¡Habla memoria!
Selección Argentina: acomodar la carga
Aprender a sobrellevar la presión, tener un funcionamiento que libere a nuestro crack para que no se vea obligado a ser el salvador, convencer a nuestro crack y a los que tienen la idea de seguir sus pasos de que es mejor seguir, perseverar como Alemania que perdió partidos decisivos hasta consagrarse después de 24 años.

Postal repetida de la desolación: el plantel argentino observa la premiación del campeón.
No se trata de pecar de conformistas. Nuestro país alumbró a 3 de los 5 mejores futbolistas de la historia, ganó 2 Mundiales, 14 Copas América, 2 medallas doradas olímpicas, 6 juveniles. Tiene derecho a exigir la excelencia, a no resignarse con sonreír de oreja a oreja con la medalla del segundo. Pero tampoco hay derecho a la autoflagelación extrema. La gran chance que nos brindó el calendario de tapar una frustración mundialista con una continental, y esa continental con una edición especial del máximo trofeo de América, todas en años consecutivos, terminó constituyendo un dolor intolerable para nuestro genio rosarino, y también para los que observamos absortos primero cómo una potencia nos ganaba en la agonía sin habernos superado (Alemania en 2014) y luego cómo un país que nunca había levantado un trofeo nos abofeteaba dos veces en tan poquito tiempo. Y con dos entrenadores argentinos, cosechando aún los frutos de lo que había hecho otro entrenador argentino que hace una década aterrizó en Santiago para cambiarles la mentalidad a los futbolistas. A ese entrenador (Marcelo Bielsa), al que casualmente despedazamos hasta dejarlo sin energía. En eso (autodestruirnos sin escatimar esfuerzos) somos especialistas los argentinos. Ahora lo padece Messi. Y seguramente seguirán las víctimas.
Argentina hilvanó su cuarta final seguida sin convertir goles, si sumamos las de la Copa América 2007 (0-3 con Brasil) y las tres consecutivas de 120 minutos de estos últimos tres años, para redondear la escalofriante suma de 7 horas y media sin poder gritar algo que no sea un insulto o un “uhhhh” en estas citas cumbres. Sin dudas, la mochilita ha ido acumulando peso y cada vez se siente más en la espalda de los futbolistas argentinos. Si no, no se entiende por qué Higuain, tras desperdiciar el mano a mano del primer tiempo, prácticamente desapareció del partido, e incluso dilapidó una media vuelta tirándola a las nubes, en la única chance propicia que volvió a tener. Sin la carga extra de la presión por las finales recientemente perdidas no se entiende por qué el Kun Agüero, viejo zorro del área que te la manda al rincón, bien pegada al palo, cuando tuvo la victoria a los 84 minutos, el gol y victoria, la mandó tres metros arriba del travesaño, pateando como un principiante. En este punto, Messi no liga: Maradona fue nuestro Dios contra Inglaterra en el 86, pero en la final contra Alemania jugó un partido discretísimo. Eso sí: le metió un pase gol a Burruchaga para que definiera el pleito. Y Burru hizo los deberes. Nuestro crack también se lo sirvió a Lavezzi en Santiago, tras sacarse a tres de encima, para que el Pipa lo perdiera debajo del arco. Y se la dejó clarita al Kun en EE.UU. para que la mandara a cualquier parte en situación más que propicia de gol. El fútbol no es golf, ni tenis, es un deporte colectivo. Y se licúan las responsabilidades.

La jugada que podría haber cambiado el partido: Higuain pierde el mano a mano con Bravo.
Duele la derrota. Lastima desperdiciar una nueva oportunidad. Alemania perdió dos finales (Mundial 02 y Euro 08) y tres semis (Mundial 06 y 10, Euro 12) antes de gritar campeón en Brasil 2014 tras 24 años. Habrá que seguir insistiendo. Con Messi, Masche y trabajando en la cabeza del plantel. No hay peor derrota que darse por vencido.
Por Diego Borinsky / Fotos: AFP
Nota publicada en la edición de julio de 2016 de El Gráfico