100 AÑOS DE EL GRÁFICO

1948. Y cantamos el himno. Por Frascara

Por Redacción EG · 24 de mayo de 2019

La crónica inolvidable del gran periodista y director de El Gráfico, Félix Daniel Frascara, de la Maratón Olímpica de Londres ganada por el argentino Delfo Cabrera en 1948.



El 7 de agosto de 1948 Delfo Cabrera, un atleta argentino de 29 años nacido en Amstrong provincia de Santa Fe, conquistó la medalla de oro en la Maratón de los Juegos Olímpicos de Londres. En aquella competencia, además, dos argentinos estuvieron entre los diez primeros: Eusebio Guiñez (5to) y Armando Sensini (9no).

El legendario periodista de El Gráfico Félix Daniel Frascara fue testigo directo de la hazaña.
 
Féliz Daniel Frascara, "Frascarita"
 
Testimonio de Ricardo Frascara, su hijo.
¨Mi padre fue enviado especial de El Gráfico a los Juegos Olímpicos de Londres, en 1948. Viajó en un avión DC 4 que salió de Morón. Cuando Delfo Cabrera ganó la maratón, él perdió la compostura saltando en el palco de periodistas para ir a abrazarlo. Así sentía el deporte. Quería conocer a fondo a cada protagonista, cada hecho, antes de emitir un juicio”.

 

Aquí la crónica que se publicó en la revista el 20 de agosto de 1948 que hizo emocionar a millones de argentinos:


Y CANTAMOS EL HIMNO



Vamos a seguir la carrera como si todos hubiéramos estado hoy en Londres. Intervienen cuarenta y tres atletas en representación de veintitrés países. Son las tres de la tarde, hace calor, hay sol. El pelotón de participantes toma ubicación en uno de los extremos de la pista, a la derecha del palco real, que ni está ocupado por la regia pareja. Tres argentinos llevan la camiseta blanca con dos franjas celeste horizontales: Cabrera -que según los programas se llama Cabrora-, con el número 233; Guíñez, el veterano mendocino, con el 234; y Sensini, el bahiense, con el 251. Suena el tiro y se pone en marcha el plantel de maratonistas. Recorren trescientos metros y van saliendo hacia la calle por el mismo lugar donde arde la llama olímpica. La multitud los despide con aplausos en los que se siente no sé qué precisa sensación de cariño. El primero en tomar la punta es el número 273, un coreano llamado Yun Chil Choi. Recordamos que el último ganador, en 1936, fue Kitei Son, un japonés que luego moriría en la guerra, ganador con el tiempo record de 2 horas 29 minutos 19 segundos y 2 décimas. Lo recordamos porque es imposible evitar una relación entre el de Corea y el de Japón. El tren de carrera no es muy fuerte. Guíñez va entre los primeros. Sensini marcha más retrasado y Cabrera entre los últimos (...)


 
Delfo en los más alto del podio, mientras suenan las estrofas de la canción patria nacional. Los JJOO de Londres 1948, fue la primer olimpíada donde se tocó el himno de los ganadores de la medalla de oro en la premiación.
 


El recorrido de la carrera abunda en accidentes naturales. Londres tiene un terreno ondulado, por momentos acumulado. Hay una cuesta tras otra y en pocos instantes llevamos a contar más de cuarenta de ellas. Claro que la cuesta arriba tiene la compensación de la cuesta abajo, pero lo que se recupera descendiendo puede ser nada más que tiempo y nunca energías. Sin pensar aún en que uno de los tres argentinos era fija, observábamos a los adversarios buscando -ya cerca de los veinte kilómetros- al presunto vencedor. Descartando al coreano, que sólo había hecho el gasto de salida, poco impresionados por la acción del belga y el chino, y no queriendo caer en la vanidad de pensar en Guíñez, reparamos en el andar desenvuelto y en el físico bien equilibrado del sueco. Sólo que nos pareció demasiado joven... Pero enseguida nos acordamos de Zabala en 1932. ¡Veinte años! 

Algo más de veinte kilómetros se habían recorrido cuando vimos que Delfo Cabrera, el bombero de la Capital empezaba a apurar el paso y pasaba gente como si fuesen postes (...) Tuvimos entonces la primera sensación, la idea diríamos, de que el argentino con el número 233 venía más entero que todos los demás. ¿Y si ganara? 

Entraron los corredores en un camino por el cual ya no se les podía seguir de cerca. Con la seguridad de que los tres nuestros andaban bien y con la esperanza de ver algo sensacional en la llegada, volvimos a instalarnos en el estadio, junto a la pista, en el sitio reservado a las delegaciones extranjeras. Cerca mío estaba Carlitos Sos, el entrenador de natación. Por ahí, en los alrededores, había otros varios. Nos veíamos, pero no estábamos juntos. Quizá haya sido mejor, porque entonces Cabrera pudo oír muchos gritos de aliento, escalonados y durante un largo trecho. Supimos que la colocación, al cubrirse 35 kilómetros, ya ofrecía variantes. Otra vez había aparecido Yun Chil Choi, el coreano que había estado punteando al principio. Cabrera se había colocado segundo, tercero estaba Gailly, cuarto era Guíñez, quinto venía el británico Richards, en tanto que la sexta colocación era del sudafricano Luyt.





El sol se había ocultado. De pronto se abrieron las nubes como si se descorriera una cortina (...) ¿Para qué habría salido el sol, a las cinco y media de la tarde, sino para asistir a un acontecimiento sensacional? Estallaron aplausos. Y por la misma puerta por donde el día de la inauguración habían entrado los reyes, apareció en la pista el belga Gailly, con su casaca roja de vivos azules. Vacilantes sus piernas, extraviada su vista, perdido casi por completo su sentido de orientación. La salva de aplausos seguía corriendo como un reguero y enseguida se intensificó todavía más: quince metros atrás del belga pisaba la pista rojiza de Wembley un atleta morrudo, fuerte, morocho, que braceaba sin esfuerzo, pisaba seguro y miraba con claridad. ¡Es Cabrera! ¡Es un argentino!

Enseguida lo pasó al belga, dio una vuelta completa a la pista y vino hacia nosotros por la recta. Funcionó la cámara cinematográfica. El pecho de Cabrera tomó el hilo de llegada justo entre las dos franjas celestes de la camiseta. Habían pasado 2 horas 34 minutos 51 segundos 6 décimas desde la largada. Después de un buen rato dejamos de gritar, recuperamos la voz, lo abrazamos bien fuerte y le preguntamos lo mismo que Stirling le preguntara a Zabala en Los Ángeles: 

- ¿Cómo hiciste? 

- Como siempre. Corrí de atrás, ocupándome más de mí que de ellos. Faltando cinco mil metros me coloqué primero. Aquí, al entrar al estadio, el belga apuró el paso y se me fue unos metros. Pero yo sabía que la carrera era mía... 

Después fue el abrazo a Guíñez, que se jugó una carta en su atropellada, quedando finalmente quinto. Y la efusiva felicitación a Sensini, octavo en una magnífica demostración de disciplina. El propio Sensini gritó después de llegar: 

-¡Ganó Cabrera, es como si hubiera ganado yo!..." 

Sobre la plataforma del homenaje, en lo alto, la bandera y el nombre de la patria junto a su apellido. Delfo Cabrera había estado más grande que nunca. Muy cerca de él, pisando el césped de Wembley, cantamos las estrofas del Himno. Las cantamos para todos los argentinos, llevándolos en la garganta y sintiéndolos en el corazón.





Yo, con mi Argentina en el corazón, con todos mis amigos gritando en mi voz, viví unos minutos que jamás había soñado y que nunca olvidaré. Mentiría si pretendiera escapar a los lugares comunes y decir que no hice cuestión de patria. ¡Cómo no! No creo que nadie pueda ver a un compatriota triunfante en la máxima competencia deportiva del mundo y detenerse a pensar que no es nada más que un juego. Podrá manifestarse el júbilo en forma desbordante o con discreta sobriedad. Pero la patria "está ahí". Se oye su voz y se siente su latido. Yo no lloré. Tampoco podía hablar. Grité -ustedes conmigo- hasta el instante en que Cabrera cruzó la meta, llevándose con el pecho ese hilo que se extiende a lo ancho de la pista, como barrera que cierra el paso hacia los campos de la fama y sólo se abre ante la grandeza de los vencedores. Desde ese instante ya no grité más. Algo significa el nombre de Delfo Cabrera en el deporte argentino. Era lógico, natural, esperar que significara también algo en el deporte mundial. Lo que difícilmente hubiéramos podido imaginar es que llegara a significar tanto para nosotros. Porque, llevados por nuestro entusiasmo, no debemos caer en el error de olvidar la causa fundamental de ese momento inolvidable: si gritamos primero y enmudecimos después, si sentimos que Wembley era nuestro y vimos cómo brillaba un rectángulo celeste y blanco sobre el gris del horizonte, eso se lo debemos a Delfo Cabrera. A su esfuerzo y a su calidad.


Félix Daniel Frascara (1948)


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