1979. Alí: ¨Mis primeros recuerdos de campeón retirado¨
Este testimonio es único. Muhammad Alí lo escribió especialmente para El Gráfico. Aquí encontrará emoción, dramatismo y sinceridad.
"¡Ahora sí, bastardo! ¡Ahora sí te tenemos!"
El rostro congestionado de aquel hombre apareció de la nada. Mi corazón comenzó a palpitar angustiosamente, sentí que no podía respirar y aunque abrí los ojos no pude ver nada. Sacudí la cabeza, respiré muy hondo y entonces lo escuché. Aquel monocorde ronroneo me volvió a la realidad de una butaca de primera clase de un Boeing 707, vuelo nocturno sin escalas a Nueva York, a Verónica a mi lado, siempre tan sereno su rostro —y mucho más en el sueño— y al último pensamiento que había tenido cuando ya me estaba durmiendo: hacer un balance referido únicamente a mi vida deportiva. A mis tres campeonatos mundiales. A mis rivales. A mis alegrías y tristezas. Un balance. Entonces volví a aquel rostro congestionado que había aparecido de la nada. La noche del 31 de marzo de 1973 en San Diego, ese hombre era real, sus insultos eran reales y mi derrota era real...
Ken Norton acababa de llevarse el fallo en 12 rounds. Sentía el espeso sabor de la sangre en mi boca y un dolor que me taladraba el cerebro. Había que bajarse pronto de ese ring, había que llegar a los vestuarios.
"Por Dios, nunca confíes en un boxeador local aunque sea de poca categoría, ya tenés 32 años y ellos nunca desaprovecharían el mejor momento de hacerse famosos", me había gritado Herbert Muhammad muchas veces. Okey, tenía razón. Fui a la casa de Ken Norton y perdí. Ahora había que bajarse del ring. Los policías hicieron un cordón y nuestras transpiraciones se mezclaron en un camino interminable, mientras sentía los gritos: "¿Quién es el más grande ahora?", "¿Quién es el más lindo?", "¡Estás terminado, estás viejo!" Y aquel hombre, blandiendo un periódico enrollado, subido a una butaca, con su gran panza sacudiéndose con sus gritos:
"¡Ahora sí, bastardo! ¡Ahora sí te tenemos!"
La puerta se cerró. Uno de mis hombres, Eugene Kilroy, está plegando la bata que me regaló Elvis Presley y que tiene inscripto en la espalda: "El campeón del pueblo". Angelo, temblando de indignación, sólo dice: "¡Salvajes!" Todo pasó en el segundo round, cuando Norton me metió una derecha perfecta. Enseguida me di cuenta.
—¿Cómo se sabe cuándo la mandíbula está rota? —pregunté.
—Cuando al abrir la boca se escucha un ruido como un "clack" —respondió Bundini.
Abrí la boca, sentí el ruido y un sudor frío me corrió por el cuerpo.
—No, hay que seguir. Sólo quedan 10 rounds más. Ahí están Joe Frazier y Archie Moore mirando desde el ring-side, no les daré el gusto. Nadie lo sabrá, y puedo ganar, voy a ganar.
Y entonces, antes de que tocara la campana, Bundini me gritó al oído:
—Muhammad, Shorty está en su living, mirándote. Shorty ha cruzado sus piernas, y está esperando para ver lo que vas a hacer.
Supe lo que quería decir: para Bundini, Shorty es el nombre de Dios...
Tocó la campana y salí a pelear. Terminé de pie. Pero perdí.
En el vestuario sólo pensé en una cosa: volver a casa, a Louisville. Estar con los míos.
"Nunca vuelvas derrotado a tu pueblo", me había dicho Dundee.
Pero volví.
"Mira. Mira bien, porque no va a seguir".
Alguien me empuja. Alguien me moja. El agua corre por mi cuerpo y mis ojos sólo ven resplandores y rostros: Dundee, Bundini. Siento que me caigo y no puedo evitarlo. El esfuerzo ha sido demasiado para mí. Pero también el último: no vamos a pelear más, nunca más. Adiós a todo. Habrá otros nuevos, pero él nunca más.
Joe Frazier probó brutalmente mi resistencia. Fue en Manila, el 30 de septiembre de 1975. Nuestra tercera pelea. La más dura pelea que yo haya podido resistir jamás. Cuando la campana iba a sonar, para el 15° round, Dundee pudo ver a tiempo el rincón de Joe, los esfuerzos desesperados de Eddie Futch y su impotencia para recuperar a Frazier. Yo también quería abandonar. Dundee no me dejó. Mientras Joe quedó en su rincón, yo salí a pelear y gané.
Cuando se realizó la fiesta que dio el presidente Marcos, allí estuve a pesar del dolor de mis huesos. Frazier no fue, quería recobrarse, pero me dejó una nota, nada más que un pequeño papel escrito con mano temblorosa: "Te di golpes que hubieran terminado con cualquiera, que hubieran tirado a una pared. Eres, verdaderamente, un gran campeón."
El presidente de Filipinas, Marcos, me dijo con una sonrisa: "Ustedes apostaron un millón de dólares. Joe ha perdido, tendrá que pagar."
"No", le respondí. "Joe no me debe nada. Hemos pagado nuestras deudas pegándonos salvajemente. Estamos libres ahora."
Seguro que mucha gente seguirá diciendo a través de los tiempos que he sido un gran bocón. Pero quizás no sepan exactamente lo que ello fue para mi vida. Hablar y fanfarronear me hizo ser aún mejor. Yo mismo me empujé, presionándome para tener una causa y un propósito. Si perdía, también perderían todos los de mi religión y mi raza. Esas cargas ayudaron más que nada en el mundo a pelear y entrenarme verdaderamente duro, destrozando todo lo que hubiera a mis espaldas para enfrentarme únicamente con la mayor realidad: el próximo rival que tendría que vencer.
Zaire. Ahí está mi momento más grande, el de mayor orgullo. El más hermoso. Zaire.
Pelear en el África a las 4 de la mañana no fue tan difícil para mí, teniendo en cuenta dos cosas: a esa hora son las 9 de la noche en Nueva York —una hora normal para pelear— y mi entrenamiento de footing que fue realizado durante un mes completo a las 4 de la mañana para acostumbrarme.
En el camarín —seguramente el más limpio y el mejor que tuve en toda mi carrera— comencé a bailar en medio de un silencio tremendo.
—¿Qué hora es, Bundini? —pregunté.
El reloj de Dundee estaba detenido. Y el que estaba en la pared marchaba muy lento. Un teniente del ejército del Zaire-, que nos acompañó en toda nuestra estadía, salió del vestuario, fue a ver al time-keeper, y sincronizó los relojes. Volvió al rato.
—Faltan 15 minutos. Y está todo el mundo afuera. Todo el mundo.
"Alí, Bomayé. Alí, Bomayé". "Alí, mátalo". El grito de guerra que yo inventé repercutía más que nunca en mis oídos. Iba a comenzar el octavo round. El momento justo de ir a pelear verdaderamente con George Foreman. El momento de destrozarlo. Pero George no es Frazier, que tenía un corazón de león. Foreman es otra cosa. La derecha llegó justa y perfecta. No fue un golpe tan fuerte como justo. Foreman se quedó detenido en el mismo centro del ring y comenzó a caer lentamente en una pirueta sin gracia alguna. Miro el brazo del árbitro cómo empieza la cuenta. Foreman trata de levantarse, gira sobre su cuerpo, sus ojos están perdidos. "Siete... Ocho..." No, ya es imposible. No podrá. "Out..." La gente corea mi nombre, levantan mi brazo. He ganado.
Me acerco a Archie Moore, que está consolando a George. Me acerco y le grito: "¿Qué piensas Archie? ¿Soy verdaderamente muy viejo?".
No escucho su respuesta. Foreman hubiera podido vencer a cualquiera en el mundo, pero no a mí. Aquella fue la mejor derecha que tiré en mi vida. Fue el 30 de octubre de 1974.
Una mañana cualquiera de, cualquier día se puede mostrar así: por la mañana, recibir a una dama que espera mi firma para que salgan a la venta las vitaminas "Muhammad Alí". Luego, una visita a un centro médico. Más tarde, inaugurar un centro de compras. Al mediodía, un almuerzo (generalmente lo hago con los intendentes de cada ciudad norteamericana que visito). Más tarde un picnic y finalmente un cocktail. Y casi siempre en una limusine precedida por motos y sirenas ululantes. Ahora hago comerciales sin el título, filmo sin el título, hago dinero sin el título. Tengo otros medios para ganarme la vida.
Quiero contar cómo le gané por nocaut en el primer round a Sonny Liston. Yo le había conquistado el campeonato mundial el 25 de febrero de 1964 en Miami, cuando no salió a pelear en el 7° round por una lesión. No volví a pelear hasta que hicimos el segundo combate, el 25 de mayo de 1965 en Lewinston. Esa vez hubo un clima especial porque Malcolm X había sido asesinado en Nueva York. Yo estaba entrenando en Chicopee, Massachusetts, cuando llegaron cinco hombres del F.B.I. Me mostraron sus credenciales y me dijeron que iban a custodiarme noche y día, temiendo una posible agresión. Confieso que ello no me preocupó totalmente porque siempre he pensado —y lo sigo pensando— que Dios elige el día en que ha de llevarnos y ese día llega inexorablemente.
Pero una semana antes de la pelea, Jimmy Ellis me pegó muy duro en las costillas y aunque no me rompió nada, supe que algo iba a marchar mal. Crean esto: jamás menosprecié a Sonny como se podía creer, tenía que estar entero, una lesión así me preocupó, pero nunca pensé en decirlo, no iba jamás a suspender la pelea. Volví a casa irritado, para encontrar que mi esposa Sonji seguía sin acatar las leyes musulmanas, fumando y usando vestidos inapropiados. Le pedí el divorcio y esa noche dormí herido físicamente y con un gran dolor en el corazón.
No tenía tiempo de preocuparme de Liston, ya no podía. Mi discusión con mi esposa era definitiva.
Fue fácil bailar alrededor de Liston, porque era muy lento. Primero un jab de izquierda para luego salir del alcance de sus brazos. Después, otro jab de izquierda. Sonny se adelantó y quedó mal parado. Ahí le metí la derecha. Se cayó y quedó totalmente nocaut. Me quedé a su lado, gritando, descargando todo lo acumulado en la semana. "¡Vamos Sonny! ¡Levántate que todavía no empezamos, vamos a seguir peleando, arriba!"
Recién entonces conté lo que había soñado una semana antes: había soñado exactamente lo que ocurrió en el ring.
Pero no fue una predicción (por eso no se lo conté a nadie): ese sueño me dio la táctica para la pelea. Y la cumplí tal cual.
El futuro campeón de los pesados se llama Earnie Shavers. Estoy seguro de que noqueará a Larry Holmes (y estoy seguro de que ustedes vieron muy bien la victoria de Holmes sobre Weaver: le costó demasiado trabajo). A mí ya no me cuenten más. Me ofrecieron 50 millones de dólares para pelear con ese muchacho que le ganó a Spinks... Coeteze. Sí, Gerrie Coeteze. La oferta la hizo un grupo de empresarios sudafricanos. ¿Saben lo que sería para ellos que un sudafricano me noquee? Por supuesto, dije que no. Tengo planificados viajes a Europa, Asia y África; tengo planes cinematográficos y mucho trabajo con el grupo WORLD por los derechos de la libertad y la dignidad. No. Ya no habrá boxeo para mí.
Seguramente el peor round de mi vida fue el último de mi derrota frente a Lean Spinks. Para mí fue un esfuerzo supremo ante un hombre joven y vigoroso.
No me entrené para esa pelea, me confié demasiado y me ganó. Esa derrota me dio una motivación que necesitaba, una forma muy dura de entender que no estaba todo hecho. Si mi peor victoria fue ante Rudy Lubbers y si mi actuación más falsa fue cuando le gané a Chuck Wepner, fue precisamente por un exceso de confianza y una falta total de entrenamiento. Tomé el desquite ante Spinks como uno de los compromisos más importantes y fundamentales de toda mi vida.
Ahí estaba la oportunidad de entrar en la historia del boxeo como el primer peso pesado que logró tres veces el título mundial. ¿Quién podrá superarme ahora? Nadie, estoy seguro. Nadie jamás accederá cuatro veces al campeonato.
Spinks seguramente perdió el tiempo en fiestas y paseos. Yo entrené tan duramente como tiene que hacerlo un hombre de 36 años. Volví a los viejos tiempos, cuando empezaba el trabajo de gimnasio haciendo 15 rounds completos, sin descansos, saltando a la soga. Tenía que ganar. Debía ganar.
Cuando me dijeron que el Superdome de Nueva Orleáns ya tenía más de 80.000 fanáticos esperando la pelea, cuando llegó el momento de salir al ring, Bundini Brown me dijo con una sonrisa:
—Muhammad, recuerda que en su living Shorty está mirándote. Quiere saber qué harás ahora.
Fue el 15 de septiembre de 1978. Shorty, seguramente, sonrió en su living.
Mi nueva bata es de satín blanco... Tiene un pequeño diamante azul a la altura del corazón con un número 3 con la leyenda "Campeón Mundial". Con ella me presento haciendo exhibiciones de todo tipo, por ejemplo contra el gobernador de Jersey City, Brendan Byrne. Mirando hacia atrás, veo que todo lo hecho ha sido perfecto y mirando hacia adelante comprendo que aún hay mucho por hacer. Es cierto, ya no soy un boxeador, ya no combato más.
Sin embargo, siempre seguiré luchando.
Por Muhammad Alí (1979).