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Ser de River (en la B)

Ante la recta final del Nacional, Andrés Burgo, autor del libro Ser de River, nos relata sus sensaciones. Un viaje interior que compartirán miles de simpatizantes millonarios en todo el país.

Por Redacción EG ·

16 de mayo de 2012
 Nota publicada en la edición de mayo de 2012 de El Gráfico 

Imagen FELICIDAD. Trezeguet celebra el trascendental gol a Instituto, con el uruguayo Sánchez como mochila y un Monumental a pleno.
FELICIDAD. Trezeguet celebra el trascendental gol a Instituto, con el uruguayo Sánchez como mochila y un Monumental a pleno.
¿Cuánto dura un partido para los hinchas con el equilibrio emocional alterado? ¿Cuántos días antes comienza? ¿Cuántos meses o años después termina? ¿Cuántos partidos podemos jugar al mismo tiempo? ¿Cómo fue que un sábado de finales de abril de 2012 dejé una parte de mi sistema nervioso en el 1 a 0 contra Instituto, apretujado en la platea San Martín alta, en una tribuna que no era para socios sino para contorsionistas, mientras simultáneamente ya planeaba la peregrinación a Mar del Plata para el partido contra Aldosivi del domingo siguiente, y pensaba cómo podría conseguir entradas para los viajes finales contra Atlético Tucumán, Rosario Central y Patronato de Paraná, en mi obsesión por anticiparme a los 45 días decisivos de un campeonato taquicárdico?

¿Y a partir de ahora cuántas veces volveré a pensar en ese triunfo contra los cordobeses y en ese gol en cámara lenta de David Trezeguet, un gol que no fue convertido, sino parido, y en el que la pelota no fue un misil teledirigido a la red sino una piñata desinflada que perdía fuerza a medida que se alejaba del empeine diestro del mejor postulante a ser nuestro héroe del siglo XXI, un Enzo Francescoli de las nuevas generaciones? También seguiré recordando ese 1 a 0 como la noche en que el gol provocó una avalancha en la platea, en que un partido de la B Nacional segregó las mismas endorfinas colectivas de una atmósfera de semifinal de Copa Libertadores, en que la San Martín alta debió cerrar sus puertas 45 minutos antes del comienzo porque el colapso era tan grande que los hinchas compartíamos un mismo escalón y varios socios debieron quedarse en la calle sin entrar y, sobre todo, seguiré recordando ese 1 a 0 como la noche en la que el venezolano César González fue el inesperado gurú de un club que muchos años después volvió a jugar como un gran equipo de fútbol y no como uno malo de béisbol.

Para los hinchas que miramos a nuestro equipo al compás de los movimientos de un electrocardiograma, un partido son cientos de partidos y dentro de 24 años, en 2036, cuando tenga 61, en alguna tribuna del Monumental me acordaré de los detalles de esa noche de neurosis multitudinaria de abril de 2012, de la misma manera en que antes del gol de Trezeguet me había acordado de un River 6-Instituto 1 de hace 24 años, jugado una plácida tarde de domingo primaveral de 1988, cuando yo era un muchacho de 13 años que en la extribuna Sívori baja grité los goles de Balbo, Passarella y Centurión.

Entonces tenía 13 años, ahora que voy por 37 y cuando vuelvan a pasar 24 años más de los 24 que transcurrieron desde aquel 6-1 hasta este 1-0 a Instituto y cumpla 61 años, los partidos de River son un hilo conductor que entrelazan mojones dispersos de mi vida. Algunos de ellos (muchos) trascienden los 90 minutos y atraviesan décadas. ¿Cómo mensurar entonces su duración? ¿Cómo precisar el momento en que empiezo a pensar en la fecha que viene y cuándo la dejo de recordar?

Todo partido tiene su origen en uno anterior y este en otro anterior y este en otro anterior y así hasta el infinito, hasta llegar a los relatos tribales de nuestros padres, que implica otra forma de haber vivido una tarde o una noche de River en la que no estuvimos. El Nacional B, y en especial sus fechas decisivas, potencian esa intensidad, esa paranoia grupal: los hinchas siempre estamos jugando algún partido, o varios, al mismo tiempo.

No sé cuándo, desde lo personal, comenzó mi River-Instituto. Una vez leí que, según un informe de una universidad británica, los hombres pensamos en nuestro equipo de fútbol cada 12 minutos. Supongo que todas las variables habrán sido incluidas en el estudio: las del presente, como por ejemplo estar al tanto de la formación titular para el próximo partido, el tarareo de alguna canción de tribuna o averiguar quién será el 9 del equipo rival al que habrá que estar atento; y las del pasado, como la evocación de algún gol particularmente inolvidable, una expulsión injusta, alguna pelota en el palo (en nuestro arco o en el de ellos), el estreno de alguna camiseta alternativa ya marginada al olvido o el insulto más ingenioso a un árbitro o a un rival (o a uno de los nuestros).

De haberme prestado a algún tipo de informe académico similar, en la semana que antecedió al partido contra los cordobeses podría haber alcanzado un récord interesante. No las contabilicé, pero es posible que haya sumado 350 pensamientos relacionados con River, en un ritual compulsivo que seguramente repetiré hasta el fin del torneo: las previas contra Aldosivi, Gimnasia de Jujuy, Atlético Tucumán, Brown de Madryn, Rosario Central, Boca Unidos, Patronato y Almirante Brown deberían ser analizadas por Nacional Geographic, Physical Review o Nature Neuroscience antes que por El Gráfico.

1) Escribí 35 correos electrónicos a mis amigos de varias cadenas de fanáticos en estado de excitación y leí sus 103 respuestas.

2) Dos noches antes del partido fui a cenar a una pizzería de Chacarita con otros dos chiflados por River, Mariano y el Pollo y, de los temas que tratamos, los relacionados con nuestro equipo tuvieron una proporción 9/1: 20 minutos analizando el nuevo sistema táctico de Matías Almeyda, otros 10 debatiendo si es mejor el 3-4-1-2 o el 4-2-2 o el 4-3-3 o el 4-3-1-2, luego una disertación sobre el regreso del Maestrico González, enseguida una tesis con argumentos a favor y en contra de Daniel Vega y de Leandro Chichizola, más adelante una reflexión sobre el bajón de Lucas Ocampos en las últimas semanas y una resignación sobre el bajón de Rogelio Gabriel Funes Mori en los últimos meses, durante la segunda cerveza un discurrimiento sobre la irregularidad de Carlos Sánchez en 2012, a la hora del postre una duda existencial de por qué Almeyda prefiere a Luciano Vella en lugar de Luciano Abecasis y, como conclusión, un énfasis mayúsculo en que necesariamente debemos respetar a todos los rivales pero obligatoriamente no podemos dejar de recordar que Claudio Fileppi no es lo que se dice un estadista del fútbol y que Hernán Encina podrá tener un gran presente pero nunca tuvo un gran pasado, además de decenas de devaneos similares que nuestros piscoanalistas nunca deberían escuchar: que los pantaloncitos blancos son mufa, que el departamento de marketing debería renunciar porque la camiseta tricolor no se consigue en ningún local de ropa deportiva desde hace varios meses y, tal vez lo más importante de la noche, una reflexión final sobre un manifiesto colectivo surgido en las últimas semanas que intenta adiestrarnos sobre si debemos festejar o no el esperado ascenso, lo que supone una lección tan casta y pudorosa como si una parte de los 33 mineros chilenos encerrados en la mina de Copiapó le hubiesen planteado al resto: “Ey, huevones, si volvemos arriba adentro de la cápsula no la agiten porque no hay nada que festejar, eh, solo estaríamos volviendo a la vida de siempre y nada más”. En esa pizzería de Chacarita teníamos tantas ganas de River, tanta vocación para el regreso a la superficie, y estábamos tan convencidos de que en nuestra mesa estaban las mejores soluciones, que ni siquiera hablamos de mujeres. River en la B es un claustro de encierro.

3) A la noche siguiente, la previa al partido con Instituto, participé en una cena organizada por la filial Morón, dode por supuesto solo se habló de River y en especial acerca de qué podría suceder contra los cordobeses. Creo que escuché 28 corrientes filosóficas sobre cómo sería el partido, una más inquietante que la otra, aunque ninguna tan apocalíptica (y tan errada, por suerte) como la mía.

4) Me anticipé al fixture y le mandé mensajes de texto a otro amigo, Diego, para convencerlo de que había que viajar a Mar del Plata la semana siguiente.

5) Debo ser una persona muy poco profunda para conversar de temas generales porque a mucha gente solo le interesa hablar conmigo sobre River: “¿Cómo lo ves el sábado?”, “¿Qué le pasa a Cirigliano?”, “¿Te parece bien que busquen a Aimar y Saviola?”, “¿Es tan bueno el arquero de ellos como dicen?”. Por supuesto, me encanta que me consideren de esa manera.

6) Varias horas con lectura de diarios deportivos, blogs riverplatenses, webs partidarias y programas de radio.

7) Por recomendación de Diego, otro amigo en estado de abstinencia entre partido y partido, elaboramos un anti-ranking al estilo de la revista estadounidense “Time”, el de “Las 100 personas más influyentes para el descenso de River”: desde los apellidos más corrosivos, como José María Aguilar, Mario Israel y Daniel Passarella (el orden de los factores no altera el producto), hasta los de segunda línea como Sergio Pezzotta, Patricio Loustau y Juan Pablo Carrizo, y los aparentemente inofensivos pero que también nos clavaron un puñal, como Esteban Fuertes, Matías Sarulyte (el defensor de Estudiantes que apenas ocupa dos líneas de biografía en Wikipedia y se cargó 110 años de historia con el gol con escenografía de lápida que nos convirtió a dos fechas del final), Matías Ibañez (el improvisado arquero de Olimpo que se atajó hasta el viento en la última fecha contra Quilmes) y la operación de Héctor Baldassi (si el apéndice del árbitro se hubiera inflamado un día después, el desenlace del superclásico y del campeonato habría sido otro).

Y finalmente, después de 350 pensamientos relacionados con River, llegó lo que nunca nadie había previsto, un golazo feo de Trezeguet (el francés también es capaz de eso, de hacernos creer que su definición chingada fue una trampa deliberada para desenfocar al arquero rival, una pifia adrede que escondía un tipo de veneno incompatible en un remate seco), y volví a mi casa con un humor maravilloso. Fue un regreso inversamente proporcional al que había emprendido desde la cancha de Vélez, dos semanas atrás, cuando Atlanta nos ganó en el resultado y nos goleó en el juego.

-Comé más despacio, Andrés, sos una bestia, ¡te tragaste una porción de pizza en dos segundos!- me reprendió Estefanía, mi novia, aquella noche.

-¿Pero cómo me pedís que estés tranquilo si acabo de perder con Atlanta?, le respondí, susceptible por el juego aletargado de River y por la falta de comprensión de mi pareja para decodificar que otra vez me sentía en el medio del ring, bamboleándome y con los ojos hinchados.

Imagen ANGUSTIA. Cavenaghi sufre el puñal de la derrota con Atlanta, uno de los golpes más duros.
ANGUSTIA. Cavenaghi sufre el puñal de la derrota con Atlanta, uno de los golpes más duros.
Ese gol de Fernando Lorefice distorsionó algo más que la fugazzeta pospartido: corroyó la noche y la semana que recién comenzaba. Al día siguiente, cuando me desperté, durante un par de segundos creí que había regresado a la angustia del año anterior, ese deambular en medio de una realidad viscosa, la jotatización de nuestras existencias durante los 50 días que antecedieron el descenso. Marcelo, otro amigo gallina, me confesó que se había despertado a las 3 de la mañana, desvelado por la amenaza del no ascenso y doblemente insomne por no querer asimilar que su equipo de fútbol influye más sobre su cotidianidad ahora, que cumplió 43 años, que cuando cursaba el secundario un cuarto de siglo atrás: “Esto es una catástrofe dantesca para mí. Perdimos con Atlanta y casi no pude dormir. Es descorazonador saber que River sigue siendo tan importante como cuando tenía 18 años. Con decirte que cuando gana y juega bien no dejo elogio sin leer, como si estuvieran hablando de un hijo mío. Me dan ganas de llorar y todo. Un pelotudazo”.

En realidad, y aunque una de las lecciones de estos tiempos apocalípticos es que siempre se puede caer más abajo, lo que implica que siempre habrá un nuevo subsuelo dispuesto a recibirnos, ninguna opción del amplio menú de los fracasos podrá generar una acrimonia similar a la del descenso, el día en que todos fuimos conscientes de que el hierro candente que marca el ganado nos imprimía una B perenne sobre la piel: ni siquiera un segundo año en el Nacional sería comparable con aquel entumecimiento en el pecho. Podrá existir un infierno inferior pero no un dolor superior. Aun así, a la derrota contra Atlanta le siguieron días en los que mi cielo riverplatense se cubrió de nubes oscuras, aves de rapiña sobrevolando en forma de círculo y una presunción funesta. Recién el triunfo a la fecha siguiente, un 2 a 0 contra Huracán con sabor a pan duro, desactivó aquella presunción ominosa de que el ascenso de River había entrado en un proceso autodestructivo: esa noche de desahogo sin alegría tras los goles de un defensor de Huracán en contra y de Cavenaghi de contraataque, dejé el Monumental contracturado, con el cuello duro como una rodilla, pero qué importaba.

El tropiezo contra Atlanta sirvió, al menos, para anticiparnos lo que nos espera desde aquí hasta la última fecha. Ya sabemos cómo serán nuestras reacciones si volvemos a perder, como tras ese partido infausto en la cancha de Vélez (siete días al borde de la histeria haciendo cuentas, proyectando resultados e imaginando conspiraciones), o si ganamos, como en la noche redentoria frente a Instituto y en los triunfos balsámicos ante Huracán o Ferro: siete días mirando hipnotizados las repeticiones del gol triunfal (y ni hablar si encima ese gol fue tan de plastilina como el de Trezeguet contra Ferro). Tenemos por delante un puñado de semanas en las que estaremos expuestos a las catecolaminas, las sustancias que provocan la adrenalina y el estrés: nuestro humor y nuestra estabilidad del sistema nervioso central dependerán de una o dos jugadas puntuales. Es otra forma de disfunción atemporal: cómo algo que sucede en dos segundos puede afectarnos días enteros.

Y mientras tanto, a la espera del regreso a Primera, los miles que seguimos autoconvocándonos en el Monumental y el resto del país aprendimos el secreto que enseña el laberinto de la B: no somos hinchas de un equipo para festejar sus triunfos, sino para identificarnos con una causa. Y nuestra causa trasciende la categoría y los 90 minutos de un partido. Siempre estamos jugando. Siempre somos River.

Por Andrés Burgo (autor del libro "Ser de River"). Fotos: Maxi Failla

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