En el barrio, por su aspecto físico y sin conocer sus atributos, sería uno de los últimos elegidos. Excedido en kilos, cabezón y con pantalones extraños, Cherro (su verdadero apellido era Cerro) no tenía pinta de futbolista. Sin embargo, cuando comenzaba el partido, su imagen cambiaba súbitamente. O quedaba a un lado, por lo menos. Lo único que recibía este crack nacido en Barracas eran elogios. Fuerte, inteligente con sus pases exactos, con envidiable gambeta y cabezazo demoledor: no en vano lo apodaron Cabecita de Oro. Hizo goles de todos los colores. Con la Selección integró dos planteles subcampeones: el de los Juegos Olímpicos de 1928 y el del primer Mundial, en 1930. En ambas finales, la razón de la derrota se llamó Uruguay. Y Cherro, justo él, no las pudo disputar, quedándose con una molesta espina. Sin embargo se tomó una especie de revancha, inmortalizando una de sus grandes hazañas: en 1933 enfrentó a los uruguayos y les marcó cuatro goles en la victoria argentina por 4 a 1. Fue el máximo goleador de Boca hasta que Martín Palermo lo superó en 2010.