(sin categoría)

Por fin, River

El equipo de Almeyda pisó a Atlanta y le metió 7. Una actuación que, si es bien digerida y no genera confusiones, puede marcar una bisagra en la historia del club.

Por Diego Borinsky ·

05 de octubre de 2011
Siete ya fue un empacho. Uno podría buscar las goleadas históricas de River y ubicar a esta en alguno de los escalones más altos del podio. O también pensar cuántas veces el vapuleado hincha de la Banda se había ido al entretiempo con la tranquilidad que otorgan tres goles de ventaja. Sentarse a ver el complemento con la sensación de que el éxito no corría peligro. ¿Cuánto tiempo?
 
A ver. Si abarcamos las 19 fechas del último Clausura más las dos fechas de la Promoción diremos que en esos 21 partidos River convirtió dos goles solamente en dos ocasiones (2-0 a Huracán y 2-1 a Newell’s). Una sola vez se impuso por dos de diferencia. Y esa tarde-noche en el Monumental, el Globo se perdió 3 goles increíbles debajo del arco. Los suficientes como para poner en riesgo el resultado.
 
En el campeonato anterior (Apertura 2010), River consiguió sólo una victoria por tres goles de diferencia: 4-1 a Lanús, en la última jornada, con el título ya definido y un rival sin nada que jugar. Más para atrás, computando los dos años anteriores (cuatro torneos) para redondear las tres temporadas del fatídico promedio que empujó a River al abismo hubo una sola vez en que River se quedó con un triunfo por tres: fue un 3-0 a Racing, una noche insólita en la que Funes Mori mandaba a guardar cada pelota que tocaba. Cappa era el DT. Eso fue todo.
 
Esta vez River no sólo ganó por 6 goles (por un penal inventado por un árbitro, Juan Pablo Pompei, que jamás jugó a la pelota), sino que debió haberlo hecho por 7 y podría haber llegado hasta doce. Como nunca en estos tres años manifestó una superioridad notoria sobre su rival y, encima, la trasladó a la red. Encontró un rival limitadísimo, es cierto, pero como alguna vez se preguntó con inteligencia Xabier Azkargorta, el DT que llevó a Bolivia al Mundial 94: “Es difícil determinar cuándo un equipo juega mal porque el rival lo empujó a eso o por sus propias limitaciones. ¿La cebra es blanca con rayas negras o negra con rayas blancas? Más o menos así es la cuestión”.
 
Blanco o negro, lo cierto es que en la fecha 9 de la B Nacional al fin apareció River. Hizo pesar la diferencia de categoría de sus individuales. El equipo presionó arriba, fue vertical, no se entretuvo en la intrascendencia del mediocampo (fue vital el ingreso de Aguirre) y tuvo a un Cavenaghi que hizo recordar al que recién había salido del semillero para explotar en la Primera. Pero, además, desde el minuto 1 se mostró herido, como si le hubiesen mojado la oreja. Tal vez fue por verse en el tercer puesto de la tabla, o por repasar las últimas actuaciones y darse cuenta de que creando sólo 3 o 4 situaciones de gol por partido no iba a llegar a ninguna parte. La actitud fue otra, sin dudas.
 
River le mandó un mensaje al resto. Y se mandó un mensaje a si mismo. A su corazón, a su cabeza. El Viejo Matías deberá intentar plasmar el doble objetivo, en apariencia contradictorio: que el equipo “se la crea” y “no se la crea” a la vez. Que los convenza de que se puede apostar furiosamente a ganador, sin especulaciones. Y que les haga ver, al mismo tiempo, que esta victoria entregó los mismos tres puntos que ante Chacarita, por ejemplo. Y que si empata la fecha próxima pisando apenas un par de veces el área, nuevamente volverá el “runrún”. Que el cantito “Y ya lo ve, y ya lo ve, es el Barcelona de la B” es apenas una chicana de los hinchas de Boca para seguir riéndose de la desgracia de los primos. Si no hay confusiones, y los futbolistas se alinean detrás del convencimiento y el liderazgo de su entrenador, este miércoles 5 de octubre del 2011 puede pasar a la historia como la fecha del renacimiento de River Plate en su hora más triste.