Eduardo Sacheri

"PAPELES EN EL VIENTO". UN TEXTO DE EDUARDO SACHERI.

En exclusiva, dos fragmentos de la nueva novela que Editorial Alfaguara publicará en agosto. Después de “La pregunta de sus ojos“, que ganó el Oscar en cine, y de “Aráoz y la verdad“, Sacheri amenaza con romper taquillas nuevamente.

Por Redacción EG ·

21 de septiembre de 2011

Cuando el ómnibus entra en el centésimo pueblo de su itinerario, el Ruso no puede más y se acerca a preguntarles a los choferes a qué hora calculan llegar a Santiago. “Mediodía”, le responden, y el Ruso vuelve a su asiento.

Si la puta tarjeta de crédito hubiera pasado aprobada, habría podido viajar otra vez en el Sleep Bussines Bus, o Class, o Flash o como carajo se llame, que hacía el trayecto en doce horas, y no en esa catramina espasmódica que lleva dieciséis horas entrando en todos los pueblos habidos y por haber en las provincias de Santa Fe, Córdoba y Santiago del Estero.

Pero no. A la tarjeta se la rechazaron. La vendedora de la terminalita de Morón se la devolvió, después de intentar procesar la venta un par de veces, mirándolo con desdén y aprensión, como si tanto la tarjeta como su titular tuviesen lepra. El Ruso tuvo que raspar el fondo de los bolsillos y a duras penas le alcanzó para el Executive Service. “Executive” las pelotas, piensa ahora que son las once y el micro entra en el pueblo número ciento uno.

El Ruso habría querido llegar temprano, ver el entrenamiento completo, desayunar como Dios manda, preparar a Pittilanga de algún modo para decirle lo que ha venido a decir.
No logra hacer nada de todo eso, porque el micro entra a la terminal a las doce treinta y cinco. El Ruso se trepa a un taxi rogándole que lo acerque lo más posible a la cancha de Mitre, hasta la suma de diez pesos porque es todo lo que tiene. Esa, por lo menos, le sale derecha: le toca un taxista compasivo que, cuando el viaje marca diez pesos, apaga el reloj y lo lleva gratis el resto del trayecto.

El Ruso corre desde la entrada del club hasta la cancha. Por suerte el entrenamiento no ha terminado y, exhausto, se deja caer en un escalón de la tribuna. De lejos lo saluda el abuelo del marcador de punta. El Ruso replica el gesto, pero está tan fatigado que no puede articular palabra. Para colmo ha venido corriendo sin quitarse la campera, y ahora que se queda quieto al sol, el sudor empieza a ensoparlo. En su fastidio le ganan los malos pensamientos: todo su capital asciende a tres o cuatro pesos en monedas que guarda en el bolsillo más chico del pantalón. ¿Qué almuerzo podrá comprar con semejante miseria? ¿En qué va a ocupar el tiempo hasta las diez de la noche, cuando salga el maldito Executive Class que lo lleve de vuelta a Morón? ¿Cuánto crédito le queda en el celular como para llamarla a Mónica?

Pero en ese momento, Bermúdez pita el final del partido de entrenamiento y el Ruso sabe que su verdadero problema está a punto de comenzar, cuando le salga al encuentro a Pittilanga, le
sonría con cara de inocente y le proponga sentarse a conversar.

Cuando el Ruso lo invita a sentarse a la sombra, Pittilanga acepta pero lo mira un poco extrañado.






—Pensé que iba a verlo dentro de un tiempo…
—Yo te avisé que pensaba venir seguido.
—Seguido sí, pero vino hace dos semanas.
—No. Sí. Es verdad.

El Ruso, aterrorizado, advierte que ha hecho mil doscientos kilómetros y no tiene ni idea de cómo empezar a decir lo que tiene que decir, o proponer.

—Pasa que estuve viéndote jugar, la vez pasada…

El pibe le sostiene la mirada pero no pronuncia palabra. Nada que al Ruso lo ayude a seguir.

—¿Esta semana cómo anduviste?

Ceño fruncido, extrañeza, ligero recelo del jugador. Pero responde.

—Yo qué sé. Como siempre, supongo…

Pittilanga se mira los botines sucios, tira del hilo deshilachado de una media, golpea los tapones sobre un contrapiso bajo el banco de suplentes. El Ruso tiene una idea. No es buena, pero por lo menos es una idea. Que hable el pibe. En una de esas…

—Decime una cosa, Mario: ¿vos cómo te ves?
—¿Cómo me veo de qué?
—Cómo te ves. Jugando, digo. Con el fútbol. Con tu carrera, digo. ¿Cómo te ves?
—¿A qué viene la pregunta?
—A nada, pibe. Pero me interesa. Me interesás. ¿Y a quién le puedo preguntar cómo andás vos si no es a vos?

El pibe cambia un poco de posición, gira la cabeza hacia la puerta del vestuario. Está incómodo, piensa el Ruso. Le da vergüenza estar acá con un desconocido.

—Yo qué sé… No sé qué quiere que le diga…

Yo tampoco sé, pendejo, piensa el Ruso, pero necesito que me des algún pie como para entrar en tema sin que te calientes y me mandes a la mierda.

—Me refiero a cómo te ves vos mismo con tu carrera, Mario. Si te ves siempre igual o si te ves progresando, pasando a otro club más importante, volviendo a Platense, llegando a Primera…

—Sí, más bien. Yo trabajo para que pase eso. Hoy estoy acá pero siempre el jugador quiere progresar.

Respuesta inútil, piensa el Ruso. Pittilanga acaba de contestar como si eso fuera una nota periodística hecha a un jugador consagrado o en camino de serlo. Y no es ni lo uno ni lo otro. Siguen en cero.

—¿Usted cómo me ve? —contraataca el muchacho, y el Ruso se sobresalta ante esa iniciativa inesperada.
—¿Yo?
—Sí. Usted.

El Ruso toma consciencia de que se ha metido en un embrollo.

—Psst… qué te puedo decir.
—Lo que piensa, dígame.

El Ruso titubea, mueve las manos, finalmente arranca.

—Veo que le ponés muchas ganas, mucho profesionalismo, te matás entrenando…
Pésimo comienzo. El también está contestando obviedades que no sirven para nada.
—Pero soy un desastre…
—¡Un desastre! No, ¿por qué?
—¿Y entonces qué soy?

Sos un paquete, un burrazo, un torpe, una mentira, una yegua, un chasco de trescientos mil dólares, piensa el Ruso.

—Ehhh… sos un pibe que está aprendiendo, buscando su camino, viendo cómo pega el salto al fútbol profesional… eso sos.

El muchacho sonríe sin alegría, se agacha para desprenderse los cordones de los botines.

—¿Por qué no me dice la verdad?

En la voz de Pittilanga hay una entrega, un bajar la guardia, una puerta a la posible sinceridad, y el Ruso decide aprovecharla antes de que la idea estúpida que lo trajo por segunda vez hasta Santiago del Estero demuestre que es únicamente eso: estúpida.

—Para mí, lo tuyo no es un problema de actitud, o de técnica, o de estado. No, no es eso.
—¿Y qué es?

El Ruso busca las palabras, pero no están en ningún lado.

—Yo te estuve mirando, te estuve estudiando. La otra vez, cuando fuimos los tres a verte a 9 de Julio, el viernes pasado, hoy mismo…
—¿Y?

Es ya. Basta de demoras.

—¿Nunca se te ocurrió jugar de defensor?