Recuerdo aquel día como si fuera ayer. Me desperté normalmente, sin sobresaltos, sin miedos. Era un día más, aunque a la noche me jugaba la posibilidad del título del mundo. No pensaba en Fuji, ni en nada. Sólo recuerdo que estaba un poco cansado de tantos días de entrenamiento y que quería libertad. Todo el grupo argentino me alentaba, se acercaba, me hablaba. Cacho Fontana contaba cuentos buenísimos. Aguilar, Lectoure, Bermúdez, me acompañaban a todos lados. La mañana se fue rápido, después almorcé pollo con ensalada y me reuní con los amigos. Fontana repasaba un aviso que tenía que ir si yo ganaba, y otro que lo reemplazaría si yo perdía. Me acerqué y le dije: "Cacho, tirá el otro, pasá únicamente el que se debe en caso de que sea campeón del mundo. Aquí no hay otra posibilidad. Gano o gano".
Me quedé un rato con ellos contando cuentos, como de costumbre, y me dio sueño. Me fui a dormir la siesta. Apenas me metí en la cama me acordé de mi casa, de la Argentina y de que ya faltaban pocas horas para que fuera campeón. Me dormí enseguida, sin ningún tipo de problemas. A las 19 llegó Fontana y me despertó. Yo quería seguir durmiendo, ¡estaba tan linda la siesta! Ya los veía nerviosos a todos.
Todos se arrimaban y hacían chistes, pero estaban que se morían por dentro. Yo me reía mucho, pues no sentía absolutamente nada. Pero nada de nada. Sabía que ya era el campeón. Don Paco me llamó y repasamos el plan de pelea. Los tres rounds primero, de estudio, y luego sobre la marcha veríamos qué pasaba. Pero fundamentalmente, anticipar de izquierda, disparar, no darle blanco a sus manos. Sabía por antecedentes que me habían pasado que Fujii era "un asesino que pegaba hasta en el suelo".
A Loppopolo lo había liquidado así. Pero yo tenía aire para regalar y me sentía un toro. Llegamos al estadio y a mí todavía me duraba el sueño de la siesta. El camarín era grande y con una muy buena calefacción; en cuanto me comenzaron a masajear, me volví a quedar medio dormido, y cuando me dejaron solo ya no supe más nada del mundo. Creo que hasta ronqué. Cuando me despertaron para subir al ring, no lo podían creer. Pero insisto, era la confianza. ¿Nervioso de qué? Sí ya había peleado con hombres como Brown, Laguna, Ortiz, Loppopolo, Perkins, Morgan. ¿A qué le iba a tener miedo? Medio bostezando subí al ring. ¡Qué manera de haber japoneses! Por allá un grupito argentino, y, muy cerca, toda la gente del periodismo nuestro. Lo primero que hice fue mirar a Fontana, Cacho me decía: "Avanti, siempre avanti", por un chiste muy bueno que él me contaba y que me gustaba mucho. Me reí.
En ese momento empezaron los himnos. Lo miré a Fuji de reojo y también estaba nervioso, tanto como Aguilar, Bermúdez, Lectoure. Todos nerviosos: me sentí un marciano en ese momento. Recordé a mi familia, a mi patria, y luego de las ceremonias me fui al rincón. Después las instrucciones; no nos miramos mucho, pero yo pensaba: "¡Qué feo que es este Fuji". Y comenzó la cosa.
"Vamos, Nicolino, anticipe ahora con la izquierda. Siempre usted primero. Siempre". Salí y comencé a colocarle la izquierda, una, dos, tres, veinte veces. Además, cuando nos trabábamos, trataba de hacerlo enojar más. Le metía el pulgar, lo agarraba. En una de ésas se quejó al árbitro y yo le dije: "Dale, trabaja, anda quejate a Gardel". Claro que no me entendió. Para nada. Se me vino enfurecido y me le hice a un lado: se cayó. Ahí sí pensé que era el fin de Fuji.
No lo entendía. Fontana y su dale "Avanti, siempre avanti". A esa altura ya no tenía risa y sabía que Fujii no llegaba al final. Sin embargo en el séptimo asalto, una izquierda en gancho me llegó justo al oído y me aturdió. Quise trabar, pero no lo encontré y entonces me quedé quieto. No se dio cuenta que el golpe me había hecho efecto y no se animó a atacarme: es que no comprendía mi boxeo. Sobre el final estaba recuperado.
Fue un golpe muy duro y en ese momento pensé que todo podía irse al diablo. Sin embargo por dentro algo me decía: "Dale, Nico, ya falta poco...". Así llegamos al noveno. Ganador con amplitud. Ese round hice de todo: esquivé, pegué de derecha, de izquierda, y lo que me asombraba es el aire que me sobraba, siempre en puntas de pie. Siempre.
Se me aflojaron las piernas, el griterío de los argentinos fue inmenso, me llamó el árbitro, me le-vantó la mano. Sólo alcancé a mirar al rincón, mirar a Don Paco y decirle: "Vio que se nos dio, se nos tenía que dar". Fui y lo abracé. Pero en seguida Lectoure y Aguilar me llevaron en andas. Es la foto que sale en todos los diarios de esa época. No sabía dónde estaba. No podía pensar. Quería sólo un minuto, para pensar, pero no podía, no me dejaban. Bermúdez estaba en un rincón y aunque él no lo diga, más emocionado que todos. Cuidaba los trofeos. Y yo en andas.
Fue un sueño tranquilo. Ya las emociones habían pasado, las más fuertes. Pensaba en Mendoza, en la Argentina, en mi familia, en mis hijos, en mis amigos. Al otro día salimos para Hawaii. Atrás quedaban muchos recuerdos. 25 días de estada en Japón. 25 días de entrenamiento, de carreras en el parque que hay frente al Parlamento, con la mirada de cariño de los pobladores de un gran país. 25 días en que las cenas se hacían más gratas en el “Hotel Akasaka Prince”, cuando una orquesta japonesa nos ofrecía tangos. Y además dejaba en Japón el recuerdo de mi mejor noche. De esa noche. i Qué noche, señor! ¡Qué noche!