¡HABLA MEMORIA!

L. A. Lakers: las estrellas brillan en todo momento

Por Redacción EG · 02 de octubre de 2019

Dueños del comienzo del milenio, Los Angeles Lakers fueron sin duda quienes marcaron una era al conseguir el tricampeonato en 2000, 2001 y 2002. Bryant y O´Neal una dupla sin igual.


El primero en salir es De­rek Fis­her, sin la vin­cha en la ca­be­za. Lle­va una bol­sa de ny­lon, de esas de su­per­mer­ca­do, con tres ca­jas de tel­go­por aden­tro. Son tres doggy bag en las que se lle­van los res­tos del al­muer­zo que pre­pa­ró el cheff del equi­po. Se su­be a su Le­xus blan­co y de­ja las ins­ta­la­cio­nes del com­ple­jo Health South Trai­ning Cen­ter, en El Se­gun­do, don­de du­ran­te cua­tro ho­ras se en­tre­na­ron los La­kers. Es el pri­me­ro en tras­pa­sar el por­tón de re­jas de dos me­tros de al­to que se­pa­ra el mun­do de la NBA, o al me­nos el lu­gar que les to­ca a los La­kers, del de la vi­da mun­da­na. Son las 12.30 del me­dio­día. Se su­fren los ca­si 30 gra­dos de sen­sa­ción tér­mi­ca y no hay mu­chos lu­ga­res con som­bra don­de re­fu­giar­se del ca­lor de­sér­ti­co. Pe­ro los fans, unos trein­ta, tal vez los úni­cos de­ci­di­dos a so­por­tar el trá­fi­co siem­pre ex­ce­si­vo en las au­to­pis­tas de Los An­ge­les, lle­ga­ron tem­pra­no y es­pe­ran con li­bre­tas, ca­mi­se­tas y al­gu­nos has­ta con pe­lo­tas de bás­quet en la ma­no que sal­gan sus ído­los pa­ra pe­dir­les un au­tó­gra­fo. Es­pe­ran en va­no por­que nin­gu­no de los ju­ga­do­res de­ten­drá su au­to. Con suer­te, lo úni­co que ob­ten­drán de al­gu­no de ellos se­rá una son­ri­sa o un ges­to de adiós con la ma­no y ya es­tá. A lo me­jor al­gu­no con mu­chí­si­ma suer­te, ayu­da­do por al­gu­na fuer­za su­pe­rior, se vuel­va a su ca­sa más que sa­tis­fe­cho por ha­ber es­cu­cha­do de la bo­ca de Sha­qui­lle O’Neal un: “¡What’s up, man!” (“iQué on­da”!) si es que la es­tre­lla del equi­po de­jó su ven­ta­ni­lla ba­ja an­tes de pren­der el ai­re acon­di­cio­na­do de su ca­rro­za.

 

Shaquille O´Neal.
 

Es que los Lakers se con­vir­tie­ron en al­go sa­gra­do y con la su­ma de cam­peo­na­tos han ga­na­do más po­pu­la­ri­dad que mu­chas de las es­tre­llas de Holly­wood. Hoy en día, pa­ra con­se­guir un au­tó­gra­fo de al­gu­no de los tricam­peo­nes ha­ce fal­ta aco­mo­do ade­más de per­ser­ve­ran­cia. Ser el no­vio de al­gu­na re­cep­cio­nis­ta por ejem­plo o fa­mi­liar de al­gún em­plea­do de lim­pie­za pue­de ha­cer la di­fe­ren­cia. La otra op­ción, aun­que bas­tan­te más ca­ra, es pa­gar 4.516 dó­la­res la tem­po­ra­da pa­ra sen­tar­se en las bu­ta­cas que bor­dean el pa­si­llo por don­de sa­len los La­kers a la can­cha en el Sta­ples Cen­ter. En ese ca­so, si el mi­la­gro se pro­du­ce, uno po­drá cho­car las pal­mas con cual­quie­ra de los ju­ga­do­res. In­clu­so, has­ta con el téc­ni­co Phil Jack­son, si el par­ti­do ter­mi­nó con triun­fo y por go­lea­da, al­go no de­ma­sia­do in­fre­cuen­te en los úl­ti­mos años.

El lu­gar –ubi­ca­do en las afue­ras de Los An­ge­les–, don­de tam­bién se en­tre­nan los Clip­pers, las Sparks –bás­quet fe­me­ni­no– y los Kings –hóc­key so­bre hie­lo– pa­re­ce la ca­sa de las ma­dres de los ju­ga­do­res. Por to­dos la­dos hay re­cuer­dos de sus hi­jos. Ca­mi­no a la can­cha de bás­quet, hay que su­bir y ba­jar es­ca­le­ras, do­blar a la iz­quier­da pri­me­ro y des­pués a la de­re­cha, y vol­ver a su­bir y ba­jar más es­ca­le­ras (por suer­te es­tá to­do seña­li­za­do con car­te­les y fle­chas que di­cen Prác­ti­ca de los La­kers y Sa­la de Con­fe­ren­cia). Ab­so­lu­ta­men­te to­das las pa­re­des de los pa­si­llos es­tán cu­bier­tas con cua­dros –60 x 40 cm– de las es­tre­llas de los equi­pos de la ciu­dad. Fo­tos vie­jas, de los ini­cios de los La­kers con Jerry West, y de la épo­ca de oro de Ma­gic John­son. Y las más ac­tua­les, las de Ko­be Br­yant y Shaq que abun­dan. Fo­tos im­pac­tan­tes co­mo una de Ko­be vo­lan­do por el ai­re, con la pe­lo­ta en la ma­no pa­ra con­ver­tir cap­ta la mi­ra­da de cual­quie­ra que pa­se por de­lan­te, in­clu­so la de aque­llos que ha­ce tiem­po tra­ba­jan en el lu­gar.

En pa­to­ta sa­len aho­ra Sa­ma­ki Wal­ker, Ro­bert Horry, De­vean Ge­ro­ge, Lind­sey Hun­ter, Mark Mad­sen, Brian Shaw, Med­ve­den­ko, Phil Jack­son y su sé­qui­to de asis­ten­tes. Se sa­lu­dan en­tre ellos y sin dar de­ma­sia­das vuel­tas se van. La re­ja se vuel­ve a abrir. La gen­te se en­tu­sias­ma. Nin­gu­no de­tie­ne su au­to, pe­ro no se rin­den. To­da­vía fal­ta que apa­rez­can Shaq y Ko­be, los fa­vo­ri­tos. Una ho­ra, una ho­ra y me­dia más tal vez, el tiem­po de es­pe­ra es im­pre­ci­so. Qué ha­cen aden­tro na­die lo sa­be. Ter­mi­nan de al­mor­zar, o es­tán re­tra­sa­dos en la se­sión de ma­sa­jes, quién pue­de de­cir­lo. A lo me­jor sim­ple­men­te es­tán char­lan­do, de­fi­nien­do cuán­do van a sa­car un CD de rap jun­tos –Shaq ya tie­ne cin­co y Ko­be uno cir­cu­lan­do por las dis­que­rías–. Lo que pa­sa aden­tro es una in­cóg­ni­ta. Una vez que Phil Jack­son da por fi­na­li­za­do el en­tre­na­mien­to, la pren­sa de­be re­ti­rar­se de la can­cha, los ju­ga­do­res se me­ten por una puer­ta que da a los ves­tua­rios y has­ta que no sa­len al es­ta­cio­na­mien­to a bus­car sus au­tos no se les vuel­ve a ver la ca­ra.

El trío mágico: Shaquille O´Neal, Phil Jackson y Kobe Bryant, los responsables del tricampeonato.

Pue­den pa­sar dos ho­ras, tres, o más, de­pen­de de ca­da uno. “En­se­gui­da los te­nés afue­ra, da­le unos mi­nu­tos más,” es la res­pues­ta co­mo­dín de los hom­bres de se­gu­ri­dad. Sus ca­ras son tan fa­mi­lia­res co­mo la de los mis­mos ju­ga­do­res. Es que al­gu­nos son los mis­mos que es­tán den­tro del es­ta­dio –30 agen­tes de se­gu­ri­dad ro­dean la can­cha y las tri­bu­nas– los días que hay par­ti­do. Ves­ti­dos con pan­ta­lón ne­gro y sa­co ro­jo, con el handy col­ga­do del hom­bro de­re­cho y el au­ri­cu­lar en el oí­do. Es co­mo es­tar en el Sta­ples, es­pe­ran­do que Shaq y Ko­be sal­gan a la can­cha con los bra­zos en al­to, sa­lu­dan­do a la gen­te, mi­ran­do a las 18.997 per­so­nas –ca­pa­ci­dad má­xi­ma del es­ta­dio en el que los La­kers ha­cen de lo­cal– pa­ra­das en las tri­bu­nas. Pe­ro es di­fe­ren­te. En el com­ple­jo don­de se en­tre­nan to­do es si­len­cio y pul­cri­tud. No es­tá la voz del es­ta­dio ni las imá­ge­nes en las pan­ta­llas gi­gan­tes –col­ga­das arri­ba de la can­cha– que le in­di­quen al pú­bli­co qué es lo que tie­ne que ha­cer. Gri­tar cuan­do apa­re­ce el car­tel de “ha­gan rui­do” y gri­tar más fuer­te cuan­do se lee “no se es­cu­cha, más fuer­te,” en la pan­ta­lla. Acá, en El Se­gun­do, ca­si no hay pú­bli­co.

Allá, en el cen­tro de la ciu­dad de Los An­ge­les, la gen­te se de­ja lle­var por el es­pec­tá­cu­lo en sí mis­mo más allá de los re­sul­ta­dos par­cia­les del par­ti­do. Van al es­ta­dio a ver un par­ti­do de los La­kers y a di­ver­tir­se. Ha­cen so­cia­les, se co­dean con fa­mo­sos co­mo Dus­tin Hoff­man, Brad Pitt, Jack Ni­chol­son –asis­ten­cia per­fec­ta a to­dos los par­ti­dos–, Pe­te Sam­pras –ca­si siem­pre abu­chea­do por el pú­bli­co por su es­ca­sa sim­pa­tía–, Sal­ma Ha­yek, Sil­ves­ter Sta­llo­ne, y va­rios más. Van dis­fra­za­dos, dis­pues­tos a reír­se de ellos mis­mos con tal de ga­nar­se el pre­mio –un te­lé­fo­no ce­lu­lar– al me­jor hin­cha. Ir a la can­cha es co­mer y be­ber mu­cho, do­nas (ros­qui­llas, al de­cir de Ho­me­ro Simp­son) y cer­ve­za, so­bre to­do. Es que­dar­se es­pe­ran­do 20 mi­nu­tos den­tro del au­to con el mo­tor apa­ga­do pa­ra po­der sa­lir del es­ta­cio­na­mien­to por­que las ca­lles es­tán cor­ta­das y las su­bi­das a las au­to­pis­tas con­ges­tio­na­das, y no pro­tes­tar. La can­cha que­da in­de­fec­ti­ble­men­te cu­bier­ta de ser­pen­ti­nas, va­sos de cer­ve­za, po­cho­clo, car­te­les ama­ri­llos en los que se lee Go La­kers en vio­le­ta cuan­do ter­mi­nan los par­ti­dos.

En el gimnasio de práctica, en cam­bio, una can­cha igual a la del es­ta­dio pe­ro con seis aros, si a uno no le di­cen que los La­kers es­tu­vie­ron en­tre­nán­do­se, no sos­pe­cha­ría ja­más que la can­cha fue uti­li­za­da ese mis­mo día, ape­nas mi­nu­tos an­tes. No hay ras­tros de ellos. Lo úni­co que hay son pe­lo­tas gi­gan­tes de co­lo­res vio­le­tas, ver­des y ama­ri­llas pa­ra ha­cer elon­ga­ción y a un cos­ta­do, una he­la­de­ra tan lle­na co­mo or­de­na­da de bo­te­lli­tas de Ga­to­ra­de y agua mi­ne­ral. Mi­ran­do ha­cia arri­ba, co­mo en un se­gun­do pi­so, en el bor­de de una ven­ta­na de una de las ofi­ci­nas de pren­sa que da a la can­cha se dis­tin­guen seis de los 14 tro­feos que lle­van ga­na­dos los La­kers.

La Ferrari negra de Kobe Bryant, uno de los autos más impactantes del plantel.

Los mi­nu­tos de es­pe­ra se con­vier­ten en una ho­ra y me­dia. Es el tur­no de Shaq. El gi­gan­te de 143 ki­los y 2,16 me­tros aga­cha la ca­be­za en un ges­to me­cá­ni­co pa­ra pa­sar por la puer­ta. Lo es­pe­ra su pri­mo An­drew, asis­ten­te per­so­nal de Shaq, cho­fer, el que le atien­de el ce­lu­lar, le lle­va el bol­so, el clá­si­co che pi­be ar­gen­ti­no pe­ro del Pri­mer Mun­do; tam­bien Rudy Men­do­za a quien Shaq sa­lu­da con una pal­ma­da en la es­pal­da. Rudy es el mu­cha­cho que se en­car­ga de la­var­le el au­to cua­tro ve­ces por se­ma­na a él y al res­to del equi­po, ex­cep­to Ko­be. Le en­tre­ga las lla­ves del Ford Ca­pri­se y Shaq se ti­ra, li­te­ral­men­te ha­blan­do, de ca­be­za aden­tro del au­to. Es que no hay for­ma de que en­tre de otro mo­do. Pri­me­ro me­te la ca­be­za y el tor­so y se es­ti­ra has­ta el asien­to del con­duc­tor, des­pués apo­ya las ca­de­ras en el asien­to y por úl­ti­mo aco­mo­da los pies. Re­cién en­ton­ces, An­drew se ubi­ca de­lan­te del vo­lan­te. “Ver­lo su­bir a la Fe­rra­ri (tie­ne una ro­ja y una gris) es un es­pec­ta­cu­lo apar­te”, re­ve­la Rudy y se echa a reír. Na­ci­do en los Es­ta­dos Uni­dos, pe­ro de fa­mi­lia me­xi­ca­na, Rudy se ga­na la vi­da co­brán­do­les a los ju­ga­do­res 40 dó­la­res la la­va­da. Ade­más, re­ci­be 20 dó­la­res de pro­pi­na que le de­ja Shaq, el úni­co ge­ne­ro­so del equi­po, co­mo lo lla­ma él. Di­fe­ren­te a Shaq es Ko­be, quien por na­da del mun­do de­ja que al­guien le to­que su Fe­rra­ri ne­gra. Prue­ba de ello es que si bien lla­ma la aten­ción –es­ta­mos ha­blan­do na­da me­nos que de una Fe­rra­ri– no re­lu­ce co­mo los au­tos del res­to de sus com­pa­ñe­ros de equi­po. Sin de­te­ner­se a ha­blar con na­die, con pa­so ace­le­ra­do sa­le Ko­be y se su­be a su má­qui­na. Y aun­que el por­tón de re­jas es­té a tan sólo 30 me­tros de dis­tan­cia, ace­le­ra la Fe­rra­ri a fon­do y la ha­ce ru­gir. Una vez más, el as­tro de los La­kers se ha­ce no­tar, co­mo lo hi­zo du­ran­te la prác­ti­ca cuan­do fren­te a los me­dios –tie­nen per­mi­ti­do pre­sen­ciar la úl­ti­ma me­dia ho­ra– hi­zo ma­la­ba­res con la pe­lo­ta y son­rió a cá­ma­ra.

Los fans de los lakers están acostumbrados a festejar. Lo que les resulta difícil es acercarse a las figuras para conseguir autógrafos.

Se hi­cie­ron las tres de la tar­de. El úl­ti­mo en ir­se, co­mo siem­pre, es Rick Fox. Ta­ra­rean­do “I can‘t get you out of my head” de Ky­lie Mi­no­gue, la mis­ma que can­tó en el en­tre­na­mien­to mien­tras prac­ti­ca­ba los ti­ros li­bres –es una de las can­cio­nes que bai­lan las La­kers Girls (las po­rris­tas ofi­cia­les) en los en­tre­tiem­pos– se su­be a su Mer­ce­des 4x4 y de­ja el com­ple­jo. El en­car­ga­do de abrir y ce­rrar el por­tón ya no con­tro­la tan­to. No tie­ne por qué. No que­dan hin­chas en la sa­li­da. La re­ja se cie­rra. Des­de afue­ra del com­ple­jo, to­da­vía se ve al­gún mo­vi­mien­to. Rudy Gar­ci­due­nas, el uti­le­ro, car­ga en su ca­mio­ne­ta las bol­sas lle­nas de toa­llas y ca­mi­se­tas pa­ra lle­var­las al la­va­de­ro. El per­so­nal de se­gu­ri­dad ha­ce el cam­bio de tur­no. Ter­mi­na otro día de prác­ti­ca. Pa­ra los La­kers, los fla­man­tes tri­cam­peo­nes.

 

 

Por Gisela Pérez Perpiñal (2002).

Fotos: Fernando Rodríguez.


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