Así vivió, triunfó, sufrió y lloró Pascualito
POR ABEL SANTA CRUZ. Un retrato único de Pascual Pérez, tal cual como muy pocos pudieron conocerlo. “Pascualito” fue nuestro primer campeón mundial de boxeo y, acaso, el más grande de todos.
La idea fue recrear, para los chicos de hoy y para quienes fueron sus generacionales, a Pascual Pérez, nuestro primer campeón mundial de boxeo y, acaso, el más grande de todos. Para lograrlo, era necesario convocar a una pluma talentosa, a alguien que hubiese compartido estrechamente su época, su geografía, su ámbito, sus triunfos, sus escasas derrotas. A alguien que lo hubiese conocido muy de cerca, escuchando sus confesiones, sus dudas, sus ilusiones. Así recurrimos a Abel Santa Cruz, quien nos asombró con vivencias y anécdotas que en muchos casos no había relatado hasta ahora. No es, por cierto, una biografía minuciosa, acabadamente detallista. Es, en cambio, el retrato de un hombre contado por quien lo conoció íntimamente. Aquí está Pascual Pérez a través de gestos, palabras, victorias, fracasos„ grandezas, desengaños y miseria, tal cual como muy pocos pudieron conocerlo.
En junio de 1956 Osvaldo Miranda y yo estábamos en Montevideo. Compromisos teatrales, no hace al caso. Pascual Pérez defendía su título de campeón mundial frente al cubano Oscar Suárez y fuimos a verlos pelear en Peñarol. ¿En Peñarol? Tampoco hace al caso. El mendocino anduvo por el suelo, las pasó de todos colores y finalmente dio vuelta un peleón de antología y venció por fuera de combate en la penúltima vuelta. Entonces me dijo Miranda, con una voz que estaba tan ronca como la mía:
- ¡Esto me hace acordar a Hornero Manzi!: "iNo habrá ninguno igual, no habrá ninguno!".
Esta opinión afónica de Miranda pasó integrar mis recuerdos como una frase hecha: "No habrá ninguno igual". Ni lo habrá ni lo hubo. Kilo por kilo Pascual Pérez fue el mejor boxeador argentino de cualquier época. ¿Qué le faltaba? Únicamente la estatura. ¡Si Leo Espinosa o Alberto Barenghi le llevaban la cabeza! Después, todo. Una vitalidad que ni Moría Casán, bien proporcionado, un golpe de ambas manos sólido como de peso liviano, una cintura que parecía un relámpago, dos piernas aptas para bailar "Giselle" y esa idoneidad en el esquive que caracteriza a los pugilistas de Mendoza. Su físico retacón lo hacía buscar la pelea corta. Y cuando entraba en la guardia de un adversario, salía de ella con la llave en una mano y la otra en alto, protagonista de una memorable victoria más.
Además, limpio como una novia. Siempre de frente, incapaz de una chicana, una trampa o una agachada. Tan bueno sobre el ring como debajo de él. Existen bondades astutas o maliciosas. La suya fue una bondad ingenua y Pascualito no presintió la zancadilla final que le tendería la vida. Sufrió hasta el llanto por ser como la palma de la mano. Nunca lo rozó una sospecha de eso que se llama "fake" en Inglaterra, "chiqué" en Francia y "tongo" en la Argentina. Ni remotamente la suspicacia de un estimulante o una pizicata. Aunque alguna vez Pascualito se lo creyó. Contra Sadao Yaoita, en 1959, estaba tan filtrado que "no podía" salir para la sexta vuelta. Entonces Lázaro Koci, su manager —zorro viejo, si los hay— le dio un inofensivo terrón de azúcar y le dijo: "Adentro del terrón hay unas gotitas desfatigantes".
Mentira, dice a EL GRAFICO: "Era sólo azúcar, que en mínima dosis suministraba glucosa al precario físico y Pascualito se sentía renacer". Y no consideremos con ligereza este asunto de la droga en el boxeo. Después de cada match de boxeo, ¿será preciso analizar la orina de los pugilistas así como se analiza la orina de los jugadores después de un match de fútbol? Un popular mediano de hace treinta años, Dante Nolasco, publicó un libro titulado "Arriba y abajo del ring", donde pormenorizaba los entretelones a menudo sórdidos del submundo del boxeo. Y el mismo Nolasco en una carta dirigida a la revista "Imagen" en 1967 decía: "Hoy en el Salón de los Deportes de Bahía Blanca progresaron notablemente. Las noches de boxeo, en las ratoneras (camarines) hay un enfermero provisto de una jeringa que inyecta a los `besugos'." ¡Ah! ¿Y el resultado de la pelea con Yaoita? Este cayó en el decimotercer round.
Por su estructura de hombres pequeños los buenos pesos moscas pasan al frente desde muy jóvenes, pichones todavía. Jimmy Wilde fue campeón mundial a los 24 años. Pancho Villa a los 22, Emil Pladner a los 23, Benny Lynch a los 23, Fidel La Barba a los 22. Pascualito llegó tarde al título porque cuando venció a Yoshio Shirai —otro que le llevaba la cabeza— ya tenía 28 cumplidos. Con un peso de kilos 48,875. Y para obtener la chance debió empatar con Shirai en el Luna Park y luego pelearlo en Tokio por una bolsa que era una propina: ¡mil dólares! Si esto hubiera ocurrido en los años de Tito Lectoure suponemos que éste hubiera obtenido más. Una anécdota. Cuando Pascualito regresó con el título en 1954, habló por radio desde Montevideo y después de dedicarle el triunfo a Perón —una obligación imprescindible en aquellos años particulares—dijo:
—Dedico el triunfo a mi madre que me vio nacer.
Años después, cuando lo cargaba amablemente por esa digresión doméstica, Pascualito agachaba la cabeza, divertido, y absorbía el titeo con su inalterable humildad de hombre bueno.
En 1946 se celebró en Santiago de Chile, en el estadio de la Universidad Católica, el Campeonato Latinoamericano de Boxeo y fui el único periodista argentino que concurrió al torneo. ¡Eran otros tiempos! Llevé la corresponsalía de "La Cancha" y "Mundo Deportivo" del inolvidable Simón Bromenberg. (El pasaje me lo pagué yo. En aquella época, por colaborar en "Mundo Deportivo" cobraba quince —¡quince!— pesos por mes. Y era feliz.) El director técnico de la delegación era Oscar Casanovas, el campeón olímpico de 1936 y protagonista de la película "Mateo" junto a Luis Arata, José Gola y Enrique Discépolo. Valga la anécdota: después del primer pesaje Casanovas y yo salimos a pasear por las calles de Santiago. En la vidriera de una "fuente de soda" (bar americano), leímos, escrito con tiza, el anuncio incitante y para nosotros y en aquella época, exótico: "Borgoña con frutillas". Quisimos averiguar "qué era eso". Entramos. La cosa era en jarras. ¿Una jarra para cada uno? Una jarra para cada uno. La curda fue épica.
Integraban el equipo Víctor Peroné, Francisco Núñez, Armando Rizzo —que como profesional llegó a pelear con Gatica—, Roberto Duarte, Raúl Morales —director técnico en los últimos juegos olímpicos de Los Ángeles—, Héctor Maturano —padre de la deliciosa cantante Tormenta— y el pesado Nicolás Carmé. Obviamente, Pascual Pérez. En la primera pelea del certamen Pérez derrotó ampliamente al chileno Vega. El público, sin motivo alguno, silbó el fallo y desde ese mismo momento se volcó contra la delegación argentina. La prensa también se puso la camiseta. Echó leña al fuego y nos hizo una campaña en contra. Para considerar la seriedad de algunos de aquellos periódicos vayan estas dos muestras de primera página: "En una lotería de puñaladas el padre se sacó el gordo; la hija y su yerno son los hechores" ("Las Noticias Gráficas" 16/12/46). O bien: "Cabecita esquiva, cabecita loca, la sacó por la ventanilla de un tranvía y quedó herida de cuidado" ("La Semana" 17/12/46). Auténtico. Conservo los recortes.
En su segunda pelea Pérez combatió con Armero Santana, un garoto brasileño, tierno como Andrea del Boca. Ese chico, evidentemente, había hecho la primera comunión tres o cuatro días antes de comenzar el torneo. Pascualito hizo una pelea compasiva, limitándose a marcar puntos desde lejos y con humanitaria displicencia. Pero cuando concluía el primer asalto, el pibe brasileño extendió una mano con la suavidad del gato que rasca el helecho con la patita. Inexplicablemente, misteriosamente, Pascualito cayó. Por supuesto lo encontraron mal parado. Pero, según dice el paisano, "fue pá pior", Pascualito comenzó el round siguiente con la sangre en el ojo y después de una biaba que duró un minuto, convirtió a Armero Santana en un detritus. Y vino la final.
Aquí se encontraría con el uruguayo Pedro Carrizo. Si éste ganaba, compartía el título con Pascualito y el local Vega. Pascualito tardó en subir al ring porque a un cabro de ojos azules, que se había metido bajo el ala de nuestro equipo, un perro le había mordido la oreja y había que curarlo. ¡Ese corazón del mendocino! Después la pelea.
Pocas veces vi una presión tan ominosa por parte del público. Cada puñetazo válido de Pérez no despertaba el mínimo eco en las tribunas. Pero el más inofensivo jab de Pedro Carrizo, producía un alboroto que despertaba a los cóndores. El mismo chileno Vega estaba en el rincón del uruguayo y desde allí vociferaba las instrucciones. Pascualito barrió a Carrizo en tres asaltos y el fallo le resultó adverso. Tan detonante fue el alarido final que los cóndores bajaron a pedir explicaciones. Al descender del cuadrilátero, compungido, Pascualito se dirigió a mí, que estaba en la tabla de periodistas y me dijo, mientras se oía una cueca:
— ¿Por qué la vida tiene que ser así?
No supe si reírme o si emocionarme, tanta era la candidez de la pregunta. Porque Pascualito fue un cándido, desarmado ante las contingencias de la vida que al final —lo aprendió a través de su experiencia personal— fue "así".
Hoy recordamos que Pérez le dedicó el título de Tokio al presidente (uno de los pocos que se rebelaron contra este hábito fue el automovilista Eusebio Mansilla). Valga aquello para una digresión que hace a Pascual Pérez porque en aquel torneo actuó el welter José Valenzuela, era número puesto para los chilenos y a quien le llamaban Cloroformo. En la primera reunión, nuestro apolíneo Roberto Duarte le dio una lección de boxeo. Cuatro años más tarde Valenzuela, ya profesional, enfrentó a Gatica en Santiago y después de zancadillas, pisotones y forcejeos obtuvo una insólita victoria por descalificación. Gatica se la guardó y meses más tarde, en el Luna, lo puso nocaut en ocho asaltos en una pelea presenciada por Perón y Evita y que configuró un espectáculo escandaloso, abastecido de trasgresiones, sucios desplantes y hasta puntapiés en las nalgas. Por orden de la Subsecretaría de la Presidencia a todos los periodistas que calificaron aquello como un bochorno, les cortaron la cabeza. El colega Lito Mas, por ejemplo, perdió su empleo en "La Razón". Yo mismo, advertido a tiempo, pude retirar mi comentario, que ya estaba en las prensas de "Patoruzú".
¿Que exagero? Hay que tener memoria. En 1950, la Argentina ganó el campeonato mundial de básquet, venciendo en la final a un equipo norteamericano que no representaba ni medianamente al clásico poderío de su país. El periodista Miguel Angel Bavio Esquiú —eximio jugador a tres bandas y que escribía en "Rico Tipo" con el seudónimo de Juan Mondiola— dijo más o menos estas palabras desde un micrófono del Luna Park:
—De acuerdo, es un título importante y estamos contentos. Pero recordemos que no le hemos ganado al mejor quinteto de Estados Unidos sino, sencillamente, al equipo de una fábrica.
Lo echaron de todas partes y cuando murió, aún no le habían perdonado su indiscreción.
Pero volvamos a Pascualito. En 1948 se hizo la selección para los juegos olímpicos de Londres. Pérez ganó sin esforzarse. Dejó en el camino a Antonio Zapata, Sebastián Bustos, Víctor Scarone, Ricardo Ballarini y Nicolás Páez, dos veces. Como dato curioso recordemos que Nicolás Páez, de La Rioja, fue el boxeador de menor estatura que hubo en el pugilismo argentino. Más ancho que alto. Luego, bajo la dirección técnica de Bruno Alcalá fue al Empire Pool de Wembley. Transmitían para Radio Rivadavia. Washington Rivera y Horacio Estol. Otra vez Pascual ganó de galope corto, con la fusta bajo el brazo y sin castigar. Cayeron el filipino Adolfo, el sudafricano William, el belga Bollaert, el checo Mojkdlock y luego, en la final, el favorito italiano Spartaco Bandinelli. Fue elegido el mejor boxeador del certamen. Al comentar el torneo dijo Simón Bronenberg en su "Guía Pugilística": "Creo que Perecito tiene sobradas condiciones para erigirse en una figura mundial dentro del campo rentado". Mi muy querido Simón no se equivocó. En su campaña amateur Pascual Pérez disputó más de noventa peleas y sólo fue derrotado tres veces. Uno de los que cometieron semejante falta de respeto fue Alberto Barenghi. Que también peleó con Yoshio Shirai, perdiendo por puntos.
Conocí a Pascual Pérez en las buenas y las malas. Un día me preguntó cuál era la primera pelea que había visto. Le respondí que Luis Galtieri - Aurelio Bornetto, el pobre negro que terminó loco en el Melchor Romero y que fue profesor de box de Sixto Pondal Ríos. Era allá por 1925, cuando yo tenía diez años y de la mano de mi padre, ¿puedo permitirme un recuerdo que vinculo a mi padre con Luis Angel Firpo? En 1923 salieron a la venta los caramelos "Zabeca". Cada paquete traía una figurita y cada figurita era un pedazo de la cabeza de Firpo. Cuando uno "armaba" la cabeza en un cuadernillo, recibía de premio un punching-ball de huevo con correas para sujetar por arriba y por abajo. Desde luego la mano venía brava porque había que encontrar "la difícil". (En un concurso semejante organizado por los chocolatines Nestlé en 1930, "la difícil" era el lince.) Uno de los fabricantes de "Zabeca" era amigo de mi padre y obtuve el punching-ball. Siempre hubo favoritismos.
Me preguntó Pascual Pérez:
— ¿Cómo era Galtieri?
Le dije:
—Como usted.
Y así era nomás. Luis Galtieri, el Chiquito de Pompeya que fue presidente de la Casa del Boxeador y que anda por allí atravesada ya la barrera de los noventa años, se parecía a Pascual Pérez todo lo que un semipesado puede parecerse a un mosca. Petiso, valiente, vital y vigoroso, siempre para adelante. Yo vi pelear a Galtieri contra Kid Charol, ya cuarentón el hombre. Charol lo volteó varias veces y cada vez que iba a la lona, el Chiquito lo desafiaba desde el suelo:
— ¿Y eso es todo lo que pegas?
Y le respondía el negro, imperturbable:
—Entonces, ¿por qué te caés?
Aquella pregunta me la hizo Pascual Pérez en "La Taba ". Expliquémos. Como empresario siempre fui un desastre. Sin embargo, hace cosa de veinte años instalé, junto con mi hijo, "algo" más parecido a un fondín que un restaurante. Se llamaba "La Taba" y estaba justo al lado de la panadería "El Cañón de Santa Fe", cuyo dueño es el suegro de Luis Brandoni. Perdimos —con total ecuanimidad— lo que no teníamos. Una noche, de pura casualidad, cayó Pascualito a comer y desde entonces quedó invitado para siempre. Muchas veces me senté a su mesa y charlamos de esto y de aquello, mientras él endulzaba sus noches con vino. Y supe. Lo que por otra parte ya todos sabíamos.
Hoy Galtieri está de turno y ahora les explico. Hace cosa de sesenta años hizo sensación un peso mediano llamado Santiago Rottoli todas cuyas peleas terminaron —a favor o en contra— por fuera de combate. Luis Galtieri publicaba en EL GRAFICO, las memorias de su vida. Y en el número 428, del 17 de setiembre de 1927, lo retrató así: "Un tipo de siciliano de cutis bronceado y cabello renegrido y ondulado, digno de que algún escultor o pintor lo hubiera escogido de modelo para encarnar en él la imagen de la belleza masculina". Una madrugada apareció en el pasaje de la Piedad el cadáver de Rottoli. El pobre se había metido una bala en la cabeza. Durante mucho tiempo supuse que ese suicidio obedecía a la depresión causada por sucesivos contrastes. El primero de los cuales se lo había infligido Galtieri en cincuenta y siete segundos. Hasta que un día aquel estupendo árbitro que fue Alfonso Araujo, me aclaró la incógnita.
Para explicar en parte la decadencia y el descalabro de Pascual Pérez —que también alguna vez quiso quitarse la vida, arrojándose desde un segundo piso de un hotel de Santo Domingo— hay que repetir las palabras de Araujo: "Hubo una mujer". Pascualito creía en la gente y la gente no merece que uno crea en ella. "Hubo una mujer". La misma que cuando Pascualito obtuvo un nocaut fulminante en la cancha de San Lorenzo frente al inglés Dai Dower, se hizo dar un ataque de nervios y cuando el fotógrafo de EL GRAFICO quiso tomar la instantánea fue agredido a puñetazos por mi buen amigo Lázaro Koci.
¿Por qué no diríamos su nombre? Herminia Ferch de Pérez. Pascualito, que sentía por ella un amor incontrolable, le permitía hacer cuanto le viniera en gana. La administración de sus combates y de sus bienes la llevaba Herminia Ferch. Se habla de alguna bolsa gastada íntegramente en un juego de porcelana china. Alguna vez dijo EL GRAFICO: "Su esposo peleaba, cobraba y le daba todo el dinero a ella. Ella se encargarla de pagar todo y de invertir". Poco después llegó el divorcio y Pascualito ya no se repondría de él. Quiso envenenarse y lo detuvieron a tiempo. Volvió a casarse con una buena mujer. Pero el daño ya estaba hecho para siempre.
Campeón del torneo de novicios en 1944. De veteranos en 1946. Luego campeón en Chile. Campeón en Brasil. Campeón de la Vendimia. Campeón en Londres. Después campeón mundial en Tokio. Obtuvo en total diecisiete campeonatos. ¿Qué más? He aquí su récord: 92 combates, 57 ganados por nocaut. Un empate, 27 ganados por puntos, 4 perdidos por decisión, 3 perdidos por nocaut. Pero dos de estos últimos en 1963, cuando ya era un desesperado hombre sin entrenamiento que había cumplido treinta y siete años. Las dieciocho primeras peleas las ganó por fuera de combate. El primero que le aguantó de pie fue Juan Bishop. Pero Bishop era un peso gallo.
Una .vez le pregunté qué piña le había dolido más. Me dijo: "La de Antonio Gómez, en Mar del Plata". Gómez era un mediocre pero pegaba duro y lo puso en el suelo. Luego Pascualito se levantó y ganó por puntos. Un mes más tarde hacen la revancha en el Luna Park. . . ¡y Antonio Gómez vuelve a voltearlo! Pero paga su osadía cayendo por la cuenta en el octavo round.
Queden atrás las estadísticas: la interminable serie de títulos conquistados, las noches gloriosas de Young Martin o Ramón Arias, las noches amargas de Pone Kingpetch o Alacrán Torres, sus cuatro absurdos triunfos por puntos sobre Rodolfo Trivis, el medio millón de dólares ganado en su campaña. Y más allá de las estadísticas, siempre heladas, el calor de una vida que conoció la cima de la felicidad y los bajos fondos de la desdicha. Fue un triunfador y un hombre bueno y no todos podemos decir lo mismo. El mejor pugilista en la historia del boxeo argentino. Y el recuerdo agridulce que nos obligaría a entonar bajito los versos de Homero Manzi.
No habrá ninguno igual
No habrá ninguno.
Ninguno con tu piel y con tu box.
Abel Santa Cruz (1984)