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James Rodríguez: el niño maravilla

El nuevo Galáctico se preparó toda su vida para este momento: desde las infantiles se entrenaba doble turno y como adolescente forzó su ingreso al mundo profesional entre grandes retos, como toparse como DT con el padre que lo había abandonado o irse de un club copado por los narcos.

Por Redacción EG ·

19 de septiembre de 2014
  Nota publicada en la edición de septiembre de 2014 de El Gráfico

Imagen A LOS 23 AÑOS, James Rodríguez se vistió de blanco. El Real Madrid se lo compró al Mónaco en 80 millones de euros.
A LOS 23 AÑOS, James Rodríguez se vistió de blanco. El Real Madrid se lo compró al Mónaco en 80 millones de euros.
Blanco como siempre, pero amarillo como nunca, el estadio parecía una celebración viviente del Vaticano. Había 45 mil personas esperándolo sólo a él. Les faltaba nomás llevar su estampita. Si jugar en el Real Madrid no es una experiencia para cualquiera, ser el rey de un Santiago Bernabéu antes de tocar una pelota no es una responsabilidad que pueda asumirse fácilmente. Pero James salió tranquilo y, sonriente, disfrutó durante media hora como si estuviera participando en la competencia de triples del Juego de las Estrellas de la NBA: con su zurda mágica repartió más de 100 pelotas a las tribunas, apuntando arriba, abajo o al medio, a la marea de camisetas blancas de su nuevo club y a la marea amarilla de sus compatriotas. Muchos de ellos lloraban como si estuvieran viendo al Papa Francisco en San Pedro. Sólo Cristiano Ronaldo había logrado un aforo y una devoción semejantes desde el día mismo de su presentación.

Quedaba claro que James Rodríguez, el colombiano de los 80 millones de euros, figura y goleador del Mundial de Brasil, había llegado al Madrid para quedarse.

Y antes de su debut, con gol ante el Atlético de Madrid del Cholo, ya se había consolidado como fichaje estratégico, estilo Beckham. Casualmente o no, la empresa de Florentino Pérez logró cerrar un acuerdo con el gobierno de Colombia para constuir la autopista Conexión Pacífico 1 en 692 millones de euros, según reflejó el diario Expansión.

Imagen SU PASO por Banfield le permitió tener roce en un campeonato más físico y jugar torneos continentales. Aquí, el gol al Pato Abbondanzieri contra el Inter de Porto Alegre.
SU PASO por Banfield le permitió tener roce en un campeonato más físico y jugar torneos continentales. Aquí, el gol al Pato Abbondanzieri contra el Inter de Porto Alegre.
Crack de laboratorio. La historia de James dejó por el camino los estereotipos del jugador sudamericano. No es un hijo dilecto del potrero ni el adolescente que se escapaba del colegio porque sólo tenía una pelota en su cabeza. Lo de él siempre fue el fútbol, sí, pero desde una fuerte óptica de trabajo y una disciplina casi espartana. Jugador se nace, pero futbolista se hace, sería el modo de describirlo. Con un camino similar al de Kaká, con quien hasta comparte la devoción cristiana, la de James Rodríguez es una fábula que se construyó con sacrificio y por convicción, pero no por necesidad. Mientras muchos talentosos se topan con el estrellato y los millones de un día para el otro, James vino preparándose para esto desde hace mucho tiempo. Por eso no sorprende la naturalidad con la que encara este desafío. Y por eso nunca Colombia sintió tanto orgullo por un deportista como con él.

“Mi mamá me dice todos los días que tengo que ser el mejor. No puedo ser un día el mejor y otro no. Mi padrastro me dice lo mismo: que en el fútbol lo que hay que tener es constancia”. Con 14 años, James describía a la perfección el grado de exigencia con el que se crió. Su madre se llama Pilar Rubio; su padrastro es Juan Carlos Restrepo. Fueron ellos los que hicieron que germinara el gen del futbolista, a partir de los 5 años, en un contexto difícil para cualquier niño. Su papá biológico, futbolista profesional, se había olvidado de él (ver aparte). Lo llamaba, con suerte, una vez cada seis meses.

Lo que para muchos niños podría haberse transformado en una aversión a la pelota, para James no fue siquiera un tema de análisis. “James nunca quiso ser un futbolista. Para mí, siempre estuvo claro que él había nacido futbolista. Por eso nosotros hicimos todos los esfuerzos y lo exigimos, porque sabíamos que se trataba de un niño con mucho talento”, asegura su mamá.

Eran tiempos difíciles también para Colombia, y James los vivió en carne propia. Su tío, también futbolista, prometedor volante ofensivo del DIM, fue asesinado en Medellín en 1995, exactamente un año y una semana después de la muerte de Andrés Escobar. Arley Rodríguez (19) iba en moto con un amigo; lo interceptaron y se la intentaron robar, pero los amigos se resistieron a golpes. Con heridas cortantes, fueron a atenderse al hospital. Al salir, los delincuentes los estaban esperando. Arley, el tío de James, recibió seis balazos. Su amigo también murió allí, en el pavimento.

Por entonces, James ya había empezado a jugar al fútbol en las canchas de El Jordán, en Ibagué, donde la arena nada tenía que ver con estar en la playa, sino que era un modo sencillo de mantenerlas. El problema era cuando se levantaba algo de viento. La arena en realidad era arenilla y poco menos que había que jugar con antiparras. Pero James no faltaba nunca. La Academia Tolimense rápidamente lo acogió como un niño especial. Y su técnico, Alvaro Guzmán, vio en él el diamante en bruto de una nación. “Tenía inteligencia, colocación, manejaba bien los pies, era el único niño que le pegaba con la parte de adentro y no con la punta. Y además era muy centradito. Empezó a jugar contra niños más grandes y nunca se notaba la diferencia. Valderrama fue excelente, pero James siempre tuvo gol, cosa que El Pibe no”. Lo único que les preocupaba a los técnicos de la Academia era que James parecía muy pasivo y fuera de la cancha no llegaba a transmitir sus emociones.

El cariño que le tenía Guzmán derivó en una anécdota famosa: en El Jordán había sólo una pelota buena-buena. Las demás estaban deformadas. Nada más salir al campo, los chicos se precipitaban en busca de esa bola. Una tarde, la agarró un chico que no tenía un gran futuro. Y el DT le dijo: “No, ese balón es para James, dejéselo a él”. Pero James, el niño al que pocos le conocían la voz, intercedió: “No, míster, él llegó primero y lo merece”. Y se entrenó con una de las pelotas viejas.
Mientras los chicos volvían a su casa a jugar con sus muñequitos o los videogames, James empezaba a hacer doble turno. Se quedaba pateando tiros libres y practicaba con la derecha. Lo que no hacen los futbolistas profesionales, él lo hacía con 10 años.

Su fama cobró trascendencia nacional en 2003, gracias al Ponyfútbol, un torneo juvenil que se disputó en Medellín. Los chicos de la Academia Tolimense llegaron hasta allí y –acostumbrados a jugar en pequeñas canchas–, se toparon con un marco de 5 mil espectadores en el estadio Atanasio Girardot. James metió 13 goles en 9 partidos, incluidos dos olímpicos en la final. Se los dedicó a su mamá (la que lo avergonzaba gritando desaforada “distanciaaa” en los tiros libres) y a su padrastro; también dijo que su objetivo era ser “prof-pro-profesional”. Por entonces, cuando se ponía nervioso, tartamudeaba un poco, cosa que también corrigió con lectura y mucho empeño.

Imagen EN EL PONYFUTBOL fue campeón, goleador y figura con la casaca de la Academia Tolimense.
EN EL PONYFUTBOL fue campeón, goleador y figura con la casaca de la Academia Tolimense.
Historias de narcos. Uno de los que estaba en la tribuna aplaudiéndolo era Gustavo Upegui, que de técnico de las inferiores del Envigado, se había convertido misteriosamente en el mayor accionista del club. Upegui había sido el mejor amigo del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria, a quien había conocido en su barrio y con el que iban a ver partidos de fútbol desde los años 70.

Al ver a James, le brillaron los ojos. Upegui acordó la transferencia con la madre de James y la familia se mudó a Envigado, en las afueras de Medellín. Independiente y Nacional se quedaron con las ganas de llevárselo.

En las inferiores del Envigado trabajaba el papá biológico de James, cuya carrera no había prosperado por culpa de la falta de disciplina. Algo que a James nunca le iba a suceder. Rápidamente, el campo de entrenamiento de El Dorado coronó al rey del doble turno. Mientras los otros chicos se iban al vestuario, escapando del calor, la humedad o los mosquitos, James se quedaba solo en la cancha, practicando por su cuenta. Su familia contrató varios profesores para que tuviera clases particulares. Otras veces, le daban alguna propina a alguien que quisiera quedarse y hacerle de barrera, o de arquero, para que él siguiera sacandóle punta a su botín izquierdo.

Pero ya no se trataba sólo de la técnica. A James lo hacían subir de categoría y con ello se acentuaba el interés por mejorar el físico. A la crudeza del gimnasio, le hacía frente con la misma constancia de Leo Messi con las inyecciones. Su vida podía ser mucho más tranquila y sin embargo prefería estar ahí y aspirar el polvillo de El Dorado, que por entonces de dorado tenía nada más el nombre.
En 2006, cuando decía que quería parecerse a Zidane (aunque en los videos de hoy se aprecia un notable parecido con el Riquelme del 96), James Rodríguez pasó al plantel de Primera del Envigado. A mitad de año hizo su debut profesional en el fútbol colombiano.

En su palco, lleno de guardaespaldas, estaba Gustavo Upegui. Desde allí mismo se lo habían llevado unos años antes, arrestado en un operativo que incluyó a agentes que se hicieron pasar por plateístas. A Upegui lo acusaban de haber formado una banda de sicarios y de ser el capo de la Oficina de Envigado, la más temida de las ramas vinculadas al cartel de Medellín, que centralizaba a todas las bandas que habían quedado descabezadas y les cobraba un impuesto por delinquir, desde secuestros extorsivos a robos comunes, como el que había terminado con la vida del tío de James.
Upegui pasó 32 meses en una cárcel de máxima seguridad, pero en el momento del juicio, las pruebas desaparecieron y quedó en libertad. Treinta y cinco días después del debut de James, ocho hombres disfrazados de policías irrumpieron en su finca a las tres de la madrugada. Desactivaron al primer y al segundo grupo de guardaespaldas, calmaron a los habitantes de la casa como si se tratara de un operativo, llegaron hasta la habitación de Upegui. Lo despertaron, le ataron las manos, lo sentaron en un sofá y lo ejecutaron de un tiro en la cabeza, con un par de almohadas como silenciador. Huyeron sin ser vistos. El asesinato había sido encargado por un rival de la Oficina de Envigado, Daniel Mejía, sin el aval de los jefes del cartel. Mejía apareció muerto poco tiempo después. El Envigado quedó a la deriva. Descendió. Y sin el interlocutor directo para negociar su contrato y asegurar su futuro, Pilar Rubio convenció a James de que era momento de irse.

Las ofertas eran de la Argentina. Y la más concreta llegó de Banfield. Después de haber jugado en Primera, llegar solo a un país extranjero y ser un desconocido no fue fácil para James. O Sheims, como le decían de prepo en Luis Guillón. Padeció, lloró, pero se sobrepuso. Y en un fútbol mucho más físico, perfeccionó la última pata que le quedaba sin lijar: acostumbrarse a los golpes y a la marca de cerca. El tiempo libre también lo dedicaba al gimnasio. El look parecido al de Cristiano Ronaldo se le apagó con el bautismo capilar al que lo sometieron en su primera pretemporada. Con la cabeza llena de baches, no le quedó otra que raparse. El resto de la historia es bastante más conocida: James se inserta en el equipo de Falcioni, sale campeón con Banfield, la rompe en el Porto y termina con Falcao en Mónaco, el mismo con el que se juntaba en Buenos Aires.

Hoy Cristiano Ronaldo es su compañero, Colombia lo consagró como ídolo máximo después del Mundial de ensueño, su imagen está presente en una gigantografía en El Dorado y también en El Jordán. “Todo lo que soy como futbolista se lo debo a la academia”, admite James, el crack que se crió entre conos y que reniega de eso de que el fútbol “está en los genes” y de que es el único camino para progresar. De hecho, en Portugal hasta intentó estudiar sistemas a distancia, para ser ingeniero como su padrastro. James Rodríguez simboliza la generación 2.0 de futbolistas colombianos: talento como siempre, pero disciplina y profesionalismo como nunca.

Todos los niños colombianos sueñan con ser como él. Y ahora ya lo saben: para eso, además del talento, lo que vale es trabajar muy duro. El valor de la influencia de James en su país y en el mundo es incalculable: 80 millones de euros suenan a una verdadera ganga.

Por Martín Mazur