¡Habla memoria!

A la salida te espero

Los históricos duelos. Merlo-Potente, Cubilla-Marzolini, Higuaín-Cabañas, Pernía-Luque y Maradona-Passarella. Protagonistas de renombre para choques futbolísticos que quedaron impresos en los archivos del clásico.

Por Redacción EG ·

22 de septiembre de 2018
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Cada clásico se juega con pasión y fuerza. Con todas las ganas de pisar al rival y dejarlo mordiendo el polvo, mascando bronca. “Con el cuchillo entre los dientes”, como alguna vez se escuchó decir. Y, a lo largo de esta historia, hubo quienes se lo tomaron en serio. Demasiado, tal vez. Fueron los que dieron la vida por su camiseta y cada choque contra el eterno rival tenía un toque especial, no sólo por lo que generaba ver la roja y blanca –o en su defecto, la azul y oro– en frente, sino porque además la vestía algún contrario con el que se mantenía una pica particular.

Un repaso por el archivo, señala que en los primeros años se daban duro y parejo, sin individualizar las piernas de alguno en especial. Quizás, Amadeo Carrizo con los delanteros xeneizes haya sido lo más notable de aquellas épocas. Primero, con José Pepino Borello –certero goleador xeneize– a quien dejó pagando con una gambeta fuera del área, en un clásico de 1954.

Después, con su verdugo: Paulo Valentim. El brasileño le hizo dos goles apenas se cruzaron en la cancha, una tarde de 1960. Desde entonces, cada partido fue un suplicio para Amadeo: Valentim le hizo 9 goles en siete veces que lo enfrentó. Y en ese lapso, Boca ganó dos campeonatos, en tanto que River continuó con su oscura racha, prolongada hasta 1975.
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Otro duelo de entonces no se dio en las áreas, sino en los laterales, bien al límite de la línea de cal. “Cubilla era muy vivo, muy habilidoso. Contra él, antes que fuerza, había que usar habilidad”, comenta Silvio Marzolini, uno de los interesados.

Marzolini había llegado a Boca en 1960. “El mejor tres del mundo”–señalado así durante el Mundial de 1966– tenía la astucia suficiente como para devorarse a cualquier puntero que lo enfrentara. Pero tuvo más de un dolor de cabeza con el uruguayo Luis Cubilla.

El Negro llegó a River en 1964. Venía de Peñarol y su apariencia callada –y hasta bonachona– fuera de la cancha cambiaba diametralmente dentro del verde rectángulo: vivo, capaz de aprovechar hasta la más mínima ventaja –deportivamente hablando– que le diera el rival.

“Yo vivía en Belgrano, a 10 cuadras de lo de Cubilla –recuerda Marzolini–. Sin ser amigos, había un respeto mutuo. Era una relación muy buena, cordial. Pero me acuerdo de un clásico en el que me agarré una bronca terrible con él. Fue en la cancha de Boca, dirigía Nimo. Fuimos a buscar una pelota abajo del palco y el uruguayo vino directamente con la plancha.”

A más de 30 años de aquel momento, el defensor lo recuerda como una anécdota: “Más que el dolor del golpe, me dolió la actitud, porque fue algo sin sentido. Después no pasó a mayores, fue una calentura lógica del momento... Pero si en ese instante alguien me acercaba un revólver, le pegaba un tiro...”

Es que se sacaban de las casillas. Mejor dicho, Cubilla lo sacaba de las casillas. En un clásico de 1965 –en el que River terminó jugando con nueve hombres y Boca, con diez– los echaron a los dos. Al clásico siguiente, en 1966, River volvió a ganar después de 11 años en la Boca, y entre la leña que se repartieron entre el siete y el tres, además, hubo un frecuente ir y venir de provocaciones. Sobre todo, del lado del uruguayo, que apelaba a un recurso de moda en aquel entonces: el trabajo de “boquilla”.

De esos encontronazos, Marzolini quedó tan caliente que cuando Goicoecha –árbitro del encuentro– los llamó a un costado para advertirles que no siguieran, el defensor aceptó con una sola condición:

 “¡Yo voy, pero dígale a ese que no se acerque porque lo mato!”

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Imagen El uruguayo por el suelo; el de Boca, de espaldas, y la pelota fuera de escena.
El uruguayo por el suelo; el de Boca, de espaldas, y la pelota fuera de escena.
Trazando una línea cronológica, los viejos tomos de El Gráfico devuelven la reiterada imagen de Osvaldo Potente y Reinaldo Carlos Merlo peleando por la pelota en la mitad de la cancha. En los comienzos, sus carreras corrieron caminos paralelos. Potente había aparecido en la primera de Boca a fines de 1970. Merlo, en 1969. Y, si bien en lo futbolístico tenían características distintas –Merlo era el típico volante de contención riverplatense: un batallador solitario para frenar a los volantes rivales; Potente, en cambio, un tipo habilidoso y cerebral–, eran muy parecidos en sus temperamentos. No en vano, al de Boca llamaban “Patota” y al de River, “Mostaza”, no sólo por el color de su pelo sino porque se le solía subir la ídem.

Patota se potenciaba contra los millonarios. No sólo por sus goles –hizo 9 en 14 partidos–, sino por sus choques con Merlo, en los que saltaban chispas y podía llegar a correr sangre. Es más, hay fotos en las que pareciera que sus compañeros –de los dos equipos– se contienen de ingresar al círculo central, ring exclusivo de los dos volantes. “No pasaba nada –aclara Merlo, con una sonrisa cómplice–. El tema es que yo lo tenía que marcar porque era el volante ofensivo de ellos. Nada más”.

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Pero entre los que sí pasaba algo era entre Vicente Alberto Pernía y Leopoldo Jacinto Luque. Literalmente: se mataban a codazos. Cada partido entre ellos era algo especial. “Yo siento amor por mi camiseta. Y cuando tenía que jugar contra River, me cuidaba toda la semana. Quería estar sí o sí y ganarles como fuera”, confesaba el Tano. Luque, en cambio, era un goleador de área, de esos que tienen que aguantar para crear los espacios justos y aprovecharlos en el gol.
Imagen Se conocían desde las inferiores y trasladaron la rivalidad a la primera. En sus batallas, convirtieron el círculo central en su "ring".
Se conocían desde las inferiores y trasladaron la rivalidad a la primera. En sus batallas, convirtieron el círculo central en su "ring".


Leo Luque sabía usar muy bien su cuerpo. Gran parte de su juego se basaba en ello. Perfeccionó su técnica en el Mundial del ’78, cuando el cuerpo técnico de la Selección lo entrenó especialmente para que aprendiera a moverse con stoppers encima, como marcaban los europeos. Y tenía que aprender o aprender: el metro noventa y los casi 100 kilos de Daniel Pedro Killer respirándole en la nuca en cada entrenamiento no eran algo como para andar tranquilo.

De 1978 a 1980, cada partido con Boca fue un escenario propicio para la puesta en práctica de lo aprendido. Se tiraba al medio, chocaba con Mouzo. Iba a la izquierda y ahí estaba Armando Ovide. Pero si se tiraba a la derecha... Encontraba al Tano Pernía, listo para un forcejeo en el que valía todo, por la personalidad ganadora de los dos. “Yo prefería esos rivales a otros que arrugaran en la primera patada. Los que aguantaban todo y devolvían en buena ley, eran dignos de mi respeto”, confesó, con la dureza de aquellos años, Pernía.

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En los ’90, esta historia de patadas, codazos y forcejeos tuvo una nueva remake. Jorge Nicolás Higuaín había jugado en Boca entre 1985 y 1987. Zaguero expeditivo como pocos, por su estilo era uno de los predilectos de la hinchada xeneize, que adoraba que tipos como él y Enrique Hrabina estuvieran en su defensa.

Se fue a jugar a Francia y estuvo a punto de volver a Boca, en el ’88. Pero César Menotti –flamante técnico de River– lo convenció, y el Pipa se calzó la banda roja durante cuatro años, en los que fue símbolo del equipo campeón de 1990 y el Apertura 1991.
Imagen A todo o nada. Así jugaron cada clásico Vicente Alberto Pernía .
A todo o nada. Así jugaron cada clásico Vicente Alberto Pernía .


Roberto Cabañas, en cambio, había tenido sus primeros roces con los millonarios en 1986, cuando jugaba para el América de Cali. Se fue expulsado en la primera final de la Copa Libertadores de ese año. Y en la Argentina, recaló en 1991, nada más y nada menos, que para jugar en Boca.

Sólo cuatro clásicos le bastaron para entrar en el corazón de la 12 y ganarse el odio eterno de los de Núñez. Y de esos, apenas dos para mantener un duelo especial con Higuaín.

Por los puntos jugaron sólo los correspondientes al Apertura 1991 y el Clausura 1992. En el primero, no pasó demasiado. Sus choques pasaron inadvertidos en una tarde llena de fricciones y poco volumen de juego. Pero el segundo fue demasiado notorio.

Llegaron al 3 de mayo con el antecedente fresco de los torneos de verano. En dos noches marplatenses, se dieron con todo. Tanto de palabra como de hecho. Cabañas comenzaba a destacarse por sus batallas dialécticas –provocativas, al mejor estilo Ramón Díaz– y por su entrega en el campo de juego, donde hacía todo –lo permitido y lo no– para ganar cada pelota. “Es un mala leche”, aseguraban con asco sus rivales, como Sergio Berti o Fabián Basualdo. “Yo no lloro: el fútbol es para hombres. Ellos son gallinas y con nosotros arrugan”, contestaba desafiante el guaraní.

Pero con Higuaín, esa soleada tarde de otoño, chocaron todo el partido, a punto tal que el paraguayo tuvo que ser sacado momentáneamente en camilla. Es que, si el Pipa daba y recibía sin decir nada, Cabañas no: bastaba el mínimo roce para que sus codazos arteros fueran insignificantes al lado del dolor que podía causarle algún suspiro rival. Amante del show, el delantero apelaba a toda una parafernalia de recursos gestuales que Higuaín no soportaba.

“De él no hablo”, contestó el Pipa cuando salía del vestuario del Mundialista de Mar del Plata con un ojo morado. Cuando se cruzó con Juan Bava en los pasillos, el árbitro le preguntó qué le había pasado. “Nada... –respondió Higuaín, con desgano y bronca contenida–. Total, ustedes nada más ven lo que hacen los defensores...”

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Imagen Jorge Nicolás Higuaín y Roberto Cabañas jugando "con el cuchillo entre los dientes".
Jorge Nicolás Higuaín y Roberto Cabañas jugando "con el cuchillo entre los dientes".
Hubo duelos de otro tipo, que pasaron más por el talento individual que por la lucha en particular. Como los que supieron mantener el Beto Alonso y el Loco Gatti, dos de los últimos grandes ídolos del fútbol argentino. O el de Daniel Passarella con Diego Maradona –en el campo de juego, se entiende–, potenciado en cada partido entre la Fiorentina o el Inter –según la camiseta que luciera el Kaiser– con el Nápoli.

Fue una historia de cruces y desafíos. De Maradona y su genialidad versus Passarella y su garra. Pero sólo en la cancha. Oficialmente, el clásico de la Boca los cruzó como jugadores. Mientras el Kaiser dirigió a River, nunca tuvo al Diez como rival en un campo de juego. Sus clásicos especiales fueron los de 1981, tanto por el Metropolitano –ganado por Boca–, como por el Nacional, obtenido por el River de Di Stefano.

El redactor toma un suspiro y se pregunta: ¿por qué hoy no existen duelos como aquellos?

“Es que en aquellos años era muy común, porque los jugadores actuaban cada uno por su sector. Y si eran figuras, la atención que todos –hinchas y periodismo– le daban era especial”, contesta Marzolini.

La teoría de Merlo es similar: “Lo mío con Potente es porque jugábamos en el mismo lado. Como a él, tuve que correr a varios más, como Rojitas, Madurga o Maradona”.

Lo cierto es que cada vez son menos. Tal vez el tiempo ayude a que los quiebres de Saviola ante Bermúdez, o los enganches de Barros Schelotto frente a Trotta sean recordados con más entusiasmo con el paso de los años. Es que el tiempo es lo que hace que se escriban las historias. Y estos duelos, lo que les pone color y pasión.

JUAN  MANUEL COMPTE (1999)