Anónimos reconocidos

El cielo es su techo

Leo McLean tiene 51 años. Un día pasó cerca del Aconcagua y su vida cambió para siempre. Atraído por la montaña, ascendió a las seis cumbres más altas del mundo y en mayo logró su máximo desafío: hacer cumbre en el Everest.

Por Redacción EG ·

14 de septiembre de 2011
Nota publicada en la edición agosto 2011 de la Revista El Gráfico

SE DIO CUENTA de que ya no daba más, de que todo había terminado, sintió que se le iban las ganas y se le morían las ilusiones. Sentado allí, respirando con fatiga, miró a su alrededor y solamente parecía estar el cielo; y ese cielo estaba al alcance de su mano y aparecía el sol y eran las cinco de la mañana, y extendiendo un brazo en cámara lenta, miró alrededor y cuando encontró a su compañero le dijo: “Mirá Tendi, esto no va más. Hasta aquí llegué”.

El otro comprendió lo que pasaba, así que se sacó su máscara de oxígeno y se la dio al compañero, quitándole la que tenía, que estaba averiada en la entrada de la válvula de entrada exterior. Entonces, lentamente, comenzó a sentir que la vida volvía a su cuerpo, que retomaba una vez más el deseo de llegar, y al mismo tiempo sintió que Tendi, su guía local de origen sherpa, era más fuerte que él, que el otro podía, mientras él estaba a punto de abandonar...

Así siguió, respirando trabajosamente y lidiando metro a metro con la altura, el cansancio, un problema en un dedo del pie, el frío y el viento. Así siguió luchando Leo McLean y aún hoy se emociona al recordar aquel momento.

No es para menos, porque en aquella madrugada en la que llegó a decir “Esto no va más” fue también una de las madrugadas más importantes de toda su vida. Es que, llorando, juntando las fuerzas para dar cada uno de sus pasos, aquella mañana Leo sintió que la máscara se le llenaba de lágrimas y saliva y dolor y adrenalina, y sueños y esperanzas y sacrificios, pero nada de eso le impidió ver, maravillado, la curvatura de la Tierra. Había llegado a la cima del Everest. Quince minutos más tarde comenzó el descenso.

@fotoD@TODO EMPEZO en un viaje en auto, junto a unos amigos, cruzando a Chile. Pasaron por el Aconcagua y uno (nunca se supo si en broma o en serio) preguntó: “¿Y si subimos?”. Leo estaba en el grupo. Le pareció una idea absolutamente alocada, él, de traje y corbata todas las mañanas –reuniones de directorio, viajes de negocios, hoteles cinco estrellas, estudio de mercado, análisis de marketing-; él, hombre casi común: pasado de jugador de rugby, fútbol, náutica, luego polo, golf, tenis, las Lomas de San Isidro y a lo sumo algún campamento en las sierras cordobesas. ¿El subir al Aconcagua?
Sin embargo a esa pregunta le siguió otra, picante y poderosa: “¿Por qué no?”.

La vida cambió de ese momento, o mejor dicho, desde esa pregunta, porque para Leonardo McLean –alto ejecutivo de ESPN, casado, tres hijos-, fue el comienzo de una nueva vida. Absolutamente.
Lo primero que hizo fue contactar a una experto montañista: Gabriel Cabrera. Y, luego, entrenarse. Así que cuando llegó enero de 2005 y estuvo frente a su primera montaña, comenzó también inmediatamente a aprender cosas de sí mismo. Es en esa extraordinaria soledad y ante el gran desafío –físico por un lado, pero psíquico y mayúsculo por el otro- cuando comienza un diálogo interior en donde se prohíbe la mentira.

“No es la cumbre lo que enseña, sino todo lo otro, o sea el recorrido, lo que te hace fuerte cuando, estando al límite de tus fuerzas, te decís a vos mismo que podés, que tenés que poder, que podés...”, cuenta ahora cuando le preguntan sobre qué es eso de meterse en semejantes aventuras.
Y cuando se afirma semejantes aventuras es porque aquella experiencia inicial solamente sirvió como un disparador para que Leo empezara a buscar nuevos desafíos.
Y se atrevió a todos.

SEVEN SUMMITS es el nombre de un circuito de las siete montañas más altas en cada uno de los siete continentes, incluyendo la Antártida. Subir a todos es algo más que un desafío, es casi una proeza, sólo que el primero en lograrlo no fue un profesional, sino un empresario de la montaña, un señor llamado Dick Bass; hasta ese momento ningún argentino lo había logrado, así que no es tan difícil adivinar la pregunta que Leo se habrá hecho a sí mismo: “¿Por qué no?”.

Se enteró de que había tres montañas muy difíciles, en este orden: el Vinson, de la Antártida; el McKinley, en Alaska; y luego lo que, para muchos, era (es) un imposible, el Everest. Y mientras en su cabeza retumbaba el “¿Por qué no”?, Leo pensó que había que arrancar por el principio. Ya había ascendido al Aconcagua. Luego, fue el Kilimanjaro, en el Africa en el 2005; luego vino el Elbruz, en Rusia, en el 2006; así que para noviembre de 2007 decidió encarar el Vinson, en la Antártida, alentado por Phil Ershler, uno de los dueños de la International Mountain Guides, a quien conoció antes de encarar el Kilimanjaro.

En definitiva y tras internarse dentro del continente antártico a la largo de 1.500 kilómetros, hizo cima en el Vinson: completó la expedición en ocho días. Vendría la quinta cima, el McKinley. Cuando Phil le propuso el Everest, la respuesta de Leo fue: “No, porque falta la sexta cima, Cartstensz”. En realidad la idea era bastante loca, porque esa montaña estaba en medio de un tremendo lío de problemas políticos y hasta guerras tribales en Papúa-Nueva Guinea, lo que hacía más complicado el entorno que el propio ascenso. Fue en esa circunstancia, en agosto de 2009, cuando Leo llegó a dos enormes descubrimientos: uno, el argentino Damián Benegas, que estaba guiando a otra persona. El segundo descubrimiento fue el mate, que acompañaba siempre a Damián.

Con una sonrisa, Leo le dijo: “Nunca más hago una montaña sin llevar mate y nunca más lo intento sin que me acompañe un argentino”.
Le faltó agregar: “Ahora le toca al Everest”.

EL MONTE EVEREST mide 8.848 metros y es el pico más alto del planeta. Leo McLean lo intentó, aunque sin haber logrado una preparación absolutamente impecable. Había contraído la fiebre porcina en México que terminó en una neumonía y un hemotórax. También sufrió un desgarro en el talón de Aquiles. Así y todo llegó al Campamento 3, a 7200 metros; pero cuando bajó al Campamento 2, se le bloquearon las vías renales. Llegó a tener seis cálculos bailando en su riñón derecho. Orinando sangre, fue arrastrado por sus compañeros a través de una cascada de hielo. Así, no se podía. Cuando llegaron al campamento base, un helicóptero lo trasladó a Katmandú. Se dijo a sí mismo: “Basta, hasta aquí llegué”.

Lo que no sabía –lo que no podía saber, ni imaginar- fue que, cuando por fin llegó a casa, su mujer lo esperaba con una pregunta: “¿Cuándo volvés?”. El le contestó volver adónde. “¿Cómo adónde? Al Everest, ¿O acaso no es tu sueño?”.
Leo extendió su derecha, y con el pulgar comenzó a teclear un teléfono celular. Se comunicó con los hermanos Benegas (Damián es mellizo de Willy) y les dijo:
-Hola, soy Leo; por favor, guarden mis grampones y todo el equipo: el año que viene volvemos al Everest.

@fotoD@NO ERAN MAS DE DIEZ. Los hermanos Benegas, Matoco Erroz -otro guía-, el argentino Miguel Recca, una chica palestina y otra de Aspen, Colorado. A ellos habría que sumar algunos sherpas, incluyendo a Tendi, un pibe de 27 años de una gran experiencia. El 25 de marzo Leo había salido rumbo a Katmandú, y allí se encontró con los otros. El 31 de marzo llegaron a Lukla, tardaron once días en la aproximación. La estrategia también abarca la logística, la preparación, el cálculo de las condiciones climáticas. Para dar una idea, esta empresa requirió tres toneladas de comida, incluyendo no solamente la yerba mate, sino tallarines, salames y jabalí en aceite, sin contar dos bolsas de 20 litros con el equipo personal. Y los tubos de oxígeno. El costo de una expedición de esta naturaleza puede llegar a los 500 mil dólares. Sin contar, claro, los riesgos físicos de toda índole. En el caso de Leo, sufrió el congelamiento del dedo gordo del pie izquierdo; un poco antes su compañero de cordada, Willy Benegas, tuvo que volverse por una úlcera en la córnea. En cada campamento se van instalando las provisiones. Se pasa de uno a otro, más alto, y luego se regresa al anterior, para acostumbrar el cuerpo a las alturas extremas.

Los vientos suelen superar los cien kilómetros por hora. La ingesta se hace cada día menor. Leo, por ejemplo, que mide 1,80 y que pesa habitualmente 87 kilos, volvió del Everest con 74. Se come poco, y aunque el mate no es el ideal, Leo no abandona el hábito. Se trabaja de día y de noche y no hay nada más solidario que un grupo de montaña. La vida de cada uno depende del otro, aunque también, como confiesa Leo, “Ante tanta inmensidad uno también se siente más solo que nunca, acompañado de Dios, o de lo que uno crea, de uno mismo...”.

LA VOZ DE WILLY, desde Katmandú, les advirtió que les quedaban cinco días para atacar la cumbre. “Tiene que ser el sábado 21 de mayo, se vienen vientos muy fuertes”. A pesar del congelamiento de su dedo, salieron del Campamento 2. Al llegar al 3, el dedo ya estaba muy morado. Cuando finalmente, y a través del Collado Sur del Everest, arribaron al campamento 4, el viento les retrasó el trabajo. Se acercaba el momento. “Tengo miedo”, dijo Leo. “¿Me hacés unos matecitos?”, respondió Damián. Eso fue todo. Leo, que hasta había llegado a ocuparse de temas profesionales de ESPN a través del teléfono satelital, y en plena ascensión (“A algunos de mis amigos les preguntaba: '¿Sabés dónde estoy?'. Y creían que era una broma"), comprendió que había que ponerse serio. Esa noche, a las diez, partieron con Tendi a la Cumbre Sur; estaban ya saliendo del Balcón, a los 8.400 metros, cuando sintió que se le iba la vida, o el ánimo, con la máscara averiada que Tendi tomó para él. Cuando llegaron los últimos 70 metros –hechos de a uno, con regulación en la toma de oxígeno, luchando contra el cansancio, la adrenalina y el temor-, los hizo muy despacio. Y luego, al ver que se acercaba su momento, el momento tan soñado, no pudo menos que llorar.

El descenso es tan complicado como la subida. Y en el regreso, recibieron la llamada de que tres españoles que estaban perdidos en la montaña. Leo ayudó junto a Damián y Matoco en la búsqueda y el rescate. Tardaron dos días en hacerlo. Leo bajó en un día al campamento base. El dedo no podía esperar. Mientras sus amigos rescataban tres vidas, voló Leo desde Katmandú a Buenos Aires, sintiendo que jamás sería el mismo, que tardaría varios meses en regresar a la oficina, a la corbata, a las reuniones de trabajo, a las tardecitas de domingos con su familia, convertido en un hombre de todos los días.
Aunque eso no es posible, porque hace rato quiere ir a pie hasta el Polo Sur, algo que nadie nunca hizo antes. Hasta ahora, cuando Leo, sonriéndose a sí mismo, se pregunta: “¿Por qué no?”

Por Carlos Irusta / foto: Emiliano Lasalvia