Anónimos reconocidos

El salto del largador

Héctor Petruchelli es una institución del Turismo de Carretera. Esta es la historia de quien, desde hace más de treinta años, es el dueño del show de la bandera a cuadros en cada carrera.

Por Redacción EG ·

17 de diciembre de 2009
Nota publicada en la edición noviembre 2009 de la revista El Gráfico.








HAN PASADO sesenta años, pero todavía hoy, no logra borrar de su cabeza aquel momento, cuando murió su hermanita. Todavía, a veces, lo asaltan y emocionan aquellas fotos del pasado, que sólo están en su propia memoria. El cuerpecito en la cama, todo vestido de blanco, el cajón blanco, el velatorio en la casa familiar, el desfile de vecinos, el momento del adiós, el llanto de sus padres –doña Petrona y don Francisco–, la sonrisa de la pequeña Norma, de cinco años, a la que nunca más volvería a ver.

Por ese entonces, Chacabuco era su pueblo, su vida, su modo de ser. Chacabuco, en la provincia de Buenos Aires, tan lejos de la Capital Federal para esos años. Chacabuco era el paseo a la plaza en los ratos libres, la barra de la esquina, cuidar el fondo de la casa paterna, donde se cultivaban tomates y legumbres. Chacabuco era, ya en su adolescencia, el Club Los Marinos, frente a la plaza principal, donde se juntaba con los amigos para jugar a las cartas, al billar o a la paleta.

En el remolino de los recuerdos, que baraja en el aire situaciones, rostros y momentos, aparecen destacados aquellos días mágicos en que los artistas venían al pueblo. La cosa para él era cotidiana porque su padre, don Francisco, era el encargado de los dos cines que existían. Uno, el Español; el otro, ya quedó sepultado en las arenas del olvido. Entonces, de vez en cuando, aparecían ellos, los artistas, los integrantes de los radioteatros que hacían giras por todo el país. Figuras populares como Audón López, Héctor Bates, Juan Carlos Chiappe, Elena Lucena, todos con sus obras cargadas de villanos, misterios, asesinatos furtivos, maternidades secretas y paternidades desconocidas. Los títulos eran sugerentes y, a veces, recargados: “Por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya”, “El León de Francia”, “Juan Moreyra”, “Ante Dios... ¡Todas son madres!”,  “Una rosa de sangre sobre la arena”, entre tantos otros. Y los efectos sonoros eran tan logrados que, escuchando la radio,  nadie se imaginaba que se lograban con paquetes de fideos sueltos, entre otras cosas...

Por todo eso, cuando se anunciaba en el teatro la puesta en escena de las novelas, la gente se volcaba a las calles para conocer en persona a quienes escuchaban todos los días en radio Porteña o en radio del Pueblo. Les regalaban tortas a las heroínas e insultaban a “los traidores”, como se los conocía entonces. Y él los veía de cerca, porque su padre era el encargado del cine y tenía otro trato. Era algo mágico que, seguramente, alimentó una llama distinta de ilusiones dentro de su corazón. Su padre era conversador, pintón, amable, se daba bien con los artistas, le gustaba tratar con ellos, quería que él y sus otros hijos estudiaran. En total, el matrimonio tuvo 6 hijos, Nélida, Héctor, Mario, Jorge, Ricardo y Norma, la que falleció.

Esta es la historia de Héctor, nacido en Chacabuco el 12 de noviembre de 1939. Como su padre quería que estudiara y él prefería trabajar, decidió hacer las dos cosas. De noche iba al Comercial y de día, a los doce años, se dedicó a trabajar.

Esta es la historia de Héctor que, siendo todavía un chico, se decidió por aprender el oficio de chapista y pintor, sin saber que cuando se abrió la puerta de aquel primer taller, el de la Concesionaria “Armanini” de Ford, también se estaban abriendo las puertas de un mundo lleno de aventuras, que lo estaba esperando, radiante y luminoso como un hermoso día de sol.

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HACE más de treinta años, allá por el 77, Héctor Petruchelli viajó a Daytona, con un grupo de gente del automovilismo. Fue entonces cuando comprobó el sentido del show que tenía el hombre de la bandera a cuadros, el largador de carreras y –lo más importante– el que daba por finalizada la competencia. Se dio cuenta de que podía hacerse algo diferente, algo distinto, lejos de la ceremonia casi chata que se veía en nuestros pagos. Por ese entonces, el automovilismo había impregnado totalmente la vida de Héctor –a quienes sus amigos ya llamaban Petru– de una manera indeleble. Entre otras cosas, había corrido algunas carreras en el Turismo de Carretera del Oeste, como acompañante de Tola Peduzzi. Y, de hecho, llegó a ser piloto de un Chevrolet que le preparó especialmente don Félix Peduzzi, el padre de Tola, pero apenas pudo participar de cuatro carreras, porque murió don Félix. Ese día, Petru se dio cuenta de que correr no era para él. Pero no podía sacarse el automovilismo de cada una de sus células.

Todo empezó cuando siendo casi un niño, en su Chacabuco natal, entró como ayudante en la Concesionaria “Armanini”, de Ford. En el primer piso había un enorme garage de autos que estaban reparados o en venta. Un día, a instancias de un compañero de trabajo, la tentación pudo más. Así que se subió a un Ford A, lo puso en marcha, trató de dominarlo y terminó estrellándolo contra la pared. Así empezó su relación con los autos. Tenía doce años. Aquello fue, apenas, una travesura menor, pero sirvió para que su amor por la mecánica se hiciera más sólido: tenía que domar a esos autos...
A medida que pasó el tiempo, Héctor sintió que Chacabuco le quedaba chico, quería conquistar la gran ciudad, quería llegar a Buenos Aires. Su madre, una mujer muy bonita, trabajadora y siempre animosa, sufrió un poco pero también, igual que su padre, le dieron su consentimiento. Y ahí se largó con su primo Raúl Petruchelli. Atrás quedaría el recuerdo de su primera novia y de aquellas noches de amigos en el club Los Marinos. Había que viajar en colectivo hasta Luján y, de ahí, tomar otro hasta la Capital. Recalaron en una pensión de la calle Ramón L. Falcón y Dolores. Corría el año 1958. El primo se fue a probar a Excursionistas, pero fue inútil, porque poco tiempo después extrañó el pago y se volvió para su casa. Mientras tanto, apareció otro vecino de Chacabuco, Oscar Gianoni. Héctor había conseguido trabajo como chapista y pintor en un taller de la calle Galicia y Donato Alvarez. Fue entonces cuando le llegó el telegrama. Le había tocado el Servicio Militar. Destino: Las Lajas, provincia del Neuquén.
Allá llegó Héctor Petruchelli, con el pelo cortito a la americana y los ojos abiertos y grandes por la expectativa. Por supuesto, lo destinaron al taller. Y al poco tiempo, como sabía manejar, le dieron un jeep IKA para que, entre otras cosas, llevara a pasear a las esposas de los oficiales. El segundo jefe lo tomó muy pronto de chofer y así llegó a vivir en el barrio de oficiales: chalet, buena comida... ¿Podía quejarse de la vida? Sí.
Un día le llegó una carta de su padre, de la que aún le queda una frase rondándole la cabeza: “Hijo, me siento mal”. Pidió permiso para viajar, pero no se lo dieron. Cuando llegó una segunda carta, con la frase “Quiero verte”, su jefe directo, un teniente coronel, que había quedado temporalmente a cargo del regimiento, tomó la decisión: “Prepárese, usted va a ir a ver a su padre”. Fueron, aquellos, tres días eternos viajando en tren hasta llegar a su casa.  Sólo tenía tres días de permiso y lo primero que sintió cuando vio a su padre, fue su mano apretándole fuerte el brazo. Una muda solicitud de apoyo, una especie de despedida porque, tres días más tarde, don Francisco murió. El pibe logró unos días más de permiso y mientras tanto, logró ser considerado como sostén de madre viuda. Se quedó en Chacabuco, pero su destino era otro. Apenas tres días después le dieron la baja y una semana más tarde, Marcos, el dueño del taller de Buenos Aires donde trabajaba, vino a buscarlo. Una vez más, la vida cambió bruscamente para el pibe que recién andaba por los veinte años.
Marcos Kotler le prestó un departamento, lo puso de encargado de su taller, le confió un auto (un Hillman) y le ofreció toda su confianza. Sin embargo, y aunque nada le faltaba, Héctor sentía que algo no funcionaba bien. Quería tener algo propio, aspiraba a más. Así que un día, cuando apareció un abogado por aquel taller, el doctor Torasa, y le ofreció algo mejor, le clavó la espina de la tentación. La oferta consistía en prestarle un enorme galpón en la calle Rafaela, a dos cuadras de la pensión en la que había vivido. Se puso en sociedad con un amigo, Oscar Cáceres, que como trabajaba en una casa de herramientas facilitó todos los materiales,  y aceptó el desafío.
Todavía hoy siente dolor y una cuota de remordimiento cuando recuerda aquella entrevista con don Marcos, la despedida, el “Quiero tener lo mío, don Kotler, entiéndame”. Se separaron, y para Héctor comenzó una nueva vida. Una noche, cuando estaban planeando un viaje al centro para divertirse, a Héctor se le ocurrió prestarle el coche de un cliente a Oscar, para que llevara a los amigos a cambiarse de ropas. Pasó casi lo peor. Un ómnibus de La Lujanera los agarró cruzando la avenida Rivadavia. No se mataron de casualidad, pero el auto quedó destruido. ¿Y ahora? Fue a verlo al dueño, haciéndose responsable, dispuesto a pagar peso sobre peso el daño producido. Fue entonces cuando una vez más el Destino le dio una mano, porque el dueño del auto solucionó todo con un “Arreglalo y vemos, pibe, yo sé que no fue culpa tuya...”.

Poco después se encontró de nuevo con aquel abogado que tanto lo había ayudado, el doctor Torasa y por su intermedio logró entrar a una concesionaria Renault, Luva, en la calle Carlos Calvo. Se encontró de pronto con que tenía 35 empleados a cargo y hasta una secretaria. Por ese entonces, se vendían 170 coches por mes y él estaba a cargo de la supervisión general de cada auto antes de cada entrega, porque los vehículos venían de la fábrica de Córdoba sin todos los arreglos definitivos como para ser vendidos. Eran los tiempos de los Jeep, los Kaiser Bergantín y el Kaiser Carabela. Eran aquellos los tiempos en que, cuando se entregaba un auto, no faltaba la pulcra vestimenta de blanco del inspector de turno, el ramo de flores para la dama y la ceremonia, que muchas veces era en pleno centro, cerca de la avenida Santa Fe y plaza San Martín.
Fue por entonces cuando apareció Norma, y su vida cambió para siempre.

NORMA le dio dos hijas. Carina, que nació el 23 de noviembre de 1968 y que está casada con Gabriel Carpio –hoy hombre de su confianza– le regaló tres nietos, Estefanía (18), Micaela (17) y Antonella (12). Silvina, que nació el 14 de febrero de 1971, le dio dos nietos, Fernando (6) y Celeste (3).
Norma, hoy, lo acompaña en todas sus andanzas en el Turismo de Carretera. Porque sucede que Petru, además de haberse convertido en la bandera mayor de nuestro automovilismo, provocando un show en cada una de las carreras en las que interviene, es también responsable de la largada de los coches. No es eso todo porque, además, tiene a su cargo el contralor de todos los neumáticos de cada carrera. Dicho en otras palabras, el automovilismo lo absorbe de tal manera que recorre unos 6.000 kilómetros por mes, ya que cuando hay competencia de Turismo de Carretera, debe viajar rumbo al circuito los miércoles (y, si es Top Race, viaja los jueves) para regresar a Buenos Aires el domingo a la noche, cuando todo ha terminado. Junto a él y Norma van hombres de toda su confianza y comisarios deportivos como El Laucha Ríos y Roberto Bressano. Sin contar sus seis colaboradores directos, Carlos Altamirano, su hermano Mario Petruchelli, Daniel Taborda, Ariel Petruchelli (sobrino, hijo de Mario), Daniel Pacio y Daniel Mangione.
Así, de los dos días que le quedan libres, el lunes y el martes, hay que descontar uno, ya que todos los martes hay reunión en la Asociación de Corredores de Turismo de Carretera, ACTC, a la que no puede faltar.
Pensar que, de alguna manera, todo empezó con un saltito.

CON EL CORRER de los años, Héctor Petruchelli llegó a tener una gomería en Avenida del Trabajo, muy cerca de un negocio de Furlán hermanos, que estaba en la avenida Crovara del lado de la provincia de Buenos Aires, en Villa Madero. Amigo del padre, fue conociendo a los hijos hasta que uno de ellos, Néstor, que luego sería el padre de Gabriel Furlán, lo invitó a las reuniones del Turismo de Carretera del Oeste, del cual era dirigente. La sede funcionaba en un edificio que le habían prestado a la categoría; al poco tiempo, don Héctor fue invitado a ser parte de la Comisión Directiva. Así, a los tres meses era copiloto de Aníbal Roldán y, un tiempo más tarde, ya era el presidente de la entidad. Eran aquellos, los tiempos en que el Turismo de Carretera convocaba un promedio de siete mil personas como máximo, mientras que el TC del Oeste redondeaba concurrencias superiores a las 15.000 almas fierreras, en circuitos como los de San Andrés de Giles, San Antonio de Areco, Luján, Baradero, Mendoza o Gualeguaychú. Pero también era época de muchos viajes, de idas y vueltas y a don Héctor Petruchelli lo empezaron a apretar los tiempos y los compromisos familiares, con lo que decidió retirarse. Por supuesto, el automovilismo no lo iba a dejar tan fácilmente, así que muy poco tiempo después se le aparecieron en su negocio dos personajes del Turismo de Carretera, Octavio Suárez, que era el presidente de la entidad, y Osvaldo Corti, el tesorero; fue así como le ofrecieron ocuparse del tema de los neumáticos de las competencias del TC. “Está bien, la idea me encanta, pero ustedes viajan mucho y muy lejos y yo quiero estar también con mi familia”, fue la respuesta de don Héctor. Suárez, hábil negociador, logró por lo menos una especie de tregua-anticipo: “Vea, don Héctor, hable con su señora y explíquele, nosotros queremos que por lo menos se venga un par de carreras, para ver de lo que estamos hablando, ¿le parece bien?”
Por supuesto que cuando Petru consultó con su esposa, ella no dijo nada. O, mejor dicho, le replicó: “Si es tu gusto, hacelo”.

Al poco tiempo, don Petru ya estaba controlando las Michelín XWX, revisando el sellado, fiscalizando que no hicieran dibujos... Y, cuando su función estaba cumplida, comprobó que todavía le sobraba tiempo. Como es de imaginar, Petru empezó a maquinar qué cosa podía inventar para agregarle algo a su trabajo inicial. Y fue a Suárez quien se le ocurrió la idea: “Por qué no va con Angel Nomdedeu (hoy jefe de boxes del TC) y empiezan a reconocer los escenarios donde se va a correr el TC, eso ayudaría mucho”. Le hicieron caso. Hubo que modificar recorridos, como por ejemplo en los últimos grandes Premios de Santa Rosa, cuando todavía había ruta y pista. Emplearon seis días y cinco noches para regularizar el circuito, modificándolo. Una noche llegaron a la Ruta de la Araña, que está sembrada justamente de arañas pollito. Don Héctor todavía recuerda el crujido de las arañas, destrozadas por el auto mientras avanzaba. Cuando quiso acordar, Petruchelli estaba otra vez metido hasta el cuello en el trabajo, porque empezó a juntar fondos para mejorar la sede de la ACTC y –tras un fallido intento de organizar una rifa que terminó cuando lo llevaron al último piso del Departamento Central de Policía, porque la rifa no estaba legalizada–, logró el apoyo de Oscar Aventín. La idea era juntar plata de la Comisión Directiva todos los martes, pidiendole una suma a cada integrante. Empezó a trabajar con cinco albañiles y, con el tiempo, le cambió totalmente la cara a la Asociación, pasando por un restaurante nuevo, baños, parrillas y otros elementos de confort.
Pero su verdadera pasión estaba en la pista. Empezó a largar las competencias, a mano, metiéndose entre los coches, sobre todo porque cuando era en ruta, aunque se mantenía la grilla de partida, cada uno empezaba a hacer roncar el motor buscando salir aunque fuera una décima de segundo antes. Entonces había que meterse entre los autos para que nadie se adelantara. Así lo hacía don Petru, disfrutando del olor a combustible, del rugido de los autos y de la adrenalina de estar entre ellos. Tanto entusiasmo no se correspondía con el final de la carrera, en donde pálidamente y casi de lejos, se bajaba una banderita a cuadros. Falta algo, pensaba Petru, hace falta más show. Pero cuando pedía a préstamo la dichosa banderita, ¡Nadie se la quería dar! Hasta que finalmente, vino una orden de Comisión Directiva para que le dieran la bandera a cuadros.
Sin saberlo, el día que tomó esa bandera en sus manos, don Petru encontró definitivamente su destino, que lo haría popular y conocido, como aquellos artistas que supo frecuentar en sus años de pibe, allá en Chacabuco, su escenario sería la pista y su ropa, la que él prefiriera. El show era suyo y recién empezaba....

FUE CACHO GONZALEZ Rouco, figura más que conocida de la televisión, uno de los principales gestores del nacimiento del personaje. Ya eran varios los que sabían que Petru estaba dispuesto a darles otro color a las largadas y a las llegadas. Aquel viaje a Daytona, que había provocado el clic en Héctor, tenía que ser ahora llevado a la práctica. El hombre que empezó controlando los neumáticos y recorriendo circuitos tenía otro lado, un lado no oscuro, precisamente, sino que podía llegar a brillar, así que todo era cuestión de que a ese pájaro le abrieran a jaula y lo dejaran volar.
Así que una vez en San Lorenzo, provincia de Santa Fe, Cacho fue el primero en lanzar el desafío: “¿Y? Al final, ¿Cuándo vas a empezar? Te estás quedando en amagues, Petru, vos decís que podés hacer algo diferente, pero no empezás nunca, dale”, lo chuceó el periodista. “Ya vas a ver que, en cualquier momento, me largo”, respondió Petru. “Y bue... ya que estamos, ¿por qué no arrancás hoy y te dejás de joder? ¡Dale, dale, animate!”. Ya a esta altura, don Petru se puso un poco más serio, porque nunca fue de esquivarles el bulto a las cosas, así que se plantó y dijo: “Bueno, hoy debuto”.
Y así fue. Y así fue también que, cuando le tocó dar el banderazo, cuando le tocó definir el final de la carrera, pegó un salto, un salto en el aire, un salto hacia la vida, un salto hacia las cosas con las que soñaba, un salto que le salió del alma ya que no lo había ni ensayado, ni preparado, ni imaginado, fue un salto que surgió solo, espontáneo, un salto que lo elevó en el aire, la bandera en la mano, la cara mirando al cielo... Y así fue su salto, un salto que sigue realizando desde ese entonces hasta ahora, como un rito mágico, una ceremonia que nunca termina y a la que ni él mismo le encuentra explicación...
González Rouco es un viejo hombre de la tele y cuando vio aquel salto, se dio cuenta también de que a sus transmisiones de Carburando no le iba a venir mal un show aparte. Lo alentó para que siguiera, para que se vistiera a su gusto y paladar y capricho, lo alentó para que ese salto no fuera apenas uno, sino el primero... “Si querés, vestite como quieras y de la manera que quieras, pero ¡seguí así, viejo, te sale fenómeno!”.
Así que poco después, Héctor se metió en un negocio de la calle Nazca 833, liderado por don Romualdo Di Paola. “Vengo a alquilar ropa”, fue su comentario. Innecesario, tal vez, porque el negocio –que se llama Romap– se dedica justamente a eso, a ropa, a smokings, jaquets, ropa de fiesta, ropa diferente. No le dieron mucha importancia a su presencia y hasta lo hicieron esperar un poco, hasta que al final, explicó el motivo de su visita: “Estoy largando las carreras del TC. Me gustaría largar una vestido de smoking, algo diferente, ¿vio? Y yo pensé que a lo mejor ustedes me podían hacer un traje cada... que sé yo... Cuatro... cinco carreras, más o menos...”. Romualdo lo miró a los ojos y meneó la cabeza: “No, amigo... me parece que no puede ser”. Petru pensó que se le venía el mundo abajo. “¿Cómo? ¿No le interesa la idea?”. “Sí, la idea me interesa, pero un traje cada cuatro o cinco carreras no puede ser... ¡Vamos a darle uno distinto para cada carrera, así nos lucimos todos!”.
Empezaron a venir los smokings... Una vez, le hicieron uno mitad amarillo y mitad negro... Otro, totalmente a cuadros como la bandera... Otro, todo rojo... Una vez, cuando le tocó viajar a Salta, se vistió totalmente de gaucho... Ayudado por Juan Carlos Testa –quien murió de diabetes hace más de diez años–, Petru, como un artista, se cambiaba –y se cambia todavía– al borde de la pista, apenas minutos antes de cada largada... Una vez, bajo un tremendo aguacero –Petru ya está acostumbrado a quedar empapado de pies a cabeza–, y en el Autódromo de Buenos Aires, casi se mata... Lalo Ramos venía primero. Petru, que se había hecho poner goma en los zapatos porque sabía a lo que se exponía, largó el banderazo y pegó su consabido salto, su marca registrada... Y el coche se fue al paredón, estrellándose, con apenas unos centímetros de diferencia entre la vida y la muerte para el largador... Una vez, en Morón, largaron una competencia de Citroën. Eran más de cien inscriptos. Cuando ya estaba la grilla montada, el largador se asustó y apretó el botón del semáforo antes de tiempo. Petru no tuvo tiempo de salir, porque estaba en el medio de los coches y se pronto se vio rodeado de Citroën que lo rozaban a más de cien por hora y todavía hoy no sabe cómo pudo esquivarlos a todos... Otra vez, en el Autódromo, también el largador apretó antes de tiempo. Habitualmente, don Héctor se mete en los coches por lo menos hasta la sexta posición, pero en ese momento, vio que Johnny Debenedictis se le venía por el pasto y a toda velocidad. Apenas pudo pegar un salto y tomarse del tejido del Autódromo en la recta, se tomó de ahí, y el auto pasó por abajo.... Pudo haber sido ese su último show...

DON HECTOR mide 1,68m y pesa unos 68 kilos. En su vida ha hecho de todo. Desde organizar cenas para más de mil quinientas personas, a ir buscando un lugar propio para su trabajo. Ya por entonces estaba casado con Norma Aletti, a quien conoció en un casamiento que se hizo en la avenida Directorio y la avenida Bruix, al que había ido con un amigo, Oscar Dallaglio. Allí estaba ella, junto a una hermanita y a la mamá, doña Josefa Sotera. Broma va, broma viene, terminaron tomando mate en la casa de las chicas; el padre, don Tito Aletti, se levantó a la madrugada, escuchó las risas y siguió durmiendo... Cuando quisieron acordar estaban de novios, se comprometieron, se casaron el 5 de octubre de 1967. Luna de Miel en Mendoza, San Juan y Córdoba. Parece que estaban destinados a los viajes. Se mandaron unos 5.500 kilómetros en un flamante Kaiser Carabela, auto que estaba de moda en los 60. Con el tiempo, apareció la posibilidad de comprar una gomería en la avenida Eva Perón 7233. Trabajó como un animal para poder comprarla. Sudó la gota gorda. Su suegro lo ayudó. Su mujer le traía la vianda al negocio. Puso, como siempre, alma corazón y vida y finalmente el negocio fue suyo, sólo que lo corrió un poco y ahora está en el número 7261 de la misma avenida.
Don Héctor no es solamente el hombre de la bandera. También se encarga del control y provisión de neumáticos en las carreras. Primero se hace el sorteo y sellado y se le pone una pintura especial que sólo dos personas pueden combinar y, por ende, son las que saben cómo lograr determinado color. Sobre ello, también va una pintura sintética con un sello, que se anota debidamente para saber quién se ha llevado cada neumático. No existe la más mínima posibilidad de error, pero esto hay que hacerlo uno por uno, aunque se trata de unas mil gomas entre usadas y nuevas por carrera, en las dos categorías, TC y TC Pista. Un spray japonés especial se proyecta sobre la pintura original; el spray toma el color que quiere quien lo posee, prueba que demuestra que no pudo haber existido modificación alguna. El control incluye, también, un recorrido por las gomas nuevas en la prueba final y cuando el auto sale a pista, es controlado por cuatro personas en todos sus neumáticos.
Ese es Petru. Tiene seis colaboradores también para la largada, porque debe controlar el orden de la grilla y manejar el movimiento del Pace Car, que maneja Rubén García Bayón. Cuando están ordenados y cuando Petru entiende que está todo en condiciones, le da la orden a García Bayón: “Sacalos ahora”. Y ahí va el Pace Car a unos cien kilómetros por hora o más, mientras Petru prepara la bandera verde, mientras Luis Miraldi se apresta para largar el botón que active el verde en el semáforo y se prepararan los tres Comisarios Deportivos para estar atentos. Ven la carrera en una sala especial con 10 monitores  y son quienes le piden la bandera negra a Petruchelli si hay descalificación o la negra con un círculo naranja si hay penalización. Lleva 15 banderas en total. Es el largador y mucho más que eso, porque también está el jefe de banderilleros, Sergio Garone –el que inventó el cartel luminoso– y todo tiene que estar armoniosamente dispuesto entre tanto rugido, tanta adrenalina, tanto motor a fondo y tanto piloto ambicioso.

Quedan instantes como aquella final de coches pegados entre el Pato Silva y Berna. Los censores de cada uno estaban ubicados en diferentes posiciones en cada auto. Entonces, como llegaron casi iguales, vino la pregunta sobre quién ganó. Y la victoria fue para Berna, porque lo tenía en el guardabarros de la rueda derecha delantera y, aunque aparentemente había llegado un poco después, el censor funcionó antes y ganó... Hay que estar listo y preparado, alerta y expectante... Por eso lleva por lo menos dos o tres banderas, de un metro por 80 centímetros, con mástil de fibra de carbono, sabiendo que tendrá que regalar una o dos por carrera... Lo llaman “El Internacional”, porque ya largó en Brasil y en Uruguay, porque hasta se subió a los camiones brasileños para largar la Fórmula Track... Calcula que mueve su bandera no menos de tres mil veces por fin de semana, aun cuando ahora lo ayuda Carlitos Altamirano –hay que contar que por coche, hay 4 o 5 banderazos y multiplicarlo por las pruebas, las series y las finales-, y no olvida que en la última carrera que ganó Luis Di Palma, él le pegó el banderazo final y el saltito, y que se siente parte de la familia y amigo de La Tana y sus hijos, aunque Marquitos se pase de rosca, de la misma manera en que el Flaco Traverso le ponía un condimento especial a cada carrera...

SOLAMENTE tiene como cábala una muñequera con el dibujo de una bandera a cuadros, regalo de un integrante del Top Race; como guarda un paraguas, también con el dibujo a cuadros que le regaló una señora ya muy mayor en La Rioja. Acepta, con orgullo, que tiene muchos imitadores, que ha logrado viajar mucho y que han pasado muchas cosas desde aquella vez que decidió tomarse el colectivo para venirse a Buenos Aires y desde aquella vez que chocó contra la pared ese Ford que fue también su debut ante un volante. El largador del TC, El Internacional, El Petru para sus amigos, el que creó el Tribunal de Penalidades del TC o el que manejó el restaurante de la ACTC durante dos años, el que llegó a manejar casi cien personas en los viajes del TC, el que se siente muy religioso y agradecido a la vida, es el que una vez, sin darse cuenta, y guiándose por su instinto, dio un saltito revoleando una bandera a cuadros sin darse cuenta de que era un salto enorme hacia una vida distinta, excitante y llena de sorpresas, un salto que todavía hoy lo mantiene vivo, feliz, empujado por el cariño de aquellos que  lo conocen.

Por Carlos Irusta / Fotos: Alejandro Del Bosco.