Ni al arco iris
En el año 2004, EL GRÁFICO se detuvo en un grupo selecto de jugadores, en aquellos que estaban peleados con el arco de enfrente, los que o nunca hicieron un gol en primera o solo unos pocos.
Jamas. Ni siquiera una vez. Ni el empujoncito a un centro de atropellada cuando es necesario buscar el empate agónico, ni un rebote fortuito que queda picando en el área, ni un penal residual cuando el resultado ya está sellado a favor, ni un tiro libre que alguna vez te dejan patear de lástima para hacerte la gauchada, ni un “pasaba por ahí” y me encontré con la pelota. Nada. Nada de nada.
Si el gol es el grito sagrado del fútbol, la explosión máxima de euforia, objeto de tablas que lo clasifican según con qué parte del cuerpo se anota, el estruendo que conmueve y motoriza la pasión, la razón de vivir de los hinchas, el orgasmo de todo partido, como bien lo definió alguna vez Hugo Gatti, pues entonces estos futbolistas han asomado su cabeza al final de sus carreras en el estado de virginidad más puro. Quizá fueron campeones o gozaron de partidos memorables y quites que dejaron una huella, tal vez sintieron el cariño sincero de la gente y de tantos otros beneficios que otorga el generoso universo del fútbol. Pero jamás sintieron lo que significa meter un gol, el cosquilleo en la piel por el impacto de la bocha en la red con miles de personas abrazadas al grito de las tres letras mágicas y poderosas. Nunca una alegría, diría la patrona.
“La única deuda que me llevo es no haber hecho un gol”, confesaba Gustavo Lombardi al momento de anunciar su prematuro retiro del fútbol con apenas 26 años de edad. No convertir no fue el motivo que lo impulsó a despedirse tan joven, no vaya a ser cosa de exagerar, sino que fueron otras causas más profundas, sintetizadas en un “hartazgo general de las presiones”. Pero retirarse zapatero no pasó inadvertido para el ex marcador de punta derecho de River y de la Selección, que obtuvo siete títulos en Núñez y que fue campeón mundial Sub-20 con la celeste y blanca en Qatar: 125 partidos oficiales con la Banda y ningún gol.
“Fue la venganza del fútbol hacia mí –se mofó de su ineficacia–, en el sentido de que yo no lo quise mucho al fútbol, entonces me dijo: ‘Tomá, ésta es mi respuesta’. Metí algún gol en un torneo no oficial, pero después ni en amistosos. No pegué ni siquiera tiros en los palos, quizás alguno pasó cerca. Sí, cerca… a dos metros del arco.”
Ya cuando los números estaban más que en rojo y se encendió el cartelito de “danger”, sus compañeros quisieron tomar cartas en el asunto, un tic clásico de estos casos: “En el Clausura 2000, como lo habíamos ganado dos fechas antes, se decidió que si en los partidos que restaban nos daban un penal, lo iba a patear yo. Pero tuve tanta mala suerte que no nos cobraron ni uno. Incluso el día que salimos campeones, al ganarle 3-0 a Ferro, llegué al área y me foulearon. El árbitro no lo cobró, yo no lo podía creer. Me acuerdo de que mientras caía, en un segundo pensé: ‘Ahora se me da, ahora se me da’. Pero no. Después, mis compañeros me cargaban diciéndome que me había tirado. Increíble”.
Más increíble aún es el derrotero de Hugo Eduardo Villaverde, quien encabeza la tabla de los que más partidos disputaron en Primera División por torneos locales sin meter goles. Sus compañeros le decían Míster Magoo, aquel entrañable dibujo animado que no veía más allá de sus narices, y no porque le costara encontrar el arco, sino porque era miope. A pesar de usar lentes de contacto, jamás encontró el camino al gol. Quien para muchos fue el mejor “2” de la historia de Independiente, integrante de una legendaria zaga junto a Enzo Trossero en las exitosas décadas de los 70 y 80, con pasado en Colón de Santa Fe, rompe todos los registros: disputó 437 partidos locales, además de otros 44 por copas internacionales y 6 con la Selección Nacional, lo que eleva la cifra a 487. Sí: 487 partidos y ningún gol.
“Quizá me faltó seguridad para ir a cabecear arriba”, justificó en una de las escasas notas que dio, ya que Villaverde viene a ser el antecedente más cercano a Franco Costanzo en aquello de no dar entrevistas. Algunas circunstancias, además, le aliviaron la carga a este notable tiempista, que tenía a la velocidad como una de sus principales aliadas para cerrar a espaldas de sus compañeros: por su fragilidad física sufrió muchas lesiones. De hecho, protagonizó el cambio más rápido en toda la historia de la Selección, cuando en 1980, contra Irlanda, debió salir a los 4 minutos de juego. Un año antes, también con la Selección, contra Escocia, en Glasgow, tuvo que retirarse a los 21 minutos por una rotura de ligamentos de tobillo. En síntesis: su récord todavía podría ser más abrumador aun de no haber padecido tantas lesiones.
“El caso Villaverde” llama la atención, además, porque está inserto en una época en la que comenzó a dejarse de lado la rigidez de las posiciones y muchos defensores o volantes defensivos empezaron a pisar el área rival con más asiduidad. Si uno observa la lista de los Top 50, observará que la mayoría son jugadores anteriores a la década del 70 y, por lo general, backs o halves de los inicios del profesionalismo.
Roberto “Pipo” Ferreiro, por ejemplo, que entre Independiente, River y la Selección llegó a jugar 346 partidos (computando los torneos continentales) y nunca pudo celebrar (puesto 12 en el ranking), tiene muy claro el porqué de semejante ineficacia. “Yo era un jugador importante en la marca y llegaba hasta tres cuartos –razona Pipo–, porque en mi época no se estilaba ir a buscar el gol con los defensores. Además, yo era marcador de punta izquierdo y había un montón de wines derechos peligrosísimos, los principales punteros iban por ese lado, desde Corbatta hasta Bernao, pasando por Cubilla, así que no me podía distraer. Por otra parte, a mí me ponía feliz que un compañero mío llegara al gol y era muy consciente de mis limitaciones. Y aun sin meter nunca un gol me sentí muy respetado por mis compañeros. De hecho, fui con 33 años a River para jugar una temporada y me quedé por tres”. Todo claro, todo muy bien, pero si tu equipo gana 9-0, como le pasó a Ferreiro en River enfrentando a Universitario, de Bolivia, por la Libertadores del 70 y no te toca ningún gol en el reparto (y hasta Mostaza Merlo emboca uno), es como para balearse en un rincón. Sin dudas.
José Manuel Ramos Delgado (14º en el ranking), casi contemporáneo de Ferreiro, marcador central de técnica depuradísima, tildado de “blando” en una época en la que sobresalían los backs recios, sumó 305 presentaciones entre Lanús y River (incluyendo 25 partidos de Selección). Y nada. El Negro coincide con el diagnóstico de Pipo: “Era así, en nuestra época no existía que los arqueros patearan penales o los defensores fueran dueños de los tiros libres. Nunca me quitó el sueño meter un gol, no se pensaba así. Los goles los tenían que hacer los delanteros, y nosotros debíamos evitar que la pelota entrara en nuestro arco. Había cada nene que le pegaba a la pelota, mirá si me iban a dejar patear un tiro libre a mí, ni loco. Encima, los ‘9’ de entonces no eran nenes de pecho. Y el ‘9’ era del back, no lo podías dejar respirar”. Así ocurrió hasta que se fue al Brasil, a jugar en el Santos de Pelé, y vaya uno a saber si se debió al ambiente de “pepé pepepé” o a que se venía el final de su carrera, lo cierto es que Ramos Delgado, en una de las tantas giras que hizo el Santos por el mundo, rompió el cascarón y pidió un penal. Y se lo dieron. Y la metió. Y perdió la virginidad.
A Juan Carlos Guzmán, (a) La Garza, le ocurrió algo parecido, sólo que tuvo que viajar a Guatemala para concretar el sueño postergado del gol, que le había sido vedado en Chacarita, Independiente, River, Platense, Newell’s y Banfield durante 270 partidos (puesto 16 en el ranking). “El fútbol cambió mucho, nosotros siempre confiábamos en los de arriba –analiza Guzmán, que hoy trabaja ayudando a ex futbolistas– y casi no subíamos. La línea de atrás no se movía por nada. Cuando me fui al Comunicaciones, de Guatemala, tenía más experiencia, ya andaba por los 30 años y me habían dado mucha confianza. Y así metí un par de goles de tiro libre. Fue una emoción muy linda, una cosa muy de uno, indudablemente el sabor de un gol es lo más lindo que puede sentir un futbolista.”
Ya más aquí en el tiempo, Víctor Hugo Sotomayor es protagonista de una historia más que particular, porque no se fue de gira con el Santos ni compró ticket a Centroamérica para sacarse la espina: eligió nada menos que Italia. En el país había disputado 318 partidos (254 locales y 64 internacionales) entre Racing de Córdoba, Vélez y Talleres, pero no lo consiguió, a pesar de haber obtenido nueve títulos. “En los últimos años en Talleres, Maidana y Cuenca me cargaban y me decían que si íbamos ganando fácil y nos daban un penal, me lo daban. Pero siempre ganábamos ajustado. Y en Vélez era como un maleficio, se iba siempre por poco o rebotaba en alguno”, se quejaba Soto al momento de retirarse. Claro que no se olvida de que un gol suyo le dio un scudetto al Napoli de Maradona, el segundo de su historia, en 1990. Sotomayor jugaba en Verona y por la anteúltima fecha debía enfrentar al Milan. Verona ya había descendido y el Milan compartía el primer puesto con el Napoli. A Soto lo mandaron a marcar a un tal Van Basten, un holandés que la metía de vez en cuando (fue el goleador de ese torneo con 19). Y el cordobés no sólo lo anuló, sino que metió un gol, el Verona ganó 2-1, el Napoli hizo lo propio con el Bologna, por 4-2, sacó dos puntos de ventaja y en la fecha siguiente fue campeón. Se ve que el hombre se guardaba su grito para una ocasión especial. Si los napolitanos supieran que ese hombre no metió jamás un gol en su tierra, seguro que le estarían haciendo el monumento al lado del de Diego.
Y si se trata de hacer monumentos, Ricardo Ismael Rojas podría exigir el suyo. El misionero disputó 185 partidos por torneos locales, 46 por copas internacionales y 10 defendiendo a la selección de Paraguay, lo que da un total de 241 encuentros. Y sólo metió un tanto, la famosa “vaselina” a Boca Juniors, un gol digno del mejor Maradona. Otro que reservó toda su carrera para un instante sublime. “Esa tarde, por primera vez desde que juego en forma profesional, levanté la cabeza y lo vi a Abbondanzieri adelantado. Apenas entró la pelota se me puso la mente en blanco, no sabía qué hacer. Pasa que los goleadores se preparan para festejar, unos se ponen una careta, otros, un gorrito, otros bailan. Bueno, yo no tenía idea de qué hacer porque no estaba acostumbrado”, explicó con sinceridad de rústico Ricky Rojas. Y ese gol, además, le proporcionó a Rojas múltiples beneficios: los hinchas le pidieron perdón con una bandera, el club le compró el pase, Aguilar lo declaró intransferible y lo comparó con Roberto Carlos y todo esto le permitió seguir en River con carnet de vitalicio, aunque liderara con comodidad el ranking de torpezas y brusquedades en el plantel.
Su caso es comparable al de Horacio Ramón Cardozo, el volante de Estudiantes. A la hora de computar a los integrantes en actividad del “Club de los 100” (los que pasaron 100 partidos y no la embocaron), Cardozo se ubicaba entre las primeras posiciones, con 107 partidos y ningún tanto antes del inicio del actual torneo. Y en este Clausura le tocó gritar contra Gimnasia, nada menos. “Ese día justo se dio que jugué de volante por derecha y entonces avancé, avancé y metí el zapatazo. Por suerte se dio. Antes yo había metido uno contra Almagro, pero como rebotó en un defensor lo dieron en contra, me quería morir”, se lamenta Cardozo.
Mariano Herrón, que alcanzó su pico de popularidad cuando anuló con su marca personal a Riquelme y a Aimar, en partidos en que Argentinos Juniors complicó a Boca y a River, se ubica en el segundo puesto de los jugadores en actividad que nunca le vieron la cara a la red (128 partidos). “Es un tema que no me preocupa en lo más mínimo –se defiende el volante que jugó en Central la última temporada–, sé que ya va a venir el gol, y ése será un gol muy importante. Siempre hay una especie de cargada con respecto al tema y con mis compañeros nos reímos bastante, pero no me hago dramas”.
Tampoco se hace dramas Juan Simón, otro que apenas gritó una vez en 377 partidos en el fútbol argentino. “Para muchos, el gol es el orgasmo del fútbol; para mí, el orgasmo era sacarlas todas del área”, grafica con precisión de sexólogo el ex defensor de Newell’s y Boca.
El gol, ese preciado objeto del deseo. Para algunos, compañero rutinario de todas las jornadas. Para otros, enigma indescifrable. Si pudieran patearle al arco iris…
Por Diego Borinsky y Roberto Glucksmann (2004)
Fotos: Archivo El Grafico