarlo”. Las palabras de Mial se publicaron en una investigación que realizó el CEHR hace dos años, donde, además, Ernesto Guevara padre afirmó que “en casa, Roberto y Ernestito practicaban tackles en el patio embaldosado”.
Esos ensayos de rugby sobre cerámica acompañaban las prácticas de Ernesto en la única cancha de Estudiantes, un club de camiseta negra y blanca de cuadros que se armó con ex jugadores del Tala de Córdoba y que existió hasta 1955.
A días de incursionar en el rugby, el Pelao se convirtió en Fuser, extraño apócope de furibundo. Y, al margen de los sobrenombres, deslumbró por una cuestión de actitud: a los nuevos se les hacía una prueba que consistía en saltar un palo y caer con el hombro. Si la superaban era porque disfrutaban del deporte y, si no, sólo jugaban para hacer pinta. “Ernesto fue, lo saltó una vez, otra más, y volvió a repetir el ciclo… si no le hubiera dicho ‘basta’ todavía estaría saltando”. La anécdota la cuenta Mial en el libro La Patria Deportista, de Ariel Scher, y calca la personalidad de Fuser.
Con casi cinco años de experiencia ovalada, Ernesto dejó Estudiantes en 1947 al regresar a Buenos Aires y llegó al SIC, pero ahí estuvo menos de un año. Claro, el Chancho tenía los oídos embarrados de su fanatismo por el rugby. Tanto que, en una discusión con su padre, prometió no dejar de jugarlo “aunque reviente”. Y entonces sí, a pedido de Ernesto Guevara padre, Martín Martínez Castro, tío de Fuser y vicepresidente del SIC en ese entonces, se vio obligado a bajarle la persiana del club. Pero, obviamente, ningún ser humano iba a lograr en un día lo que el asma no había conseguido en 18 años...

“Hasta la victoria siempre”, hubiera sugerido alguien: le cerraron la puerta del San Isidro Club y se metió por la ventana de Atalaya. “Con varios amigos de SIC, CUBA, CASI, Olivos, Curupaytí e Yporá, que siempre nos íbamos de vacaciones a Miramar, decidimos irnos a jugar a Atalaya”, expresa Oscar Montaña, uno de los líderes de aquella barra.
Y llegaron nomas las guindas al jardín de La Horqueta, que adoptaría al rugby entre sus actividades, hasta 1968, vistiéndolo con una camiseta marrón y amarilla de cuadros en diagonal, idéntica a la que usaba Yporá cuando competía en la Asociación Católica. Los entrenamientos eran martes y jueves, primero en Atalaya y después en la cancha de Excursionistas “porque antes no se llegaba tan fácil hasta acá”, destaca Montaña, mientras camina entre la nostalgia y los árboles del viejo club, en el cruce de las calles Santa Rita y Comodoro Rivadavia.
“Yo iba ahí de plomo, a ver a mi primo Ernesto Donat. Y Guevara jugaba con él. Le decían el Chancho, porque una de las goriladas de sus compañeros era tratarlo de sucio, como si la suciedad tuviera algo que ver con el jabón. Además, a veces en los clubes no había agua caliente y otras ni siquiera había agua”. Habla Diego Bonadeo, el periodista, quien, con diez años, cumplía una función vital para que el Chancho pudiera jugar: “El club tenía dos canchas de puta madre y yo estaba ahí, con el Asmopul. Cada 15 minutos Guevara salía diez segundos a darse una aspirada para poder seguir. Toda nuestra relación era a través del inhalador”. Por eso, Bonadeo se quedó con las ganas de más: “Hubiera querido compartir más cosas con él, porque ser wing es transgredir lo establecido y, aunque jugó de inside, él fue uno de los pocos wines que tuvo la Argentina. Es una postura antagónica a una de las imbecilidades de Bilardo, respecto de que no hay wines”.

Al Chancho se lo reconocía fácilmente dentro de la cancha porque era el único back que jugaba con orejeras, cuando sólo las usaban los segundas líneas para no lastimarse con los pantalones de los pilares. “Todavía no era comunista, pero tenía ideas sociales. Leía mucho y, como rugbier, era muy cumplidor en defensa”, asegura Montaña y, según Figueroa, “era un centro excelente, implacable. Antes de llegar a Primera era capitán y juntos armábamos el equipo, porque todos querían jugar en la Tercera del Chancho”. El liderazgo y las estrategias quedaban entonces en manos de Ernesto. Sin embargo, otro de sus ex compañeros, Eduardo Maschwitz, no se acuerda casi nada de él: “No era mi amigo y no le tengo bronca, pero jugando era un bagayo, un suplentón, un jugador de cuarta. Corría 20 metros y salía a buscar el inhalador…”. En tanto, para su hermano, Enrique Maschwitz, “era un back muy discreto, con valentía y voluntad. Nosotros no teníamos noción de que estuviera metido en política”.
La expedición de La Horqueta consiguió el ascenso de Tercera a Segunda división en el 50. “Pero cuando estábamos por llegar a Primera, se fueron todos los jugadores a sus clubes y dejamos al pobre Atalaya”, confiesa Enrique Maschwitz.
El adios a sus amigos del rugby fue en enero de 1952. Ya hacía un tiempo que no jugaba, cuando en pleno verano de Miramar casi 30 amigos del colegio, del barrio y del rugby homenajearon al Chancho y a Mial antes de que partieran hacia el Sur.
El humo del asado en torno de la carpa, la gran guitarreada y una larga noche a todo folclore, con Ernesto entre los cantantes, conformaron el escenario de la última cena. Las charlas parecían interminables y “Zamba de mi esperanza” ya había sonado más de una vez. “Después de eso los despedimos”, recuerda Montaña.
Dos años más tarde, Diego Bonadeo espera el comienzo de un partido entre la Facultad de Medicina y la de Arquitectura, en unos juegos universitarios, y escucha un diálogo inolvidable.
–¿Alguien sabe dónde está el Chancho? –preguntó un ex compañero.
–Me parece que está en Centroamérica haciendo alguna revolución –respondió otro.
Desde entonces, nada más se supo de Ernestito, del Pelao, de Fuser, ni del Chancho. Según la leyenda, los cuatro emigraron del país para confeccionar en otras tierras el atuendo de un tal Che Guevara.
Una familia de corazón ovalado
Desde tres tíos, que fueron fundadores de San Isidro Club, hasta un hijo de su sobrina, que juega en la Décima del SIC, las diferentes ramas de la familia del Che Guevara se fueron metiendo entre tackles, patadas y scrums.

Desde el parto del rugby en el ovalado corazón sanisidrense, hubo familiares de Ernesto Guevara de la Serna alrededor del deporte. Su tío Martín Martínez Castro, primer vicepresidente y segundo presidente del SIC, fue socio fundador de ese club, al igual que su tía María Luisa Guevara Lynch y su tío Roberto “Paco” Guevara Lynch. Incluso su prima hermana preferida, María Luisa “Menina” Martínez Castro, brillaba en el equipo de hóckey zanjero, por lo que el hijo de ésta, Carlos Pirán, sostiene que “para nosotros, el SIC era nuestra familia”. Hoy sólo queda un pariente de Ernesto jugando en ese club y es Sebastián Arteaga, quien se entrena en la Décima División y es hijo de Eleonora Guevara Lynch, una de las sobrinas del Che.
Para más lazos, en el SIC también jugaron los hermanos de Ernesto: el menor, Juan Martín, y Roberto, el más destacado de los Guevara de la Serna en el rugby: “El vivía metido en el club”, asegura Pío Alvarez, uno de los nietos de Menina, hoy entrenador de la Predécima del SIC. A medida que se fue ramificando el árbol genealógico, las diferentes extensiones de la familia se fueron metiendo por las grietas del rugby, a tal punto que “no podría afirmar cuántos familiares de Ernestito pasamos por este deporte, porque somos como 700”, admite Pablo Pirán, otro nieto de Menina, jugador de la Primera de Hindú.
En otra de las ramas nacidas del mismo tronco “también hay algunos familiares que yo conozco, y que se llaman Guevara Lynch, que jugaron al rugby, uno de ellos en Liceo Naval hasta hace no mucho tiempo, y que no están demasiado contentos con haber sido parientes del Che… que se jodan”, opina Diego Bonadeo.
Al margen de ello, Pablo Pirán asegura: “Ernesto en nuestra casa es el ídolo”. Y su hermano Carloto, otro jugador del equipo de Don Torcuato, confiesa que “el rugby en mi familia es una filosofía de vida. En la adversidad te da una fuerza extra que seguro fue muy importante en todo lo que Ernesto emprendió después”. Para redondear el concepto con humor, Carloto cambia la cara y recomienda: “Para que quede claro, poné que si Ernesto no hubiera jugado al rugby, en vez del Che Guevara habría sido el Sargento García”.
Por Ignacio Levy (2002).