100 AÑOS DE EL GRÁFICO

1977. La última pelea de Monzón. Por Robinson

Por Redacción EG · 28 de mayo de 2019

A Ernesto Cherquis Bialo, Robinson, le tocó testimoniar en El Gráfico, la mejor época del boxeo nacional. Esta fue su crónica de la última pelea del mejor boxeador argentino de todos los tiempos.


Tan grande como siempre, más campeón que nunca

Los tiempos futuros embalsamarán su grandeza. Será una cifra asombrosa o una anécdota mística. Sonará en los oídos de los hombres de hoy y de mañana. Cuando se diga Monzón se dirá algo grandioso, epopéyico, apocalíptico. O no se dirá nada más que Monzón, como si un suspiro vibrante resumiera el concepto absoluto del todo, del siempre, del incomparable. Los periodistas podemos tener dos corazones: uno normal que regula los hechos con la lupa de la objetividad, y otro alegre que se acelera ante lo extraordinario. Cuando el corazón normal queda funcionando ante la máquina de escribir sólo se logra reflejar un hecho que da respuesta a la gente. Cuando el corazón alegre vibra en armonía con el teclado, se da algo más que una respuesta: se da un homenaje.

Esta es la hora de homenajear a Monzón. De brindarle con la letra escrita todos los gritos contenidos. De decirle con simpleza la dimensión de anchura. De reconocerle el color exclusivo de sus venas campeonas.

Todo es Monzón: en la fiereza en el rostro. En la izquierda que se proyecta tremenda y justa. En la derecha preparada para el remate. Valdez impotente. Está frente a Monzón.

El propósito es escribir un comentario sobre la pelea. Pero esto no es posible sin ingresar, antes que nada, en la geografía ya bíblica de sus células sublimes. Suena a himno y lo es. Tiene melancolía póstuma y lo merece. Huele a redención y también lo es.

El Monzón boxeador, el Monzón campeón, el Monzón grande sin antes ni después, el del ring, el de las piñas, el del pantaloncito corto y protector bucal. Ese que está con el torso desnudo, con el exclusivo idioma de su oficio, ha pasado a la historia como el más grande de los boxeadores argentinos, dejando su imagen eternizada en la nómina de los mejores del mundo.

Empezó perdiendo

Los dos primeros rounds pusieron una nube peligrosa. Todo cuanto traía Valdez a la pelea estaba a la vista y se canalizaba a través del idioma pragmático de su definición táctica. De la pelea del año pasado le había quedado como incentivo moral su cross de derecha. Con esa mano y con ese golpe el colombiano había conmovido a Monzón.

Estaba previsto que —desposeído de todas las presiones sicológicas no expondría nada y le otorgaba más chance—propondría una pelea franca, abierta, arriesgada. Si Valdez fuera un boxeador creativo, esa fuerza de su cruzado corto habría sido temible. Pero por ser un peleador mecanizado, se sabía que la proyección respondería a un impulso automatizado, repetido. En consecuencia, factible de neutralizar. Sin embargo, la mano llegó. Con justeza y vigor. Sé insinuó en el primer asalto y se profundizó, dramáticamente, en el segundo. La del round inaugural fue una alerta, la del segundo, un susto. Cuando Monzón la recibió en la mandíbula resignó sus piernas. El árbitro Dakin vaciló un instante y se decidió por el conteo. Fue lo mejor que pudo pasarle a Monzón. Los ocho segundos de tregua le sirvieron para reponerse y reaccionar.

Se repuso al tomar aire y se despertó a la realidad de la pelea. El planteo le era adverso. La ofensiva dinámica de Valdez no encontraba respuestas válidas y hasta daba la impresión de cierta fragilidad en sus desplazamientos. Aquí hay que hacer un punto. Cuando digo que ese golpe despertó a Monzón quiero decir que apareció el campeón en toda su dimensión. Más que un golpe de efecto destructor —que lo fue— tuvo el valor del cachetazo que llama a la reflexión, que impone consignas con el espíritu y que reabre las compuertas del yo por encima de todo.

Valdez había sumado su primer punto de ventaja, agigantaba su imagen y sometía a Monzón a su ritmo. Eso fue hasta el momento de la caída. A partir de entonces recomienza una segunda etapa del match. La etapa grandiosa de un campeón grandioso.

La caída de Monzón

Segundo round. El estadio se conmueve. El tiempo parece detenerse. Una derecha corta, precisa, de recorrido perfecto y Monzón al suelo. El suspenso y el dramatismo de una caída. Dakin comienza el conteo mientras el campeón se incorpora de inmediato y logra reponerse. Para Valdez fue la posibilidad de quebrar la chance de Monzón. Para Monzón fue un llamado de alerta. Se dio cuenta del peligro. Más que físico, el efecto del golpe fue espiritual. En ese momento afloró como nunca su temperamento.

 

Monzón cae en el segundo round.
 

El santafesino apoyó los guantes en el ring, el comienzo no fue el ideal.

Cuando Monzón comenzó a gobernar

Los ojos abiertos. Los dientes apretados. Los músculos tensos. Firmeza en las piernas y convicción en la mirada insensible. Ya estábamos frente al Monzón de siempre. El que transmite aplomo y seguridad. Conciencia y elucubración. Un Monzón que se dijo "basta", y readquiriendo la posición vertical puso en funcionamiento la mano izquierda para contener y la derecha para fusilar. El hombro y la pierna izquierdos adelantados para lograr la distancia y la cabeza fuera del área de alcance. Con el dominio del espacio logró también aquietar el ritmo. Le quitó vértigo, desordenó el planteo del retador y marcó la tregua a la fricción estableciendo el dominio intelectual del combate.

 

Fue la segunda pelea entre estos dos boxeadores.
 

Tercero, cuarto y quinto, fueron el comienzo de su reencuentro. El alivio de los argentinos, la tensión de sus "fieles enemigos" (franceses e italianos) que no pudieron ver lo que deseaban: su derrota.

La fórmula respondió siempre a las mismas pautas: esperar el ataque de Valdez para replicar, fabricar espacios para sorprenderlo con el uno-dos y, esporádicamente, pasar a contraatacar con la derecha por línea interior.

Las huellas que quedaron en los rostros son el símbolo de la violencia con que se consumaba el match: Monzón, abierto en el lado izquierdo de la nariz a la altura del tabique. Valdez, con el labio inferior partido y el pómulo izquierdo inflamado.

De a poco y con el correr de los rounds, Monzón inclinaba la balanza a su favor.

De los dos hay uno que sabe lo que hace y cómo hacerlo (Monzón), y otro que necesita acelerar el ritmo y provocar el caos técnico con sus golpes ampulosos, abiertos y declarados (Valdez). Lo consigue y retrotrae la pelea a un plano de igualdad al ganar consecutivamente los rounds 7° y 8°. Sin embargo, no siembran la inquietud de las dos vueltas iniciales.

Aquéllas fueron de consistencia ante un Monzón aletargado. Estas de indudable efectividad computativa frente a un Monzón despierto. La explicación está en que el campeón, al tomar el ritmo de la pelea, debe pagar un precio a su estrategia. Esto es dejar que Valdez llegue, descargue y sume puntos, pagando por ello cansancio riesgo a una réplica y esfuerzo. Todo el mundo vio su derechazo del 7° round y su largo jab de izquierda en el 8° que hicieron retroceder a Monzón. Todo el mundo vio también su aproximación al cuerpo del campeón y la frenética descarga de sus ganchos cortos. Pero detrás de eso iban quedando vestigios de derroche físico. Y Monzón, justamente, necesitaba una fórmula para compensar el ritmo que el colombiano le facilitaba con su frenesí.

Décimo round, definición de la pelea

El final del 9° asalto fue apoteótico. Comenzó con una izquierda a fondo y siguió con dos combinaciones rectas de uno-dos. Agregando, además, un in crescendo en su dinámica que levantó al estadio. Fue como esas melodías que de a poco se convierten en un sonido frenético. Valdez fue a su esquina confundido y tocado. Y mientras se escuchaba el Ar-gen-ti-na, Ar-gen-ti-na característico de los momentos de apogeo, nadie sospechaba lo que sobrevendría.

En el décimo round, la pelea ya se tornó irreversible para Valdez.

Antes de los treinta segundos de ese inolvidable 10° round se vivió una rara sensación. Primero los gritos que acompañaron al gong. Después un murmullo con destino de silencio. Y cuando el silencio llegaba, como a propósito, una derecha en punta que choca la ceja de Valdez y la abre como si fuera una granada madura. La sangre del colombiano baja por su torso, y Monzón, cada vez más implacable, reaviva su instinto y lo castiga a voluntad.

Tres veces se lo vio a Valdez cerrar los ojos y resignar las piernas. Tres veces pareció que el nocaut llegaba inexorable... Y aquí hay que hacer otra reflexión: en esa acción Monzón volvió a demostrar lo que es un campeón. Venía de una etapa casi crítica, desarrollaba y pensaba la pelea esperando un momento. Lo fabricó en el final del 9° y se jugó a fondo en el 10° buscando el remate. Y aunque no lo consiguió, tuvo el mismo valor, porque definió la pelea. En ambos sentidos: para él porque a partir de ese instante podía reasegurar los puntos de ventaja con un esquema conservador. Para Valdez porque el retroceso en las tarjetas le exigía lo que ya no podía: encontrar una mano.  

Todo lo que pasó después de ese 10° round fue más tenso que técnico más expectante que concreto.

Este es Monzón. Implacable y demoledor en el ataque. La derecha en directo llega neta al rostro de Valdez. El colombiano se conmueve. La ovación se multiplica. El adiós está cerca.

Monzón ya no quiso arriesgar. Intentó —y logró muchas veces— ponerle hielo al fuego de Valdez. Quedó la imagen guapa del derroche casi suicida del colombiano. Su último aliento por encontrar una mano, su generosidad simbolizada en el rostro desfigurado y el cuerpo mojado a través de los poros sufrientes. Un Valdez que lucha, un Monzón que boxea. Un Valdez que agoniza, un Monzón que perdura soportando el dolor de su mano derecha rota desde el 10° round.

 

La felicidad del campeón.
 

Lo que jamás olvidaremos

Estuvo un año sin pelear. Un año viviendo civilmente, lejos del gimnasio y el cuidado. Se entrenó tres meses. Dentro de una semana va a cumplir 35 años. Filmó dos películas. Fumó 40 cigarrillos por día. ¿Qué más?... No sé, todo lo que para cualquier otro hubiera sido definitivamente mortal. Dramáticamente deteriorante. ¿Qué puede esperarse de un hombre en esas condiciones? Sin embargo por primera vez soportó un corte en la nariz. Y por primera vez, en campeonatos mundiales, tocó la lona. Empezó perdiendo y replanteó todo. Definió en el momento en que definen los elegidos, cuando hacía falta.

Final. El beso a Brusa mientras Cuello muestra los guantes ya inútiles. Detrás el doctor Córdova, presidente de la Asociación. Final. Para siempre.

Y por todo esto —dicho desordenadamente para subrayar los contrastes— se quedó con la corona. Los periodistas podemos tener dos corazones: uno normal que regula los hechos con la lupa de la objetividad, y otro alegre que se acelera ante lo extraordinario. Hoy, frente a este campeón excepcional nuestro corazón vibra feliz sobre el teclado. Monzón ha dicho que se retira y no hay razones para dudar. Del corazón alegre surgen frases precisas porque la emoción es una frontera peligrosa con dos zonas totalmente opuestas: de un lado el sentimiento y del otro frases, sólo frases.

 

Un brindis con el campeón.
 

Ante lo insignificante o ante lo grandioso no hay palabras. Quedan definidos por sí. Lo que Monzón hizo esta noche era digno de él: irse del boxeo aclamado, reconocido, respetado y admirado. ¿Hay alguna frase que lo pueda sintetizar? Acaso sólo una: GRACIAS, MONZON...

Ambos boxeadores con los brazos en alto. Uno celebra el triunfo, el otro el esfuerzo realizado ante uno de los mejores de la historia.

 

Por Robinson. (1977). Fotos: Guillermo Gruben.

 

Ernesto Cherquis Bialo, fue una de las plumas de boxeo mas brillante de la historia de El Gráfico.
 


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