LAS ENTREVISTAS DE EL GRÁFICO

2008. EL SELLO MACAYA

Por Redacción EG · 20 de noviembre de 2021

Su apellido es marca registrada. Desde 1966, cuando debutó en la tele, Macaya Márquez es sinónimo de comentarios de fútbol. Habla de su vida, del deporte y del periodismo, donde es una eminencia.


Pun­tual, co­mo co­rres­pon­de a un pro­fe­sio­nal acos­tum­bra­do a cum­plir con los tiem­pos. In­gre­sa a Ta­bac en don­de –se en­tien­de– lo co­no­cen to­dos. Tie­ne un pi­lo­to ver­de oli­va cru­za­do, jeans, cal­za­do mo­der­no, una car­pe­ta en la ma­no. Cuan­do sa­lu­da, lo ha­ce con un fuer­te abra­zo. Es­te cro­nis­ta sien­te que fue ayer cuan­do de­bu­tó en la te­le a su la­do, en trans­mi­sio­nes de bo­xeo des­de la Fe­de­ra­ción Ar­gen­ti­na, en 1974. Y ya por en­ton­ces Ma­ca­ya era un ape­lli­do re­gis­tra­do...

Hay una pri­me­ra ron­da de ca­fés, mien­tras a tra­vés del ven­ta­nal se ve la llu­via que in­vi­ta a una char­la que no se ale­ja­rá de pa­sio­nes co­ti­dia­nas: el fút­bol, la vi­da, el pe­rio­dis­mo...

–Vos sa­bés que en mi épo­ca de ni­ño uno sen­tía que el pe­rio­dis­ta es­ta­ba más cer­ca del es­cri­tor que del in­ves­ti­ga­dor, y hoy su­ce­de, jus­ta­men­te, al re­vés... Cla­ro, no ha­bía te­le. En­ton­ces ha­bía una preo­cu­pa­ción no só­lo por es­cri­bir muy bien, si­no tam­bién por ha­blar muy bien. Lo que se es­cu­cha­ba por ra­dio era un idio­ma pu­ro, bien pro­nun­cia­do y sin apu­ros. Exis­tía una gran preo­cu­pa­ción por ha­blar bien, co­sa que he­mos he­re­da­do los de nues­tra ge­ne­ra­ción. Hoy, en cam­bio, por un la­do se in­ves­ti­ga más y eso es muy bue­no. Pe­ro tam­bién los rit­mos son más ace­le­ra­dos y no se cui­dan tan­to las for­mas, de ahí que en ra­dio, a ve­ces es­cu­ches ca­da co­sa...

–...Que vos ja­más di­rías an­te un mi­cró­fo­no.

–No, se­gu­ro; hay una co­rrien­te cha­ba­ca­na en la ra­dio que no me atre­ve­ría ja­más a se­guir. Por un la­do, la grá­fi­ca te obli­ga a ex­pre­sio­nes co­rrec­tas, ya que te­nés tiem­po de co­rre­gir la no­ta e in­clu­so que te la co­rri­jan. En la ra­dio o la te­le, en cam­bio, si­ no te­nés ri­que­za de vo­ca­bu­la­rio, si no sa­bés en­he­brar los ver­bos, se no­ta en­se­gui­da. Por eso aque­llos que pa­sa­ron por la grá­fi­ca tie­nen ma­yo­res po­si­bi­li­da­des, por­que al ha­blar pue­den po­ner un pun­to, un pun­to y co­ma o abrir un pa­rén­te­sis por me­dio de las pau­sas o los si­len­cios... El asun­to es que a ve­ces se usa un vo­ca­bu­la­rio que no com­par­to. Y, ojo, no cre­cí en­ce­rra­do en un as­cen­sor, ¿eh?

Macaya a la derecha, remata Carlos Ares. En el suelo, Zapiola (ambos de El Gráfico). Fue en 1976...

Lo di­ce con una son­ri­sa, por­que des­pués de to­do, su te­rri­to­rio de pi­be lle­gó al Ba­jo Flo­res.

–¿Vos sa­bés lo que era eso en ese tiem­po? Si al­go no me fal­ta, te di­ría que me so­bra, es po­tre­ro, no me voy a po­ner co­lo­ra­do por una ma­la pa­la­bra, al con­tra­rio... En aque­llos tiem­pos yo vi­vía en Di­rec­to­rio y Ca­ra­bo­bo y ju­ga­ba mu­cho en el Par­que Ave­lla­ne­da y di­cen, y yo tam­bién lo creo, que ju­ga­ba muy bien. Mi­rá, don­de yo vi­vía... Te­nía de ve­ci­nos a Al­fre­do –en nin­gún mo­men­to men­cio­na­rá el ape­lli­do Di S­té­fa­no, lo da­rá siem­pre por ob­vio– y a Li­ber­tad La­mar­que, ¿qué te pa­re­ce? Yo iba mu­cho a la ca­sa de Al­fre­do, te­nía ape­nas unos ocho años y era... ¡Ima­gi­na­te! Era mi ído­lo. No era fá­cil la co­mu­ni­ca­ción con él. Pe­ro uno apren­día de ver­lo y de es­cu­char­lo. Cuan­do él em­pe­zó a ju­gar pro­fe­sio­nal­men­te, no lo hi­zo nun­ca más en el ba­rrio. Tu­vo una ri­que­za téc­ni­ca que no fue re­co­no­ci­da. Se sa­be que la ha­bi­li­dad es una par­te de la téc­ni­ca. Por ejem­plo: en el ba­rrio, se pri­vi­le­gia­ba a quien ju­ga­ba me­jor la pe­lo­ta, al gam­be­tea­dor; yo, por ejem­plo, era un buen gam­be­tea­dor, por­que de eso se tra­ta­ba: de ju­gar a la pe­lo­ta y en­ton­ces se pre­mia­ba al más ha­bi­li­do­so. Al­fre­do, en cam­bio, era un es­tra­te­ga, co­mo lo fue­ron Zor­zi, Ye­bra, Ma­ran­te, el pro­pio Pe­lé. El tra­ta­ba de que la pe­lo­ta re­co­rrie­ra los es­pa­cios más cla­ros po­si­bles, de que no le pe­ga­ran nun­ca, de no cho­car con na­die. Era un ade­lan­ta­do, por­que él sa­lía a ga­nar, que de eso tam­bién se tra­ta. A ver si me ex­pli­co... en los po­tre­ros, cuan­do se hacía un pe­nal, se lo ti­ra­ba afue­ra. Lo ti­rá­ba­mos afue­ra, por­que pa­ra no­so­tros no te­nía mé­ri­to un gol de pe­nal, así co­mo hoy se lo fes­te­ja co­mo si fue­ra ver­da­de­ro... No­so­tros, los pi­bes, dis­fru­tá­ba­mos ju­gan­do y na­da más. Cla­ro, lo ló­gi­co es que ha­ya tam­bién que ga­nar, pa­ra eso exis­te el tan­tea­dor, ¿no? Bue­no, Al­fre­do te­nía ese con­cep­to: el de ga­nar. El éxi­to, cuan­do tie­ne be­lle­za, du­ra; la­men­ta­ble­men­te, la be­lle­za, si no tie­ne éxi­to, pue­de ser ol­vi­da­da. Al­fre­do fue un ca­so ra­ro, un ti­po sa­li­do de la cla­se me­dia, que fue di­rec­to a pro­fe­sio­nal... por al­go fue La Sae­ta Ru­bia, te­nía una gran ve­lo­ci­dad, ex­plo­sión, no da­ba chan­ce... De él apren­dí mu­cho, cla­ro...

–¿Y có­mo eran tus días en­ton­ces?

–Yo iba al co­le­gio, que en esos tiem­pos eran de un so­lo tur­no, pe­ro que in­cluían los sá­ba­dos. A la es­cue­la “Re­pú­bli­ca Orien­tal del Uru­guay” has­ta ter­cer gra­do, mix­to, y des­pués a la “J. J. Ur­qui­za”, fren­te a Pla­za Flo­res, só­lo pa­ra va­ro­nes. Y des­pués pa­sé al se­cun­da­rio, al “Hi­pó­li­to Viey­tes”... Du­ran­te el pri­ma­rio y des­pués de ha­cer los de­be­res, me iba a ju­gar al fút­bol. Me iba al Ba­jo Flo­res. Yo ju­ga­ba de 5 y San­fi­lip­po de 10 en el Na­cio­nal de Flo­res, así se lla­ma­ba nues­tro equi­po, y que des­pués se lla­mó Glo­rias del Four­nier. Ju­gá­ba­mos en los Cam­peo­na­tos In­fan­ti­les Evi­ta. De ahí sa­lie­ron el Co­co Ros­si, el Na­no Areán, Zam­bra­no, que fue fi­gu­ra en In­de­pen­dien­te, o los her­ma­nos Le­gui­za­món...

–¿Y vos?

–No me fui a pro­bar. Y co­mo no me fui a pro­bar... nun­ca su­pe a lo que ha­bría po­di­do lle­gar.

 

Hoy los tiem­pos son otros, re­pi­te, mien­tras pi­de otro ca­fé. Por si ha­ce fal­ta de­cir­lo, es­tar fren­te a él es igual que te­ner­lo en la te­le, o sea: es tan na­tu­ral en la te­le co­mo si es­tu­vie­ra to­man­do un ca­fé con uno, ¿se en­tien­de?

–Hoy los tiem­pos son dis­tin­tos por­que los clu­bes in­vier­ten mu­cho. Bus­can a los ju­ga­do­res o a los can­di­da­tos, no ha­ce fal­ta que ellos va­yan a pro­bar­se co­mo po­dría ha­ber he­cho yo. In­vier­ten y mu­cho: se ha­cen pro­nós­ti­cos de cre­ci­mien­to, se tra­ba­ja en la par­te fí­si­ca y mé­di­ca, en lo nu­tri­cio­nal... Es to­do un pro­ce­so, por­que cuan­do los de­tec­tan, son pi­bes de ocho años que jue­gan al baby. Des­pués pa­san a las can­chas gran­des, se les da co­le­gio, gim­na­sia me­tó­di­ca... Ya de­ja de ser un jue­go, ¿ves? Cuan­do lle­ga a las in­fe­rio­res ya es un pro­fe­sio­nal, pe­ro sin sa­ber si es un gran chi­co o un chi­co gran­de, ha­cer un ca­ño o un som­bre­ro es pa­ra mos­trar­se, no por el pla­cer de ju­gar. Y des­pués, cuan­do cuan­do lle­gan a los 18, 19 años, vie­ne al­guien y le di­ce: “No hay con­tra­to”, por­que cla­ro, de tan­tos pos­tu­lan­tes, lle­ga ape­nas un 20 por cien­to. Los me­jo­res abas­te­ce­do­res de ta­len­to han si­do los po­tre­ros, por­que el que jue­ga en el po­tre­ro tie­ne tiem­po pa­ra ha­cer­lo. Y al mis­mo tiem­po, a ve­ces no co­me bien, no tie­ne fuer­za. Pe­ro es de los po­tre­ros que vie­nen los Mes­si, los Agüe­ro, los Te­vez, los Ma­ra­do­na... En par­te por eso, hoy se cum­ple la ley de los pin­güi­nos y lle­gan los ge­né­ti­ca­men­te más fuer­tes, los que aguan­tan más que los ta­len­to­sos. Y, en­ci­ma, mu­chos car­gan con el es­tig­ma o el con­trape­so de sus pa­dres, que vuel­can en ellos sus frus­tra­cio­nes de ha­ber que­ri­do ser ju­ga­do­res y quie­ren ver en sus pi­bes al pró­xi­mo Ma­ra­do­na pa­ra que sal­ve a to­da la fa­mi­lia... Mi­rá, un día me mos­tra­ron la car­ta de un hi­jo al pa­dre que le de­cía: “No sé por qué su­frís si yo pier­do, si a mí a los cin­co mi­nu­tos se me pa­sa...” Acá to­da­vía hay una gran can­te­ra... ¿Sa­bés lo que me pa­só una vez con el Co­lo­ra­do Mac A­llis­ter?

–No.

–Lo en­cuen­tro y me di­ce que es­tá es­pe­ran­do a tres em­pre­sa­rios del fút­bol eu­ro­peo. ¡Tres! Vos sa­bés que él tie­ne una es­cue­la con su nom­bre en La Pam­pa... Bue­no, así se ma­ne­jan las co­sas hoy, de la mis­ma for­ma en que Bo­ca ya in­cor­po­ró a su pro­yec­to el club Par­que, que lo pro­vee de ta­len­tos...

 

La cul­pa la tie­ne la televisión, le di­go, sa­bien­do que es, ape­nas, una fra­se he­cha, ya vie­ja.

–Cla­ro que la te­le tie­ne mu­cho que ver, eso es cier­to. Has­ta los fes­te­jos se mo­di­fi­ca­ron en fun­ción de las cá­ma­ras, los téc­ni­cos aho­ra “ven­den” su tra­ba­jo de otra ma­ne­ra...

–¿Cuán­tas cá­ma­ras se usa­ban cuan­do arran­cas­te y cuán­tas hay aho­ra?

–Se­rían cua­tro, cin­co, aho­ra son de ocho pa­ra arri­ba y has­ta se lle­gan a usar dieciséis en gran­des par­ti­dos. Yo arran­qué en 1966... eran otros tiem­pos.... ¿Sa­bés con quie­nes?

–No, a ver...

–Con Juan­ci­to De Bia­se (his­tó­ri­co es­cri­ba de “Cla­rín”) y Faus­ti­no Gar­cía (una de las vo­ces más ca­rac­te­rís­ti­cas de Ra­dio Ri­va­da­via).

–Y to­da­vía es­tás, un ca­so úni­co no del pe­rio­dis­mo de­por­ti­vo, si­no de la te­le...

–Sí, creo que sí. En el 66 yo es­ta­ba en In­gla­te­rra por el Mun­dial. Aquí vi­no el gol­pe mi­li­tar de On­ga­nía.... ra­ja­ron a to­dos... yo me sal­vé. Y así mu­chas ve­ces por­que, ojo, ¿eh? Tam­bién en épo­cas de­mo­crá­ti­cas era co­mún que hu­bie­ra lim­pie­za ge­ne­ral... y, sin em­bar­go, za­fé...

–Vuel­vo al te­ma: sos el ti­po que más años lle­va hoy en la te­le... Y sin pa­rar...

–Sí, por­que Mirt­ha tu­vo tem­po­ra­das de des­can­so y yo no...

–Sa­lien­do al ai­re va­rias ve­ces por se­ma­na...

–Es cier­to. En una épo­ca ha­cía­mos la Pri­me­ra B los sá­ba­dos, ha­bía un par­ti­do el do­min­go, otro el lu­nes, lue­go uno de co­pa y el ade­lan­ta­do de los vier­nes... des­pués vi­no tam­bién el Gor­do Mu­ñoz a Ca­nal 7 y tra­ba­jé con Ju­lio Ri­car­do, Pé­rez Loi­zeau, Mar­ce­lo Arau­jo, Mau­ro Via­le...

–La épo­ca en que el re­la­tor só­lo nom­bra­ba al ju­ga­dor que te­nía la pe­lo­ta.

–Sí, y eso me gus­ta­ba, ¿ves? Hoy se ha­ce ra­dio por te­le­vi­sión, los rit­mos im­po­nen un re­la­to que ha­ce que se di­ga lo que el es­pec­ta­dor es­tá vien­do... A mí, en cam­bio, me gus­tan las pau­sas. Y co­mo co­men­ta­ris­ta in­ten­to re­don­dear­le al es­pec­ta­dor lo que no ve... Ade­más, aho­ra, con tan­tas cá­ma­ras, po­dés pe­dir imá­ge­nes o re­pe­ti­cio­nes que en otra épo­ca no exis­tían...

–Tu pri­mer Mun­dial...

–Sue­cia, 1958. Por Ra­dio El Mun­do trans­mi­tían Fio­ra­van­ti y Ho­ra­cio Be­sio; el di­rec­tor de ra­dio Bel­gra­no qui­so ha­cer otra trans­mi­sión y en­ton­ces me lla­mó pa­ra via­jar por Ra­dio Li­ber­tad jun­to a Eu­ge­nio Or­te­ga Mo­re­no. Lle­ga­mos de ca­sua­li­dad, ésa es la historia, no teníamos idea...

–¿Por qué?

–¡No te­nía­mos ni idea! Sa­li­mos en un DC 7 de Pa­nair de Bra­sil; Or­te­ga Mo­re­no creía que íba­mos a Ham­bur­go y en rea­li­dad íba­mos a Frank­furt. No sa­bía­mos in­glés. Nos lle­va­mos ano­ta­das, en fo­né­ti­ca, al­gu­nas fra­ses... No, no ten­dría­mos que ha­ber lle­ga­do... De­cí que nos en­con­tra­mos con Ro­ber­to Mo­re­no y él nos ayu­dó. Trans­mi­tía­mos di­rec­to, sin re­tor­no de Bue­nos Ai­res, to­do de­re­chi­to, sin ha­cer pau­sas co­mer­cia­les, na­da... fue una gran ex­pe­rien­cia. Lo más im­por­tan­te fue que to­dos apren­di­mos, en ese Mun­dial, que eso de “pio­las” y de la “vi­ve­za crio­lla” no era así... Cuan­do em­pe­zó el par­ti­do con Che­cos­lo­va­quia y el pri­mer che­co que aga­rró la pe­lo­ta la ti­ró afue­ra, yo le di­je a Eu­ge­nio: “Pa­pi­ta pa­ra el lo­ro”... ¡Pa­ra qué! Des­pués de aque­llos seis go­les vol­ví a fu­mar. Fue una du­ra lec­ción. No­so­tros éra­mos bue­nos, pe­ro no te­nía­mos com­pe­ten­cia in­ter­na­cio­nal, no co­no­cía­mos a los ri­va­les y en­ci­ma nos reía­mos del téni­co ale­mán que sí sa­bía to­do de no­so­tros...

Igual cuando habla que cuando está en la tele. Macaya no pierde naturalidad alguna. Un grande.

Hay otro ca­fé, mien­tras afue­ra la llu­via se va apa­gan­do, el cie­lo se po­ne gris.

–Apren­dí des­pués de eso a no rom­per el car­net. Yo no pue­do ser hin­cha de la Se­lec­ción. Yo soy co­men­ta­ris­ta de fút­bol y me pa­gan pa­ra eso. En el úl­ti­mo Mun­dial mi nie­to Fa­bri­zio, que tie­ne diez años, un día me di­jo por te­lé­fo­no: “Con lo que es­tás di­cien­do no vas a po­der ba­jar del avión”. Y yo le ex­pli­qué que uno no pue­de ser hin­cha de la Se­lec­ción. Creo, con res­pe­to, que el re­la­tor sí pue­de po­ner­le co­lor y én­fa­sis por­que pa­ra eso es, jus­ta­men­te, re­la­tor. Pe­ro el que ana­li­za, que ven­go a ser yo, tie­ne la obli­ga­ción de de­cir: “Guar­da, que pa­sa es­to y es­to”. Eso sí, lo di­go des­de un pun­to de vis­ta en don­de no agre­do. Pe­ro sí opi­no. Lo que pa­sa es hay un so­lo pro­ble­ma: no so­mos los me­jo­res, te­ne­mos que acep­tar­lo. Y los resultados que exige la gente no siempre se pueden dar...

–Ba­si­le, hoy...

–Ba­si­le tie­ne ra­zón en de­cir que más que un téc­ni­co es un se­lec­cio­na­dor. Es di­fí­cil el te­ma con tan­tos ju­ga­do­res afue­ra. Ten­drá que via­jar, es­tar, bus­car... Fi­ja­te que trajo a Ri­quel­me, que venía de tres me­ses de inac­ti­vi­dad.

–La te­nés con Ri­quel­me...

–Es que tie­ne gran­des con­di­cio­nes, como lo demostró ante Chile y Bolivia, pe­ro tie­ne mu­cho más pa­ra dar de lo que da. Es un lec­tor in­te­li­gen­te del par­ti­do, no hay du­da, pe­ro jue­ga po­co sin la pe­lo­ta y en el ma­no a ma­no mu­chas ve­ces pue­de lle­gar a per­der. Tiene que estar convencido de lo que hace. En­ton­ces no es que es­té en su con­tra, pe­ro creo que de­be dar mu­cho más, que pue­de dar más, pe­ro tam­po­co es bue­no que un equi­po ten­ga que de­pen­der de él. Tal vez eso sea co­rrec­to en el ca­so de Bo­ca, pe­ro nun­ca de una Se­lec­ción...

–Di­cen que no te ju­gás...

–Hay una co­sa; yo no agre­do, que es dis­tin­to. Ni soy el due­ño de la ver­dad. Yo sé de­cir “no sé”. Y, cuan­do no sé al­go, tra­to de apren­der, pe­ro no me lar­go a opi­nar sin fun­da­men­tos. Y eso pue­de ser que pa­ra mu­chos sea no ju­gar­se, pe­ro pa­ra mí es pru­den­cia y res­pe­to pa­ra con quien me es­cu­cha.

 

 

Por Carlos Irusta (2008)

Fotos: Emiliano Lasalvia y Archivo El Gráfico.


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