Anónimos reconocidos

Bichomaníaco

Rodolfo Fernández vende artículos dedicados a Argentinos, pero lo suyo va más allá del negocio. Es la historia de un amor tan grande por sus colores, que se negó a jugar en contra y sacrificó su carrera.

Por Redacción EG ·

20 de septiembre de 2010
Nota publicada en la edición Mayo de 2010 de la revista El Gráfico

ERA LA MAÑANA del 8 de octubre de 1961. A través de los ventanales del Constitución Palace Hotel se divisaba la Plaza Constitución. Poca gente, poco ruido. Domingo. El hombre dejó de mirar el paisaje ciudadano y le habló a su mujer, que estaba todavía tendida en la cama, en el entresueño. “Hoy es domingo...”, dijo. “Sí, claro, eso ya lo sé”, fue la respuesta. “Sí, es domingo... Estamos apenas a veinte minutos de La Boca, ¿sabías?”, preguntó él. “¿Y con eso, qué?”, preguntó ella. “Es que... hoy jugamos en la Bombonera, sería cuestión de irme un rato a la tarde, ver el partido y después me vengo para acá... Estamos muy cerca, entendeme, es ir y venir”. Ella, reincorporada ahora en la cama, con la tranquilidad que le otorgaban seis años de conocimiento mutuo, y casi con la paciencia con la que se le puede hablar a un niño, le respondió, pausadamente: “Querido, te recuerdo que anoche nos casamos en la Iglesia Buenos Aires. Y que mañana nos vamos de luna de miel a Bariloche. Por lo tanto, ya sé que es domingo, ya sé que Argentinos juega con Boca, que estamos muy cerca de la Boca y que te gustaría ver el partido con toda tu alma, pero hoy no te voy a dejar”.
Han pasado los años y Rodolfo Fernández sonríe cada vez que recuerda aquella mañana de domingo. “Y, encima, les ganamos 3 a 1. Lo tuve que escuchar por radio. Por suerte, mi amigo Sainz me lo dedicó. Algo es algo...”.

DON RODOLFO nació en la calle Punta Arenas 1957, un 12 de agosto de 1937. Por ese entonces, la vieja cancha de Argentinos estaba en la Avenida San Martín, a menos de una cuadra. Hijo único. Su papá era sifonero. Su mamá, ama de casa, como se decía entonces. Ya de pibito, aquello de vivir tan cerca del club hizo que ese fuera casi su segundo hogar. Se la pasaba o en la cancha o jugando a la pelota. Un día, cuando el pibe andaba por los ochos años, el padre le dijo que le diera una mano. Entre los dos, uno de cada punta, tomaron el sofá cama donde dormía el pibe. “Vení, vamos a sacarlo”, dijo el hombre y el chico le preguntó para qué. Estaba extrañado ante la determinación tan firme de su padre. “¿Sabés qué pasa? Como te la pasás todo el santo día en el club y acá prácticamente venís a dormir, prefiero llevarte el sofá cama allá, al club, así dormís ahí y listo; si en casa solamente estás a la hora de comer...”. La promesa no se cumplió y fue casi una amenaza o una advertencia, pero al pibe tampoco le hizo demasiada mella. Era uno de los gorriones de pantalón cortito que, en bandada, se lo pasaban dando vueltas al club. Era uno de los que, a las órdenes de don Juan, el canchero, le ponían orden y limpieza al pasto, pasando la guadaña para tenerlo cortito, pintando con brocha gorda las líneas de cal, ordenando las redes de los arcos y preparando los banderines de los corners. Eso sin contar que, además, lavaban las camisetas de los cracks y las cuidaban celosamente, no fuera a ser cosa que algún descuidista se la llevara de recuerdo. Rodolfo, un gorrión de pantalón cortito, era uno de los afortunados. Es que cuando habían terminado de trabajar, don Juan revisaba todo. Absolutamente todo. Entonces, ante la ansiosa mirada de los niños, se llevaba la mano al bolsillo delantero del pantalón (al que por esos tiempos llamaban “chiquilín”) y, extrayendo ceremoniosamente un enorme reloj de bolsillo, decía: “Indios, se portaron bien, hicieron todo bien. Tienen quince minutos...” y les ofrecía una pelota. Sí, una pelota número 5, una pelota de verdad, con tientos y todo, una pelota para jugar. Y durante quince minutos, esos chicos eran los más felices del mundo.
No siempre soplaban vientos de alegría. Una vez, se dieron cuenta de que don Juan les había mezquinado unos cuantos minutos y se quejaron. “Indios, nos vamos, ya está”, fue la respuesta que no admitía réplicas. Los Indios, como él los llamaba, quedaron cabreros. Y la venganza fue terrible. Sucede que el canchero se hacía la comida en una piecita de la cancha. Tenía su heladerita pintada de verde (a hielo, claro) y en la mesa ordenaba bien las cosas: primero el plato playo, después el hondo. Los cubiertos a los costados, el vaso, el vino, el sifón... Un día, cuando se preparó todo para comer, notó que algo estaba cambiado. Y cuando levantó el plato hondo, descubrió que en el playo le habían dejado ocho cabezas de ratoncitos. Estalló don José ante la venganza de los Indios, hasta que un día se le pasó la bronca y los gorriones de pantalón cortito volvieron a la guadaña, a los banderines y a lavar las camisetas. Y, también, a repasar los tablones...

HOY, UNO de esos tablones está en un comercio de la avenida Alvarez Jonte 2188. Tiene dos breves vidrieras, una puerta pequeña y basta abrirla para comprobar que el mundo puede ser rojo-blanco o blanco-rojo. Hay camisetas en cuadros, camisetas en venta, hay llaveros, hay ceniceros, hay relojes, hay banderines, hay ropa para bebés, hay chinelas... Todo está en rojo y blanco o blanco y rojo. Y, a un costado del ámbito, está el tablón de la vieja cancha en la que don Rodolfo, en sus tiempos de niño, aprendió a amar a Argentinos Juniors. Su papá no lo dejaba jugar al fútbol, pero sin embargo y a través de un primo hermano, Alcides, llegó a probarse en River. Allí conoció a don Aarón Werfigker. Quedó fichado enseguida. Sin embargo, su incipiente carrera como jugador de fútbol se truncó por voluntad propia. Un día, Aarón lo convocó para un partido amistoso contra Argentinos Juniors. “Lo siento, pero yo no puedo jugar contra Argentinos de ninguna manera”, le contestó el pibe. “¿Cómo que no? ¿Y por qué? Si yo le digo que tiene que jugar, usted juega, esto es así?”. El pibe se plantó: “Vea, si yo tuviera que jugar en contra de Argentinos y Argentinos va perdiendo, hago un gol en contra”. Treinta años después, el pibe, ya hecho hombre, conoció a un nieto del viejo técnico. Así que fue a verlo. “¿Se acuerda de mí, maestro?”, le preguntó al anciano. “Ay, pibe... Tantos y tantos chicos que conocí... Es tan difícil”. “Bueno, le doy una ayuda: un amistoso entre River y Argentinos Juniors”. El hombre, entonces, sonrió: “¡Cómo no me voy a acordar de vos! Fuiste el loquito que se negó a jugar contra su club! ¡Lástima que no haya más locos como vos!”. Se abrazaron y se dieron un beso.
@fotoD@CONOCIO a su esposa y mujer de toda la vida, Rita, en la placita Boyacá, cuando iba a comprarle helado a su madre, a la heladería Cachito. El entonces tenía 18, ella 14. “¿De dónde salió ese bombón?”, le preguntó a sus amigos de la barra. “Al que me diga dónde vive, le pago una pizza con moscato”. Por fin le dieron el dato y empezó el noviazgo. Inolvidable, porque fue en 1955, cuando Argentinos pasó a Primera. Hubo baile y ella estaba vestida de blanco con rayitas rojas. En esa época, ella era hincha de Boca, pero ya se sabe que el amor es ciego y Rodolfo la perdonó. Hoy, claro, ella ya es hincha de Argentinos, como los tres hijos que concibieron juntos: Fabián Omar, Andrea y Laura. Mariano les dio dos nietas: Yésica y Florencia, aunque en realidad, Rodolfo esperaba que primero naciera un varón, por lo que ya le tenía comprada una camiseta número 10 y todo...
Hoy el matrimonio comparte todo el tiempo en el negocio de la Avenida Alvarez Jonte. Cada cual en lo suyo. Porque él, muchas veces, se dedica a atender a los amigos, curiosos, periodistas, ex jugadores y turistas que quieren conocerlo o sacarse una foto con él, mientras ella despacha pedidos y atiende a los clientes. Desde hace diez años, el negocio funciona. Y, desde que se reinauguró la cancha (26 de diciembre del 2003), “Bichomanía” funciona también en el estadio. Lo único que no le cae bien a don Rodolfo es que a veces, le caen a comprar cosas cuando está por empezar el partido: “¿Por qué no ve la salida de los jugadores y disfruta todo eso y después me compra?”, reniega. Y no le falta razón. De la misma manera que admite que piensa quedarse en su puesto hasta que lo saquen “con los pies para adelante”, ya que como confiesa cándidamente entre sus amigos: “Esto no es un trabajo, es un placer, estar todo el día con lo que me gusta y junto a los colores que amo”. Sólo una vez sintió en su corazón una garra que lo apretaba y fue cuando su hijo, Fabián, le preguntó: “Papá, ¿vos lo querés más a Diego que a mí?”. Ese día fue muy duro para él, porque sintió que algo podía estar fallando. Y, más que nunca, se refugió en el amor de sus hijos.

FRANCIS Cornejo había probado a un pibe, Goyo Carrizo. Andaba bárbaro. “Vas bien así, pibe”, le dijo. El pibe lo miró: “Gracias, pero allá, en Fiorito, hay uno que sí es bueno de verdad, el día que lo vea, me lo va a decir”. Francis metió la mano en el bolsillo, le dio diez pesos y le dijo: “Decile que venga. ¿Cómo se llama?”. El pibe levantó los hombros. “¡Qué sé yo! Le decimos Pelusa”.
Don Rodolfo fue uno de los privilegiados testigos de aquella lluviosa mañana en la que el pibe apareció. Llovía tanto que no lo podían probar ni en la cancha, ni en el Parque Sarmiento; así que lo llevaron a un viejo lomo de tierra, en la avenida General Paz. Cornejo, tras mirarlo un buen rato, le dijo a Rodolfo: “Vio lo que es eso”. No usó signos de interrogación, era toda una afirmación. Es más, creyeron que: a) era un enano; b) estaba mintiendo con la edad o c) ellos estaban locos. Así que se lo llevaron a la casa, donde la madre, y a pedido de ellos, les mostró el documento, en donde quedaba absolutamente en claro, que su hijo, Diego Armando Maradona, tenía 9 años de edad.

@fotoD@MARADONA solo puede servir para escribir un libro, sea cual sea el tema. Rodolfo, cuando está entre amigos, confiesa que el gol de Diego a los ingleses fue “un golcito”, porque el mejor de todos se lo hizo a Huracán, allá por el año 1974, después de haber desparramado a todo el equipo y de haber estado haciendo jueguito frente a Baley hasta que Carrascosa se animó a dar un paso al frente y entonces Diego anotó. Sin embargo, un día, algún allegado y amigo de Rodolfo le dijo: “Ese gol no es nada, te perdiste el que le hizo a San Lorenzo en Mar del Plata”. Goles son amores y recuerdos son recuerdos. Rodolfo dice que se empachó viendo a Diego, porque lo veía en todos los entrenamientos y en todos los partidos, se quedaba después de hora, practicando y practicando, practicando siempre.

PERO NO ES Maradona el único en la larga lista de amigos que tiene Rodolfo. Aun cuando es amigo de todos, no olvida a José Pekerman o al Bichi Borghi. Fue amigo y admirador de Alberto Sáinz, cuya abuela, doña Saturnina, los ayudaba a armar pelotas para jugar cuando eran pibes. O a Héctor Pederzoli: de hecho, él mismo se hacía llamar –o lo llamaban- Pederzoli, tal la admiración que sentía por él... Pero y por sobre todas las cosas, para este hombre está, ante todo, Argentinos Juniors. Por el amor a ese club y a esa camiseta, un día tuvo que esperar que su padre se fuera al café a jugar a las cartas, así podía escaparse. Jugaban Argentinos y Chicago, él tendría unos 8 años y apenas 20 centavos, 10 para la ida en el colectivo 63 y 10 para la vuelta. Finalmente el padre se fue a jugar a las cartas –tenía que escaparse, porque no lo dejaban– y entonces pudo arrancar, pero cuando llegó, los jugadores ya se iban. “¿Cómo salimos?”. El número 9 le contestó: “Ganamos 3 a 0 y los goles los hice yo...”. Cuando volvieron a los entrenamientos, el pibe tuvo que explicarle al jugador que, aunque sí estaba en la cancha, en realidad recién llegaba, porque se había podido escapar muy tarde. Esa misma pasión lo llevó a varias situaciones curiosas. Una vez fue a Temperley para ver un partido y se armó la bronca. Los de Argentinos tenían una sola bandera, la primera, que decía: “Goles son triunfos”, pero cuando empezaron las piñas, se la dieron a él, que era el más chico. La bandera medía como ocho metros. “Escondela y rajá”, fue la orden. Así que se enrrolló la bandera y la puso debajo de un pullover azul, pero no resistió la tentación de quedarse para ver las piñas. De la misma manera en que, cuando iba a la escuela –la de la calle San Blas 2238, donde tuvo como compañero de todo el primario a Carlos Salvador Bilardo-, un día no aguantó más. Era sábado (en esa época los sábados había clase) y jugaba Argentinos con Quilmes. De pronto se escuchó el tremendo griterío, ¡Gol de Argentinos! El pibe no aguantó más, se paró sobre el pupitre y se puso a gritar. Tenía apenas seis años. Al poco tiempo, después de una citación a su madre, lo pasaron al turno mañana, así que ya no hubo excusas para que anduviera gritando goles en medio de la clase.

PARA EL AÑO 68, y después de haber trabajado muchos años en el Ferrocarril San Martín –además de haber sido visitador médico, entre tantas otras ocupaciones-, pasó a ser vendedor de una casa de artículos deportivos que quedaba en Cuenca y Nogoyá. Claro que el fanatismo pudo más. Cada vez que alguien compraba una camiseta de Argentinos y salía gritando “Vamos los Diablos Rojos”, sentía que se le reventaba el hígado, así que no pudo más. Un día tomó el colectivo 125, se fue a la sede de la calle Artigas, y lo encaró al presidente. “No nos distinguen, no puede ser que tengamos una camiseta solamente roja, así que le propongo que le pongamos aunque sea una banda blanca”. “¡No! ¡Ni loco! Con esos nos fuimos al descenso en el 36, piense otra cosa!”, fue la respuesta. “Bueno, está bien, pero yo nací en el 37, ¿qué quiere? A ver... ¿Y si le ponemos dos tiritas blancas?”. Así fue cómo gracias a su idea, la camiseta de Argentinos comenzó a distinguirse; hasta los Cebollitas jugaron con aquella banda, que él encargaba especialmente a una fábrica. La pasión lo movilizó de tal manera que, cuando se fue de luna de miel, tuvo que hacerle toda una historia al guía de turismo. Ese domingo, había una excursión al Lago Argentino, ¡justamente cuando jugaban Argentinos con Ferro! Por fin, logró convencerlo al guía para que, “por un problema en los caminos”, suspendiera la excursión. Por lo menos, lo escuchó por radio.

EL MEJOR EQUIPO que vio en su vida fue el Argentinos del 60. Hace unos años, se hizo una reunión muy especial en la que estuvieron todos o casi todos. Moreno se vino de Mendoza, Carceo de Tucumán y hasta se apareció Malazzo, que vivía en México. El organizador principal fue el hijo de Hugo González, quien sabía que su padre en ese momento ya estaba muy enfermo. Lo cierto es que asistieron varios dirigentes y Malazzo les regaló a cada jugador un llavero con una sólida moneda mexicana. Y luego lo llamó a él, al Gallego, al Flaco, a Rodolfo y le dio una a él también. “¿Y esto? Tendrías que dársela a algún dirigente”, dijo. Y Malazzo le respondió: “No, esta es tuya, porque para nosotros siempre fuiste un jugador más”. Se emocionó el hombre y luego de mostrarles el recuerdo a algunos de sus allegados, guardó para siempre esa moneda. Ese hombre, que una vez y luego de irse Argentinos al descenso, se fue de la cancha, se metió en el auto, llorando y no se dio cuenta de que se había olvidado de su esposa en la platea... Este hombre que, hoy, peinando canas se confiesa feliz porque lo que hace no es trabajar... Este hombre, que no vive de recuerdos sino de la alegría constante de ir a una cancha... Este hombre admite, cándidamente, que si le abren las venas no saldrá sangre de ellas, sino bichitos colorados...

Por Carlos Irusta / Fotos: Jorge Dominelli y Archivo El Gráfico