LAS ENTREVISTAS DE EL GRÁFICO

2004. Sirenita de agua seca

Por Redacción EG · 22 de abril de 2019

Georgina Bardach gana la medalla de Bronce en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. Después de la hazaña, la cordobesa cuenta su historia y las sensaciones de aquellos días inolvidables.


¿Que pa­sa­ria si se des­cu­brie­ra que Car­los Te­vez no dis­fru­ta de pa­tear al ar­co, que a Ga­llar­do no le gus­ta de­jar­se las uñas lar­gas o que a los ju­ga­do­res de vó­ley les mo­les­ta abra­zar­se co­mo si fue­ra un gol en ca­da pun­to a fa­vor, aun­que sea pro­duc­to de un sa­que ri­val que se que­dó en la red? Se­gu­ra­men­te cau­sa­ría sor­pre­sa. Los ca­sos ex­pues­tos no son más que es­pe­cu­la­cio­nes. Lo que es­tá con­fir­ma­do es que a Geor­gi­na Bar­dach, me­da­lla de bron­ce en los 400 me­tros med­ley en los Jue­gos de Ate­nas, y se­gun­da na­da­do­ra ar­gen­ti­na en la his­to­ria en con­se­guir una me­da­lla olím­pi­ca de­trás de Jean­net­te Camp­bell en Ber­lín 1936, no le gus­ta ¡mo­jar­se! “Es al­go que odio. Ir ca­mi­nan­do y que llue­va y es­tar to­da mo­ja­da no lo so­por­to. Es­tar en la pi­le­ta to­man­do sol o pa­sar por al la­do y que me sal­pi­quen es lo peor que me pue­den ha­cer”, ad­mi­te en­tre son­ri­sas la cor­do­be­sa de 21 años.

An­te es­ta re­ve­la­ción, rea­li­za­da en me­dio de bos­te­zos por fal­ta de adap­ta­ción al cam­bio de ho­ra­rio, se en­tien­de por qué de chi­qui­ta le es­ca­pa­ba a la pi­le­ta. “No me gus­ta­ba. Co­men­cé a ir a na­ta­ción a los cin­co años, pe­ro me em­pe­zó a gus­tar un po­co más el agua re­cién a los sie­te”, re­cuer­da Geor­gi­na, sin po­der ter­mi­nar de sa­car­se la ver­güen­za que le da en­ca­rar los mi­cró­fo­nos: “En es­tos úl­ti­mos días vi­ví co­sas muy fuer­tes, no me acos­tum­bro”, re­ve­la.

Los pri­me­ros cha­pu­zo­nes lle­ga­ron por la in­sis­ten­cia de pa­pá Jor­ge, quien hoy tie­ne de­re­cho a col­gar­se la me­da­lla. “Le gus­ta­ba com­pe­tir, pe­ro no me­ter­se al agua y así era me­dio di­fí­cil que la de­ja­ran. La lle­vé tres años al cur­so, y no arran­ca­ba. Aho­ra los pro­fes me cuen­tan que cuan­do me veían, de­cían: ‘Ahí vie­ne otra vez  es­te co­lo­ra­do rom­pe­bo­las con la ne­na’. Yo iba con Geor­gi­na y Yenny, la her­ma­na, e in­sis­tía, in­sis­tía, no que­ría de­jar de ir. Por suer­te, de tan­to in­sis­tir la pe­gué”.

Bardach quiere estudiar diseño de moda y ser chef: “Me gusta cocinar, pero soy un desastre”. Foto: Alejandro del Bosco

Y va­ya si la pe­gó. En po­co tiem­po, las pa­re­des de la ha­bi­ta­ción de Geor­gi­na co­men­za­ron a de­co­rar­se con me­da­llas de to­dos los ta­ma­ños. En to­tal, lle­ga­ron a ser más de qui­nien­tas, pe­ro has­ta el 96, Bar­dach ni so­ña­ba con los ani­llos olím­pi­cos. “En rea­li­dad, re­cién su­pe lo que eran los Jue­gos cuan­do vi los de Atlan­ta. An­tes no sa­bía na­da. No es que des­de que em­pe­cé a na­dar qui­se lle­gar a ser me­da­llis­ta olím­pi­ca. Me pa­sa­ba que mu­cha gen­te me pre­gun­ta­ba si mi sue­ño era ga­nar una me­da­lla o es­tar en un Jue­go, y yo de­cía que no. Mi ilu­sión era se­guir na­dan­do has­ta que… A mí me di­vier­te, es lo que más me gus­ta y el día que de­je de dis­fru­tar­lo ha­ré otra co­sa”.

Has­ta ani­mar­se a dar las pri­me­ras bra­za­das en la pi­le­ta del club Co­mu­ni­ca­cio­nes pa­re­ce que na­da le di­ver­tía. “Hi­ce te­nis y hóc­key. Hu­bie­ra si­do una Leo­na, ja. No, ju­gué muy po­co tiem­po, a los sie­te años, an­tes de na­dar. El te­nis lo de­jé a los dos me­ses, por­que no te­nía tor­neos y yo que­ría com­pe­tir. Y en el hóc­key no me gus­ta­ba co­rrer, así que…

–Así que si no na­da­bas te hu­bie­ras abu­rri­do.

–No, no. Igual al­gún de­por­te creo que hubiera he­cho por­que en mi ca­sa al­go me iban a man­dar a ha­cer. No pa­ra com­pe­tir, si­no pa­ra prac­ti­car al­go. Igual, en el co­le­gio era un de­sas­tre, me­nos mal que na­do. Me fal­tan cua­tro ma­te­rias del se­cun­da­rio. Es­pe­ro que los pro­fes me aprue­ben, por fa­vor.

Si bien su pa­pa es ge­ren­te de ban­co y su ma­má Ma­ría Ade­la es bio­quí­mi­ca, nun­ca le in­sis­tie­ron pa­ra que si­guie­ra una ca­rre­ra. “Lo que me re­mar­có mi ma­má fue que si me iba a de­di­car a na­dar, lo hiciera bien; que diera lo má­xi­mo”.

Le hi­zo ca­so a su ma­má. Lo hi­zo tan bien que aun­que al prin­ci­pio no lo tu­vie­ra co­mo ob­je­ti­vo, los aros olím­pi­cos se le pren­die­ron al es­pí­ri­tu co­mo piercing. “Cuan­do vi lo que eran los Jue­gos decidí que quería estar ahí”, re­co­no­ce.

Y es­tu­vo. En Syd­ney, con diecisiete años, su­mó ex­pe­rien­cia, y en Ate­nas se su­mer­gió en la glo­ria en la ma­yor fies­ta del de­por­te. Y co­mo ya el pri­mer día de com­pe­ten­cia ga­nó una me­da­lla, el res­to de los Jue­gos na­da ni na­die pu­do bo­rrar­le la son­ri­sa. Ni si­quie­ra las cum­bias y cuar­te­tos que so­na­ban de la ma­no de los fut­bo­lis­tas. “A mí me gus­tan los Red Hot, Cold­play, Oa­sis, Blur… Y co­mo los chi­cos del fút­bol es­ta­ban en otro edi­fi­cio, za­fé bas­tan­te de su mú­si­ca. Ade­más, en­tra­ban y sa­lían a ca­da ra­to, por­que ju­ga­ban en dis­tin­tas se­des. Además en la pie­za me to­có con las chi­cas del te­nis, y co­mo yo te­nía un gra­ba­dor, es­cu­chá­ba­mos bue­na música”.

–Fue la pie­za de las me­da­llas...

–Y sí, fue “la” pie­za. Incluso la con­vi­ven­cia con ellas fue re-bue­na. Yo te­nía un po­co de mie­do. Creí que los tenistas serían agran­da­dos. Pe­ro Pao­la (Suá­rez) y Pa­tri­cia (Ta­ra­bi­ni), la ver­dad, son di­vi­nas. Y Ma­ria­na (Díaz Oli­va) tam­bién. Con Gi­se­la (Dul­ko) mu­cho no pu­di­mos ha­blar, pe­ro con los chi­cos tam­bién hu­bo muy bue­na on­da.

–¿Los pu­dis­te ir a ver, te fue­ron a ver a vos?

–No, por­que te­nía­mos ca­si los mis­mos ho­ra­rios, pe­ro me hu­bie­ra en­can­ta­do. Igual, con Da­vid Nal­ban­dian una tar­de nos que­da­mos ha­cien­do cru­ci­gra­mas, ma­tán­do­nos de ri­sa. Y con las chi­cas es­tu­vi­mos chus­mean­do. Son to­das di­vi­nas.

En la ha­bi­ta­cion de la Vi­lla Olímpica la pa­só bár­ba­ro, sal­vo por al­gu­nos in­con­ve­nien­tes en el hos­pe­da­je. “Te­nía­mos pro­ble­mas con el ba­ño. Go­tea­ba por to­dos la­dos, pa­re­cía que llo­vía. Se inun­da­ba y el agua de la du­cha ca­si pa­sa­ba a las ha­bi­ta­cio­nes. Des­pués la con­vi­ven­cia fue bue­ní­si­ma, na­da que ver con Syd­ney. En Aus­tra­lia estábamos separados. Creo que esta vez ayu­dó la ce­na del pri­mer día en­tre to­dos los de­por­tis­tas. Es­tu­vo bár­ba­ro. Du­ran­te los Jue­gos me sa­qué dos o tres fo­tos con Te­vez, las chi­cas del te­nis y los chi­cos del re­mo. Ade­más, me cru­cé con Tommy Haas y Andy Ro­ddick. Que ellos es­tu­vie­ran co­mo uno más, los ha­ce más gran­des de lo que son.”

Ade­más de una me­da­lla olím­pi­ca, la na­ta­ción le dio la chan­ce de co­no­cer a mu­chas fi­gu­ras del de­por­te y de via­jar por las pi­le­tas del mun­do. De esas tra­ve­sías sur­gen las me­jo­res anéc­do­tas. “Los chi­nos y los ja­po­ne­ses tie­nen cos­tum­bres que no me gus­ta­ron. En la ca­lle es­cu­pen co­mo si na­da; cuan­do co­men no usan cu­bier­tos: aga­rran los pe­da­zos de car­ne así de gran­des con los pa­li­tos, los muer­den y los es­cu­pen en el pla­to. Ade­más, eruc­tan, se me­ten los de­dos en la na­riz… Lo me­jor de esos via­jes fue­ron los com­pa­ñe­ros que me to­ca­ron”.

Georgina tiene dos tatuajes: tres estrellas en la cintura y uno tribal en la espalda. Ahora se quiere hacer los anillos olímpicos en un pie.

Cla­ro que no to­das sus ex­pe­rien­cias en el ex­tran­je­ro re­sul­tan di­ver­ti­das. En el 2001, no la pa­só bien. “Me lle­ga­ron a pre­gun­tar si es­tá­ba­mos en gue­rra. Fue un po­co cho­can­te. Creo que fue en Bra­sil, acá cer­ca. Yo les de­cía que estaba bien y tra­ta­ba de ex­pli­car­les, pe­ro no ha­bía for­ma. Apar­te, la pren­sa de afue­ra siem­pre exa­ge­ra. Fue cho­can­te.”

Tan cho­can­te co­mo al­gu­nas “ar­gen­ti­na­das” tí­pi­cas de la cla­se di­ri­gen­cial. “El úni­co pro­ble­ma que per­ci­bí en Ate­nas su­ce­dió du­ran­te el des­fi­le inau­gu­ral. En la Vi­lla no que­dó nin­gún mé­di­co ni nin­gún di­ri­gen­te por si te­nía­mos al­gún pro­ble­ma. Son co­sas que se tie­nen que pen­sar an­tes de que ha­ya un ac­ci­den­te o al­go así. Gra­cias a Dios no pa­só na­da.”

Es­as ac­ti­tu­des de los di­ri­gen­tes son las que ha­cen va­lo­rar a de­por­tis­tas co­mo Geor­gi­na, que eli­gen se­guir en el país a pe­sar de las ofer­tas del ex­te­rior. Ha­ce un tiem­po, la cor­do­be­sa le di­jo que no a una uni­ver­si­dad de los Es­ta­dos Uni­dos: “Nun­ca me arre­pen­tí de no acep­tar. No im­pli­ca­ba na­cio­na­li­za­ción, pe­ro sí es­tar le­jos de mi fa­mi­lia, de mis afec­tos y ni lo pen­sé. En eso soy me­dio ma­ri­co­na, ex­tra­ño mu­cho. Es­tar acá es lo que me to­có y así, cuan­do hay re­sul­ta­dos, se dis­fru­ta más”.

Can­sa­da pe­ro fe­liz, Bar­dach dis­fru­ta de su lo­gro y sue­ña con más. “Creo que to­da­vía me que­da mu­chí­si­mo pa­ra me­jo­rar, por suer­te. Cal­cu­lo que en uno o dos años voy a es­tar en mi má­xi­mo ni­vel. Igual, des­pués es­pe­ro se­guir me­jo­ran­do más”. Oja­lá. Bei­jing 2008 la es­pe­ra.

 

Una chica grande entre las grandes:

El bron­ce con­se­gui­do en Ate­nas es el ma­yor lo­gro de Geor­gi­na Bar­dach. An­tes de de­sem­bar­car en Gre­cia, la cor­do­be­sa ha­bía ani­qui­la­do una se­quía de 55 años pa­ra la na­ta­ción ar­gen­ti­na, al ob­te­ner la me­da­lla dorada en los Jue­gos Pa­na­me­ri­ca­nos de San­to Do­min­go 2003, tam­bién en los 400 me­tros med­ley. En la mis­ma prue­ba, en el Mun­dial 2002, rea­li­za­do en Mos­cú, ha­bía con­se­gui­do el bron­ce. Ade­más, en Bar­ce­lo­na 2003, fue sép­ti­ma en la fi­nal mun­dia­lis­ta en pi­le­ta de 50 me­tros y se trans­for­mó en la úni­ca ar­gen­ti­na en conseguirlo

 

Por Marcelo Orlandini (2004)

 


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