Se venía luciendo por la punta izquierda del San Lorenzo campeón en 1972 y 1974, y después en River Plate, cuando le llegó la gran chance de su carrera de la mano de César Menotti: el Mundial 78. El Negro Ortiz fue uno de los últimos exponentes de una especie en extinción, la de los wines. Tenía una habilidad exquisita para la gambeta, desbordaba a las defensas con una facilidad increíble, por los costados. Siempre con pelota al piso y pegada al pie, encarando a sus marcadores, a quienes dejaba en el camino para llegar a la raya de fondo y servir el centro o el pase atrás. Pases que eran perfectos, preciosos al centímetro. “Nunca fui un profesional del fútbol, yo jugaba a la pelota. Me gustaba ser feliz en la cancha, más allá de los campeonatos que haya logrado”, declaró recientemente. Se consagró tricampeón con River (Metropolitano 79, Nacional 79 y Metropolitano 80) y, tras la gira europea de 1980, dejó a la Selección. Luego de un breve paso por Huracán, en 1983 se retiró con la camiseta de Independiente.