Casos insólitos, curiosos y paranormales
Félix Daniel Frascara repasa los sucesos anormales e inexplicables ocurridos en distintas disciplinas deportivas en el país y el mundo en las primeras tres décadas del siglo XX.
Si el gran winger izquierdo de Huracán, Cesáreo Onzari, no hubiese pasado a la historia por sus condiciones excepcionales, habría logrado igualmente esa distinción en mérito a ser el autor de uno de los goals más raros que se hayan hecho en nuestros fields, mucho más notorio porque fue en un match internacional. Hacía justamente dos días que la F.I.F.A. adoptaba la resolución de declarar válido el goal directo de comer, cuando en la cancha de Sportivo Barracas se midieron los equipos de Argentina y Uruguay, integrados por los futbolers que acababan de adjudicarse el glorioso título de campeones olímpicos. En ese encuentro, la defensa visitante cedió comer y Onzari, encargado de ejecutarlo, rubricó su brillantísima actuación de esa tarde con un hecho extraordinario: la pelota describió en el aire una curva leve y se introdujo, de emboquillada, en el arco defendido por Mazali, quedando así sancionada en la práctica la disposición que adoptara la F.I.F.A. Por haber sido obtenido en ese partido, desde entonces se llamó "goal olímpico" al tanto logrado por Onzari y, desde entonces, se le recuerda a menudo resaltando la maestría con que el puntero dirigió el tiro desde la esquina. Lo más curioso es consignar que, si el match se hubiera jugado tres días antes, la hazaña habría carecido de trascendencia.
Como ese, hay infinidad de casos curiosos en todos los deportes. Si nos propasiéramos hacer estadísticas y citarlos sin perder uno, precisaríamos, no una revista, sino un libro entero. Para compaginar esta nota he tenido que elegir aquellos que con más premura acudieron al llamado de mis recuerdos.
Siguiendo en el capítulo del fútbol, iniciado con la rara jugada de Onzari, encuentro otro hecho que llamó poderosamente la atención y que, al mismo tiempo, tuvo la virtud de evitar incidencias de proporciones y brindar al público una nota curiosa, que al principio desconcertó y más tarde hizo despertar toda clase de comentarios. Me refiero al encuentro que por el campeonato oficial de 1933 disputaron Gimnasia y Esgrima de La Plata con San Lorenzo de Almagro, en el estadio de los santos. Otras generaciones de espectadores habían presenciado ese espectáculo, según lo recordó Chantecler en aquella oportunidad, pero el hecho constituyó una novedad absoluta para la casi totalidad de los actuales aficionados.
Gimnasia y Esgrima, protagonista de ese torneo en mérito a su campaña excepcional, empezó a ser víctima de injusticias graves conforme entró a jugar en la Capital los matches revanchas con los más poderosos adversarios. Primero fue la actuación de un mal árbitro en el partido con Boca, cuyo referee, después de cortar todos los avances de los triperos, terminó inventando un penal que decidió la lucha. Vino luego e l compromiso frente a San Lorenzo y otro juez, equivocado, perjudicó a los visitantes, nos adoptaron la más extraña y pacífica actitud que se haya visto cuando se sancionó el tercer goal de los locales, convertido antirreglamentariamente. Apenas se sancionó el tanto y Gimnasia y Esgrima se convenció de que las protestas eran inútiles, su capitán, José M. Minella, cumpliendo indicaciones de dirigentes, dió a sus compañeros una orden curiosa: la huella que, futbolísticamente, denominaríamos de "pies inmóviles". En efecto, cada futboler ocupó su puesto, pero, al reanudarse el juego en el centro del field, se advirtió que los hombres de Gimnasia y Esgrima permanecían inactivos, unos de pie y otros tranquilamente sentados en el césped. Así señaló San Lorenzo otro tanto y hubo, en seguida, una breve conversación entre el árbitro y el capitán: Minella:
—¿Qué piensan hacer?
—Nosotros, nada.
—¡Pero yo tengo que hacer seguir el juego!
—Perfectamente. Haga lo que le parezca. Y siguieron así hasta que, al marcarse el séptimo goal, el juez dió por finalizado el match.
El gran zaguero de River Plate Alberto Cuello, que ahora está en forzoso receso, tiene una anécdota curiosísima.
Jugaban en Tucumán, ciudad en la cual nació el back, los tradicionales adversarios Talleres y Central Norte. Una casa de comercio había ofrecido como premio un equipo completo para el jugador que marcara el primer tanto del partido. Se produjo un foul contra el team de Cuello y el centre forward del conjunto rival, Castro, se apresuró a ejecutarlo. Cuello quiso interceptar el tiro, pero lo hizo con tan poca suerte que le metió un golazo a su propio arquero. Ahí se armó el lío. ¿Quién había marcado el goal, Castro o Cuello? Se originó una polémica; durante varios días discutieron el asunto el público y los diarios, hasta que en uno de ellos Alberto Cuello leyó la siguiente noticia: "La casa X ha resuelto entregar el equipo al jugador Cuello, por considerarlo el verdadero autor del primer tanto del partido entre Talleres Y Central Norte".
EN LOS HIPÓDROMOS
Posiblemente sea el turf, por la diversidad de factores que intervienen desarrollo de las carreras, uno de los sports en cuya historia se recuerda la mayor cantidad de hechos curiosos. Como muestra, traeré dos de ellos a colación. El primero de ellos es de los que más valen ser vistos que contados. Fue en el circo de La Plata y sirvió para que su protagonista ganara rápida popularidad, más como un premio a su hazaña que como reconocimiento a sus aptitudes. Proeza fue, en realidad, y de las más curiosas: al larga una carrera, el caballo que dirigía el jockey Américo Domínguez lo desmontó a éste. Cualquier otro jinete, en tales circunstancias, habría quedado decisivamente fuera de acción. Domínguez, en cambio, recurrió a su extraordinaria valentía y a su notable agilidad. El público, asombrado, lo vió correr unos pasos junto al caballo y, en plena carrera, saltar sobre él, siguiendo la lucha. La escena provocó en todos la misma fuerte emoción que despertaban, en iguales circunstancias, los célebres cosacos de la guardia imperial.
Del otro episodio han pasado ya varios arios. Era la época en que reinaba en Palermo la familia de los Torterolo. El mayor de ellos, Pío, se encontraba en Montevideo, un día en que corría su caballo Caricato en el Hipódromo Argentino. Caricato era una "papa" tan imperdible que sobre su victoria no podía admitirse la más mínima duda. Y bien: Pío Torterolo, que desde la capital vecina dirigía los títeres, vió llegar hacia él esa tarde a un amigo que, con cara demudada, le decía:
—Don Pío, ¡perdió Caricato!
Don Pío se sonrió, convencido de que lo querían hacer víctima de una broma.
—¡Vamos, hombre! — dijo sonriendo.
— Ese caballo no puede perder.
—¡Le digo que sí! — insistió el otro.
— Caricato perdió la carrera.
—¡No es posible! Se trata de un chiste — agregó Torterolo. Pero ya en su sonrisa había una mezcla de duda. El informante le aseguró que no se trataba de una broma y entonces se hicieron las averiguaciones. Efectivamente: el invencible había caído derrotado. ¿Qué era lo sucedido?
Resulta que el caballo Caricato, además de sus excepcionales aptitudes, tenía un defecto grave: mal carácter. Era un equino "cabrero". Y sucedió que durante la carrera, yendo en punta, dando a todos la sensación de que iba a "robar", sufrió un ataque de mal humor y, ante la sorpresa general y pese a los esfuerzos de su jockey, ¡saltó la empalizada y siguió corriendo por la otra pista! Llegó primero, cortado, pero sobre la arena que a él se le ocurrió elegir...
SIGUEN LAS RAREZAS
En el tiro al blanco existe el recuerdo de una performance histórica que no solamente cobró importancia por el acierto del tirador, sino, muy especialmente, por la originalidad del tiro. Nuestro prestigioso representante olímpico Félix Aráuz, vencedor en tantas competencias difíciles y verdadero as del tiro al blanco, sufrió, en ocasión de una lucha olímpica precisamente, la más curiosa de las equivocaciones: al efectuar un tiro, cuyo resultado podía ser decisivo para su clasificación, el señor Aráuz apuntó detenida-mente y, con su habitual pericia, consiguió un magnífico centro, pero al júbilo del primer momento sucedió la consiguiente desilusión al advertir que el centro lo había hecho, efectivamente, pero... en el blanco correspondiente a un competidor extranjero, ubicado al lado suyo. De ese modo, Félix Aráuz vió malogrado uno de sus mayores aciertos.
DE AUTOMOVILISMO
Mi compañero Ricardo Lorenzo fue al Brasil el año pasado, como enviado especial de El Gráfico a la carrera automovilística por el Gran Premio Cidade Río de Janeiro. Con su máquina fotográfica llegó al Circuito de Gavea el día de la prueba, dispuesto a completar su labor de cronista con las tareas de repórter gráfico. Obtuvo primero una serie de fotos que iban a ser, por así decirlo, el grueso de la nota, y luego se dedicó a sacar detalles. Por ahí vió que al coche de Moraes Sarmento lo estaban reabasteciendo de nafta y, apuntando con el objetivo, sorprendió el momento en que uno de los ayudantes volcaba el contenido de la lata en el tanque respectivo. Lo que iba a ser un detalle sin importancia pasó luego a constituir un punto esencial, al extremo de que esa foto resultó todo un documento, porque lo que se estaba echando en el tanque no era nafta, ¡sino agua!
Se produjeron, así, dos casos curiosos en uno mismo: el error de la persona que confundió el agua con la nafta y la involuntaria acertada de Lorenzo, que por casualidad tomó esa foto...
Esa no fue la única. Más tarde se colocó en lo alto de un cerro, dando precisamente sobre un viraje, con el propósito de sacar a los que pasaran mejor colocados. Como él no tenía tiempo de mirar los coches y enfocar, le pidió a un pibe que le sirviera de ayudante.
—Vos mirá dónde toman el viraje y cuando veas el coche del Barón de Teffé, que anda bien, avisame. Yo voy a estar con la máquina preparada.
Pasó un rato y el pibe le dijo: "¡Agora!" Apenas sintió la orden, el cronista-fotógrafo apretó el disparador.
—¡No, ese no! — le gritó el muchacho. — Era el de atrás...
—¡ Qué lástima! Malgasté una placa... Yo creí que era ese.
Más tarde, cuando reveló toda la nota, no quiso creer lo que pasaba: en la "placa malgastada" había sorprendido el paso de Ireneo Correa da Silva. ¡Nada menos que el que se clasificaría vencedor de la prueba! Y el éxito se debió a una feliz equivocación.
Momento dramático fue aquel que pasó Raúl Riganti en el Gran Premio Nacional que ganó el año 1929. Sólo la casualidad evitó que él y su acompañante perdieran la vida. Pocos hechos tan curiosos como éste habrán de encontrarse en la historia del automovilismo.
Conociendo la bien ganada fama de "santabárbara" que tiene Riganti, se imaginarán ustedes a qué velocidad iría su máquina cuando, de pronto, se vió ante el más grave de los peligros. A la altura de Arrecifes, metiendo fierro a todo lo que daba, advirtió que ahí, cerca, a una distancia que impedía tomar cualquier precaución, había un puente por el cual el camino se estrechaba ligeramente, ¡y un caballo aparecía atravesado, a lo ancho! En un segundo, Riganti hizo todos los cálculos y llegó a esta única solución: estaba obligado a seguir derecho, a embestir contra el caballo ignorante de la tragedia que iba a provocar. Cuenta el propio "Polenta", sin dar importancia a la demostración de su extraordinaria sangre fría, que en esos momentos miró a su acompañante y pensó: "¡Linda figura vas a hacer vos!..." Era fatal; ahí, en ese puente estaba la muerte. Siguió, sin tiempo para nada más que para pensar en todo con la vertiginosidad que en esos momentos adquiere la mente. Y, cuando esperaba ya resuelto la catástrofe, vió que el caballo, llamado quién sabe por alié voz misteriosa, se hacía a un lado y dejaba el espacio justo para que el coche siguiera su marcha como una exhalación. Cómo se puso de perfil ese animal, en el mismo momento en que iba a producirse el choque es lo que entra en la zona de lo imprescindible. Riganti, recordando el episodio, agrega, ya en otro tono, que al pasar junto al caballo lo miró y se dió cuenta que era tuerto.
Tuerto tenía que ser, por lo desconfiado
DOS DE CICLISMO
Aquí lo cómico se mezcla con lo curioso. José Moras actuaba en segunda categoría e intervino en una carrera doble Cañuelas. La llegada era en la calle Rivadavia, a la altura de Ramos Mejía y podía arribarse a la nieta por dos rutas distintas, porque un trecho antes el camino se bifurcaba en dos semicírculos que iban a convergir en el mismo sitio, de manera que los competidores podían tomar por el que mejor creyeran. Ya habían llegado los punteros de la primera categoría, en la que el triunfo correspondió a Cosme Saavedra, cuando se vió acercarse a José Moras, con apreciable ventaja sobre sus colegas de segunda. De pronto, imprevistamente, se sintió descompuesto y cayó al suelo, cuando solamente le faltaban alrededor de doscientos metros. Era tanta la distancia que había entre él y los otros que hubo tiempo para que desde la llegada se corriera una persona a advertirle que siguiera, que le faltaba muy poco.
—No puedo — gemía Moras. —Estoy muy mal...
—¿Pero, hacé un esfuerzo! ¿Llegaste hasta aquí y vas a abandonar?
Se fueron acercando otros, entre ellos Lorenzo, nuestro cronista de ciclismo, quien, agachándose, le dijo:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué no seguís?
—¡Porque me duele mucho! — le respondió Moras pasándose una mano sobre el estómago, y haciéndole, al mismo tiempo, una guiñada.
¿Qué pasaba? Que Moras se había dado cuenta de que, si ganaba esa prueba, lo iban a pasar a primera categoría y entonces no podría tomar parte en una carrera de seis horas a la americana que pocos días después iba a disputarse en el edificio de Resta Hnos., y para la que ya estaba anotado,
La otra es de una época pasada, de cuando Gaudino aún no había abandonado las competiciones ciclistas. Era una carrera de largo aliento, hasta Córdoba. Dos hombres habían quedado, casi completa-mente, sin chance: Gaudino y Fernández. En vista de su mala actuación, resolvieron buscar la trampa y, calculando la enorme ventaja que les llevaban los otros, se colaron en un tren, del que descendieron en los alrededores de Bell Ville. Ahí se echaron a dormir, para dar tiempo a que pasaran los otros, porque de lo contrario se descubriría la "mula". Cuando se despertaron salieron al camino y vieron huellas.
—Ya deben haber pasado cinco o seis — pensaron. — Vamos. Y reanudaron la marcha. Pero cuando estaban cerca surgió una discusión: ¿cuál de ellos iba a ser sexto, y cuál séptimo? Ninguno quería dejarle el mejor puesto al otra. Resolvieron, entonces, hacer un embalaje, ¡para definir el sexto y séptimo puesto de una carrera! El caso era de lo más curioso, pero lo fue mucho más aún, porque cuando finalizaron el embalaje y atravesaron la meta, se sintieron llevado en andas. Les asombró el entusiasmo de los cordobeses. ¿Tanto entusiasmo con los que llegaban "cola"? No había tal exceso de entusiasmo. Lo cierto era que Gaudino y Fernández eran los primeros en llegar a la meta, ¡eran los ganadores! Las huellas que vieron los había confundido: no eran de bicicletas, sino de algún sulky. Claro que después llegó el legítimo vencedor, Guzzo, y ahí fue dónde se armó la gorda. Los "muleros" del suceso fantástico fueron descalificados.
EL MISMO GAUDINO
Siendo motociclista, Antonio Gaudino fue protagonista de un caso rarísimo. Durante la disputa de una carrera a Rosario sufrió un golpe terrible. La moto quedó deformada, desvencijada y Gaudino, además de partirse la lengua en tal forma que todavía tiene la cicatriz, quedó inconsciente, víctima de una conmoción cerebral. Ernesto Blanco, que también tomaba parte en la prueba, vió la moto, se dió cuenta de que era Gaudino y, deteniéndose, se internó en su busca, hallándolo en una casita donde se le prestaron los primeros auxilios. Viendo que estaba cuidado, se dispuso a volver.
—¿Adónde vas? — le preguntó Gaudino.
—¡Y, dónde voy a ir! A correr.
—Vamos.
Fue, pese a la oposición de Blanco. Hizo marchar a esa moto cuando parecía que nada la haría andar, tan deshecha estaba. Y así, herido, inconsciente, sobre un montón de hierros informes, llegó hasta la raya. En estado normal nunca hubiera hecho eso. Nadie se dió cuenta de lo que le pasaba hasta que, ya después de haber firmado la planilla, preguntó:
—¿Dónde está Ernesto? ¿Cuándo empieza la carrera?
Gaudino, completamente knock-out, había realizado la más rara de sus hazañas.
COSAS RARAS DEL RUGBY
Una de ellas sucedió el domingo último. Está, pues, recién sacada del horno. Gimnasia y Esgrima, que había vencido a San Isidro en la primera rueda, volvió a derrotarlo en la revancha. Es ésta la primera vez que el team de San Isidro pierde dos veces en una temporada con el mismo rival.
Hace tiempo se jugó un match de tercera división entre Gimnasia y Esgrima Y San Isidro, precisamente. Los dos adversarios se profesaban un "cariño" profundo, tanto que aquello, más que un partido de rugby, resultó una batalla campal.
Tales proporciones adquirió la refriega que el referee, en su informe, aconsejó a la Unión que suspendiera a todos los jugadores de ambos bandos, con la sola excepción de los dos backs, únicos que habían permanecido al margen de los incidentes. Pero sólo se salvó el back de San Isidro, porque el de Gimnasia y Esgrima tuvo la poca suerte de ser el capitán de su equipo y por ese motivo también se le impuso una penalidad. Este es un caso único en la historia del rugby local.
Se sabe perfectamente la trascendencia que tiene, en rugby, una derrota de San Isidro. Es algo tan importante como, en fútbol, un contraste de Boca Juniors. Entre ellas, la que más se recuerda por lo singular fue la que sufrió en la final del torneo de competencia correspondiente a 1924. El adversario era C.U.B.A., cuyo club pidió la postergación del match porque no iba a poder contar con varios de sus jugadores. La Unión no accedió al pedido y después de agotar todos los expedientes, Universitario no tuvo más remedio que presentarse con ocho suplentes. ¡Y así, frente al poderoso San Isidro, venció C.U.B.A. Por 7 a 5!
Dejando a un lado la actividad local del boxeo, en el que por cierto han sucedido cosas raras, voy a evocar un relato histórico que en El Gráfico se publicó hace un tiempo, por entender que es lo más extraordinario que se conoce en ese aspecto.
En Calgary, Alberta, Canadá, el día 24 mayo de 1913, iban a sostener un match Arthor Pelky y Luther McCarty, en un local Y cerrado por cuatro enormes paredes a , con una claraboya de vidrio en el techo, a través de la cual podía verse, ese día, el cielo cubierto de grandes nubarrones. Comienza la pelea y luego de unos breves cambios de golpes, McCarty dirige una recia derecha a la mandíbula de Pelky. Se produce un clinch; el referee interviene; se apartan los boxeadores. McCarty, moviéndose ágilmente sobre sus pies, toma la iniciativa y va hacia Pelky... de pronto sus rodillas se doblan... intenta adelantar una pierna como para sostenerse... sus brazos caen en completo abandono y por último su cuerpo se desploma pesadamente al suelo y queda tendido sobre su espalda, respirando penosa y entrecortadamente. Pelky, a su lado, permanece mirando el cuerpo inanimado de McCarty, mientras el referee comienza la cuenta.
"¡Uno!", grita, y, en ese mismo instante, el sol, que había estado todo el día oculto tras grandes y obscuras nubes, apareció de pronto y a través de la claraboya se coló un rayo dorado que fue a iluminar precisamente la figura del postrado campeón... "ocho, nueve... ¡diez!", terminó el referee y, como por arte de magia, el rayo de sol desapareció tras una enorme masa de negros nubarrones.
¡Luther McCarty había muerto!
EL SUICIDIO DEL "FIRECREST"
Allan Gerbault, el célebre navegante francés, tenía un amigo inseparable, que lo había acompañado en sus correrías por todos los mares del mundo: su barco, su "Firecrest", su camarada bravo y animoso, que en una oportunidad, herido contra un banco de coral, vió que el audaz francés se alejaba hacia la costa a nado y, deseoso de manifestarle su fidelidad, perdió la quilla, pero apareció nadando junto a Gerbault y con él arribó a la costa.
La infinidad de recuerdos que unían a Gerbault con su barco, fueron olvidados un momento por el gran navegante, cuando vió que el "Firecrest" estaba viejo, y decidió venderlo, en tanto que dedicaba ahora sus cuidados a una nueva embarcación. Fue así como el "Firecrest" vió que un día se acercaba hasta él un remolcador y que, amarrándolo por un cabo, tiraban a toda fuerza llevándoselo con destino desconocido.
Gerbault había vendido el "Firecrest". El barco, digno de la bravura y de la entereza del que fuera su dueño, pareció que cobraba vida en esos momentos, que medía toda la injusticia y la crueldad de ese olvido, de ese desprecio... Gerbault ya no lo precisaba y lo vendía...
Fue entonces cuando se produjo lo milagroso: la mar, brava, parecía solidarizarse con el "Firecrest" y azotaba al remolcador. Este, obligado a cuidar su propia suerte, no advirtió que el barco de Gerbault estaba haciendo esfuerzos por desasirse. El cabo fue cediendo poco a poco, poco a poco... Cuando se encontraban frente al Cabo de la Virgen, se cortaron las últimas hilachas y el glorioso compañero del gran navegante, soberbio, digno, se hundió para siempre.
Por Félix D. Frascara (1935).