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Desde el portón

Una experiencia única: ver un partido de la Serie A de ojito, desde la calle. Sucedió en Siena.

Por Martín Mazur ·

28 de marzo de 2012
(I)

La taberna está en una esquina y tiene el innegable condimento de lo antiguo. No de lo vintage, sino de lo verdaderamente viejo, tan viejo que da la impresión de venirse abajo en cualquier momento. Los vasos de vidrio quizás tengan 40 años. Las paredes, 600. Pero las berenjenas son del día, eso seguro. Y eso es lo que realmente vale.

Como elemento decorativo dominante, en la taberna hay una camiseta enmarcada de Enrico Chiesa. También hay un hombre canoso de sombrero que reposa junto a un vaso de vino que no se vacía nunca. Inmóvil por largo rato, el hombre mismo parece ser parte de la decoración.

La barra es de madera pero debajo tiene incorporada una heladera propia de una fiambrería, con todo a la vista, incluido el fabuloso prosciutto crudo toscano, recubierto de una especie de polvillo negro que nada se le asemeja al que recubre el cuadro de la camiseta de Chiesa.

En aquella taberna se está cocinando algo importante, pero no es gastronómico. Es un diálogo en la barra. Escuchemos.

-¿Y sabe a qué hora empieza?
-Ahora, 15:30
-¿Es cierto que se ve desde el estacionamiento?
-Boh... algo sí, un poco.
-¿Pero se ven los arcos?
-Depende, depende. Hay gente que todavía va. Fíjense ustedes.
-¿Queda lejos?
-No, es cerca.
-¿Se llega a pie?
-Sí, serán trescientos metros, siempre derecho.

El de las respuestas secas es el encargado: sirve vino y prepara los platos mixtos de la tradicional tavola fredda, siempre a gusto del cliente. El de las preguntas es un hombre que anda por los 30 años, acompañado de una mujer que a esas alturas lo mira con poca ilusión, propia de quien acaba de sufrir un impacto. Allí, en esa ciudad mágica que ni Italo Calvino se animó a inventar en su libro Le Città Invisibili, en pocos minutos jugarán Siena-Inter. Y para la chica, el domingo romántico por las callecitas medievales toscanas acababa de desmoronarse ante el inesperado Defcon 1 futbolístico.

Aunque mi plan original hubiera sido la desintoxicación futbolística -luego de haber visto al Barcelona de Guardiola en acción contra el Milan, cualquier partido implica entrar en caída libre-, el fútbol me golpeaba la puerta de manera casi descarada. Y habiendo ya tildado el ragú de jabalí, los pici y el panforte, un partido era lo único que me faltaba probar de Siena. Sin acreditación. Sin entrada. Sin intenciones previas. Sin más, avancé decidido hacia el Artemio Franchi, esos 300 metros sempre diritto, a ver de qué se trataba.
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(II)

Buscar un estadio implica, generalmente, mirar al cielo. Pero para encontrar la cancha del Siena desde la calle hay que mirar hacia abajo, no hacia arriba. El estadio del Siena está sumergido. En una ciudad donde todo sube y baja, que una cancha de fútbol esté nivelada habla claramente de los méritos de los ingenieros que levantaron el estadio. Pero desde fuera, eso uno ni lo imagina. De hecho no se ve más que un paredón no muy alto, una barrera que los especialistas en parkour escalarían en un segundo. Detrás se divisan numerosas copas de árboles.

Lo único que hace pensar que allí atrás se esconde un estadio de fútbol son las torres de iluminación. Y el ruido. Se siente una multitud, aunque por ahora no se ve. Y ahí a unos metros está uno de los portones de acceso, donde todavía está entrando gente. El partido, según transmiten los gritos de donde sea que estén las tribunas, ya empezó.

El portón acaba de cerrarse y se ha transformado en un panal. El amontonamiento de gente forma una especie de enjambre. Son curiosos -como uno- que tratan de aferrarse a alguna de las celdas disponibles entre los barrotes. Lo custodian dos hombres jóvenes con chalecos flúo.

Confirmado: desde una especie de cuarta fila, evitando los rulos de la mujer del costado y la pierna de uno que se trepó al portón, se ve la cancha. Y no sólo. También se ve el partido. Y los dos arcos. Lleva la pelota Zanetti. Toca para Cambiasso. Pelotazo largo. Allí la visión se interrumpe. Lo que tapa la jugada es un árbol, pero el telón visual se descubre mágicamente para el hombre de al lado. Hay aplausos en las tribunas.

-¿Qué pasó? –dice uno de los que no pudo contemplar la resolución de la jugada.
-Córner, córner –responde el hombre, que de ahí en más, será el encargado oficial de relatar las acciones importantes del vértice bajo del estadio.

Sin estar demasiado amontonados, la experiencia pinta para festival. Hasta que llega una rubia y llama a uno de los custodios.

-El acceso es por acá? –grita mientras muestra una entrada.

Y era por ahí, nomás. El portón se abre para dejarla pasar y el panal de colados se alborota. Todos los que estaban trepados se bambolean, mientras los de abajo se dispersan para evitar ser barridos como las hojas de otoño. Hace bastante frío. Se nota que estamos cerca de diciembre. Finalmente, todo vuelve a la normalidad, aunque el incidente con la rubia me dejó mejor posicionado: ahora estoy en tercera fila.

Atrás y a la izquierda hay un hombre, en una campera de cuero que data de los años 70. No hay que trazar bisectrices para darse cuenta de que no hay posibilidades de que el pobre llegue a ver algo del partido. Tapado como un arquero con barrera de 11 jugadores, el hombre igual opina. Y bufa: “No carbura, este partido no carbura”. Es cierto. El partido es malísimo, pero la conclusión él la saca, sobre todo, por el poco contagio que viene de las tribunas. No hay gritos de gol. No hay “uhhh” ni reclamos airados por faltas, posiciones adelantadas o jugadas polémicas. Así como los que pierden la visión desarrollan los otros sentidos, este hombre se da lujo de comentar el partido, sin necesidad de verlo.

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(III)

Cuando uno empezaba a hacerse amigo de las caras cercanas, el status quo se interrumpe violentamente, en el poquísimo tiempo que lleva correr una gran cortina de hule que hace desaparecer la cancha sumergida. Lo hacen los dos custodios de chalecos flúo. Ahora nadie ve nada. Hay gritos y reclamos. Los que no vienen de las tribunas, porque el partido sigue sin carburar, provienen del enjambre detrás del portón. “Abrí que hay crisis. ¡Hay crisis!”, grita uno de los que están trepados a los barrotes. Los curiosos ríen, los custodios también, pero la cortina sigue cerrada. Algunos los insultan en serbio (hay un padre y un hijo fanáticos de Stankovic). Otros piden por favor que los dejen pasar gratis.

Uno de los custodios es de origen africano. Se acerca aprieta los labios con cara de sufrimiento. Sabe que si él nos deja pasar, pierde ese trabajo precario. Finalmente, después de un par de minutos, la cortina de hule se vuelve a abrir. Hay aplausos. El africano ahora ríe. Parece que la cortina la tienen que cerrar por obligación pero se les permite abrirla por aclamación. Detrás, sigue el mismo bodrio, sin llegadas a los arcos. Enarco las cejas mirando al hombre de atrás a la izquierda. Y como era de esperar, me responde: “No carbura, este partido no carbura”. Y enciende un cigarrillo.

En el entretiempo no hay posibilidades de ir al baño ni de ir a comprarse un pancho. El que no mantiene su posición, pierde su lugar. El sol ya se termina de esconder en el horizonte y son pocos los que parecen dispuestos a soportar el frío de una hora más a la intemperie. El autor de la frase “hay crisis” se aventura con sus amigos en busca de una puerta abierta que no encontrará. No se abren los accesos en el segundo tiempo, informa uno de los dos custodios.
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(IV)

Imagen ¡Qué tronco! ¿Cambiasso? No, el del árbol que tiene al lado.
¡Qué tronco! ¿Cambiasso? No, el del árbol que tiene al lado.
El segundo tiempo no levanta. Donde mejor se la pasa es escuchando los comentarios del enjambre, que a esas alturas ya se mueve como una orquesta. Sabemos quién es el único que tiene radio para informar de los cambios y amarillas. No hace falta ni mirar al único que llega a ver el banderín del córner, que reacciona con la velocidad de un juez de línea ante cada jugada por su sector. No hay hinchas de un equipo en particular, sino que es una gran comunidad sin posibilidad de polémicas. El muchacho serbio sigue dando alaridos para Stankovic como si fuera un Beatle, y provoca carcajadas en el resto. Con cierto pesar, llega el momento de emprender la vuelta. El partido todavía se juega, pero mejor es irse antes de que salgan las hinchadas. A unas cuadras del estadio, se escucha el grito de gol. Ranocchia, sobre la hora, triunfo para el Inter. Llegamos a ver la repetición en un bar.


En Twitter: @martinmazur