1940. La gaucha Carola
Carola Lorenzini, una pionera en el arte de la aviación en Argentina, una mujer que rompió contra todos los pronósticos, y que un año más tarde de esta nota tuvo un final trágico en un accidente aéreo en Morón.
El jefe de la oficina le dijo:
—Elija: el puesto o la aviación.
—Las dos cosas me son igualmente necesarias — respondió Carola Lorenzini —Una, para comer; la otra, para vivir.
No la comprendieron. La dejaron cesante. Paloma gaucha que bebió distancias, que jineteó pamperos, que se templó en todas las luchas, aguantó el golpe sin apichonarse.
—La aviación es mi vida —cuenta; — pero lejos del punto de vista económico. Es puramente deporte. No vuelo por ostentación, sino porque dentro hay algo que me impulsa. Al rayo del sol, desde el cementerio de Morón en donde me dejaba el ómnibus, caminaba yo ese montón de cuadras que median hasta el aeródromo para seguir el curso. Nada me fatigaba. A las cinco de la mañana me levantaba porque a las nueve tenía que estar de vuelta en la oficina. A veces, llegaba al campo y no se podía volar: que niebla, que la máquina no estaba, en fin.
—¿Y cómo fue que llegó esa pasión?
—La tuve desde niña aguardando la oportunidad. En mis tiempos de atleta alimentaba la esperanza de ser aviadora. Un día, cierta compañera me propuso volar, pues tenía un amigo aviador. Agarré viaje, como se dice, y el domingo me vi en el aire. Fue Víctor Pauna quien me brindó esa primera emoción. Al aterrizar, me preguntó si me había asustado. Respondí que no. Era la verdad. Entonces, me llevó el instructor del club y me hizo gustar de la acrobacia aérea. No me asustó. Al contrario, agradecí siempre esas volteretas. Y desde aquel día me hice socia del Aero Club y comencé a ahorrar para el curso. Costaba entonces 30 pesos la hora y el aprendizaje insumía, entre el doble comando y el volar sola, veinte horas. Costaba, pues, como 600 pesos más los viajes. Dos años estuve ahorrando centavo sobre centavo. Vendí mi bicicleta, vendí un diccionario enciclopédico compuesto de varios volúmenes, reduje mis pequeños lujos y así, con gran esfuerzo, junté el dinero y comencé a levantarme a las cinco de la mañana... Mi instructor, Ignacio Cigorraga, ha de recordar aquellas mañanas en que me veía venir caminando por la carretera y luego irme nuevamente hacia el ómnibus para llegar a mi empleo, a veces, sin tiempo a desayunarme. Fueron grandes los sacrificios, pero... lo que cuesta vale, dicen en el truco. Y así es. Por volar he tenido muchos disgustos y hasta la pérdida de una estabilidad económica, pero las emociones que sentí, las horas de placer inefable que viví solita por el cielo, esas fueron muy grandes, muy hondas... y por fortuna se repiten. Recuerdo la vez que en mis manos me entregaron el comando de un trimotor. El piloto me vió un momento y luego se fue a sentar muy tranquilo a la cabina de pasajeros. Jamás había conducido una máquina tan linda, tan obediente. Era como de un Ford a bigotes saltar a un coche de lujo. Yo creía que conducir un trimotor era algo sumamente difícil, pero me encantó el gustar de aquella delicadeza. Volví a mi casa ese día con la valijita en la mano. Las cuadras parecían más chicas. Iba como sobre patines. Yo sentía ganas de gritar, de decirle a todo el mundo que había guiado un trimotor, pero la gente pasaba por mi lado indiferente. Y yo iba por la calle con el paso apresurado como el ritmo de mi corazón; con una alegría tan inmensa que me hacía reír sola...
SOLA EN EL AIRE
—¿Y el día que por vez primera voló sola?
—Fue un día que iba a ser todos los días y tardaba en llegar... Concurría yo al aeródromo diciéndome por aquel caminito que hacía a pie: "Hoy será..." Y no era. Así una y otra vez, hasta que llegó el momento en que Cigorraga bajó de la máquina y me dejó sola. Subí durita, sin moverme, tan impresionada que casi no respiraba. Aterricé. El instructor me indicó que diera otra vuelta. Entonces, cuando pasé por arriba de los hangares y vi que los amigos estaban abajo mirándome, cambié la palanca de mano y quise saludar... Hice un batuque bárbaro... Moví la palanca sin darme cuenta y se produjeron unos sacudimientos muy bruscos. Cigorraga me dió un buen café... Después, fueron muchas las alegrías y la mayoría para mí solita, porque vuelo siempre sola. Si hago una cosa bien, la hice yo; si sale mal, también la hice yo.
LOS TIEMPOS DE ATLETA
Carola Lorenzini nació en San Vicente, y desde jovencita comenzó a tomar par-te en torneos atléticos, en especial en los de la Unión Telefónica, empresa a la cual perteneció. Corría en todas las pruebas, ya fueran en llano o ron, vallas; jugaba tenis, tiraba bala, jabalina y disco; saltaba en alto y en largo, realizaba el programa completo. A veces, en ocho pruebas conseguía nueve premios..., porque también se llevaba el de campeona. De aquellos tiempos tiene un recuerdo que se fue haciendo gracioso en el andar de los años.
—Hortensia Rodríguez era una chica muy simpática y velocísima. Yo también tenía mis pretensiones de sprinter. Un día nos encontramos. Se iba a producir el choque..., pero no se produjo. Resulta que mi amable rival salía siempre antes de la señal... "Robaba", como se dice en atletismo... Y la carrera no se hizo porque la última vez también salió antes de la señal... y yo volví a quedarme en la raya.
—¿Otro recuerdo?
—El del primer premio. Fue en tenis. Me dieron una copita..., ¡que yo veía tan grande!... Me la puse en el bolsillito del pecho y asomaba un cachito como para seguir mirándola. La llevé para mi casa con enorme alegría. Ahora la pongo junto a otras grandotas, y la chiquita no llega ni a la primera moldura del pie de las mayores..., pero para mí sigue siendo tan alta como lo fue el día que me la entregaron...
CON UN FORCITO
Carola habla con emoción, como si tornara a vivir aquel momento. En ese rostro curtido de sol y de viento, el gesto es vigoroso y la risa abierta y simple como ella misma. No tiene escondites m melindres. Es clara y a torrentes como agua de cascada. Mira hacia atrás y si el recuerdo que llega es amargo, entorna los párpados y aprieta las mandíbulas; si es gracioso, cruza las piernas y comienza la narración exclamando:
—¡Qué plato!... Me había comprado un Forcito del tiempo de ñaupa... Allá en San Miguel hice un galponcito con un hermano mío... El día que lo entré... me llevé las chapas del fondo y salí de nuevo, pero por el otro lado... Después de tenerlo un tiempo ya hice como los chicos con los chiches: quise ver lo que tenía adentro y comencé a desarmarlo.
—Y le sobraba algo...
—O me faltaba...; pero así aprendí un poco de mecánica. Creo que si lo llego a tener dos meses más, aquel Forcito aprende a hablar... Cambia de tema, extrae de su cartera una foto en la que está de gaucho y me cuenta:
—Aquí me tiene de bastonero de pericón. En muchos festivales lo he bailado. Hasta en el teatro San Martín. Eramos todas muchachas y yo dirigía. Me gustan las cosas criollas.
UN GRAN HONOR
Volvemos a la aviación y le pregunto acerca de su proyectado vuelo por las catorce provincias y las diez gobernaciones. Me cuenta:
—No es un raid para establecer tiempo puesto que iré haciendo exhibiciones. Quiero demostrar, dentro de mis escasas posibilidades, de lo que es capaz un avión construido en la Fábrica Militar de. Córdoba. Es un Focke Wulf del ejército. Merced a una deferencia que estimo sinceramente, estoy autorizada a volar en un aparato militar. Debo agradecer al señor ministro de Guerra, general Márquez, y al comandante de la aviación del ejército, coronel Parodi, esa autorización que me llena de alegría. Es para mí un honor muy grande. No es motivo de orgullo ni halago a mi vanidad: es un honor que agradezco con toda mi alma. Iré con ese aparato por toda mi patria y ruega a Dios que tenga suerte, más por la bondad de la máquina que por mí misma. Quisiera, si estuviera dentro de mis condiciones, demostrar acabadamente la capacidad y rendimiento de ese avión criollo. Ya se sabe que es muy bueno. Todos los Focke Wulf no han merecido más que elogios: Desearía que se le tributaran más, pues hasta la hélice es de madera argentina. En Montee ideo, cuando fuí no hace mucho con Santiago Germanó, mi profesor de acrobacia, se admiraron mucho esos aparatos. Ahora realizaré mi viaje haciendo acrobacia en todas las ciudades en que, siguiendo el itinerario fijado, me detenga. Lo único que está de mi parte es lo que intentaré realizar para responder, en lo mínimo, a la deferencia que se me ha conferido.
—¿Con ese mismo aparato sufrió el accidente de Posadas?
—Sí..., pero está como si fuera nuevo. Es otro gran favor que me hicieron.
—¿Cómo aconteció esa caída?
—Iba volando bajo por la escasa visibilidad. De pronto vi venir una bandada de pájaros y a fin de esquivarlos, piqué la máquina... No sabía que el suelo estaba tan cerca. Cuando quise evitar el choque, ya era tarde y pegué a mucha velocidad. No obstante, la maniobra impidió que diera vueltas y sin tren de aterrizaje y golpeando las alas, el aparato se fue deslizando como un trineo.
—Fue un momento muy amargo.
—No tanto arriba como abajo. Cuando miré el estado en que había quedado el aparato, me olvidé de que tenía la nariz y un ojo lastimados y que había caído en una inmensa soledad. Miraba el aparato, nada más. Fue lo más amargo. Luego, comencé a caminar en busca de algún ser viviente. El calor era terrible, el terreno lleno de montículos y bañados. Caminé seis horas hasta llegar a un rancho. Después, casi otro tanto a caballo para llegar donde era posible comunicar lo acontecido. La jornada fue dura. Es toda una odisea, pero nada comparado a la impresión desconsoladora al ver al Focke Wulf deshecho.
—¿Qué nueva esperanza alienta?
—Ya ni es esperanza. Está en la categoría de sueño. Me gustaría ir por toda América realizando las mismas exhibiciones proyectadas en mi vuelta por el país. Pero tengo problemas que solucionar. Se me cortó un camino y debo buscar otro. La aviación es deporte, es mi vida, pero deba solventar mis necesidades y las de mi mamá. Para eso, hace falta un empleo, un puesto, una manera de ganar honestamente la vida trabajando. Cuando finalice el viaje que habré de comenzar, acaso, en los primeros días de marzo, tendré que pensar en eso otro que es tan vital como la aviación, pues las dos cosas me son igualmente necesarias...
Y me repitió aquellas mismas palabras expresadas al jefe de oficina. Das cosas imprescindibles; una, para comer; la otra, para vivir.
Por Borocotó (1940).