LAS CRÓNICAS DE EL GRÁFICO

El viaje, más que mil palabras sobre el fútbol en el campo de refugiados más grande de Medio Oriente

Por Martín Mazur · 13 de diciembre de 2016

Un periodista de El Gráfico pasó un día en Zaatari, el campo de refugiados sirios en la frontera con Jordania.


Abdul Karim tiene 13 años y lleva la camiseta de Messi en el Barcelona. Se lo distingue a la distancia: es uno de los chicos más altos. Hace ejercicios con pelota, concentrado, y apenas mira a los visitantes inesperados que lo ametrallan a fotos. Lo suyo es recibirla en uno de los laterales, zigzaguear a unos conos y pasársela a un compañero, que iniciará el retorno.

Cerca de él aparece Mohamed, que ya tiene un bigote dispar pero prominente, y un notorio parecido con el Pepe Basualdo. También lleva el número 10 con el Messi estampado en la espalda, solamente que su camiseta no es la del Barça, sino la de Argentina. Mohamed está descalzo. “No es que juego siempre así, no, no. Es que hoy me olvidé las zapatillas”, se excusa. Las chinelas de Mohamed, como las de muchos otros chicos, reposan en un costado de la cancha, tapadas por el polvo que transforma la línea del horizonte en una nube ocre y difusa.

Mohamed me cuenta todo esto mientras me agarra de la mano y arrastra al centro de la cancha. “No puede creer que seas argentino. Quiere que juegues para su equipo”, traduce el entrenador, aunque ciertos gestos no precisen de ningún intérprete para ser entendidos. Es difícil negarse a un pedido tan evidente. Messi quiere que juegue al fútbol con él. No se le dice que no a Messi.




Estamos en Zaatari, el campo de refugiados más grandes del mundo, en Jordania, a unos pocos kilómetros de la frontera con Siria. Aquí, detrás de un alambrado, en medio del desierto, viven más de 80.000 personas.

Zaatari no tiene credenciales que lo certifiquen, pero es una ciudad de facto. En términos de densidad, sería la cuarta en Jordania. Hay negocios que se apiñan en la calle principal, denominada Champs Elyseès. Hay hospitales, escuelas, policía comunal, antenas de telefonía móvil e instalaciones eléctricas. Hay vida. En Zaatari nacen tres bebés por día. El año pasado, durante el pico de desplazados por la guerra civil en Siria, llegaron a poblarlo 150.000 personas.

Lo controla la Agencia de Refugiados de las Naciones Unidas, bajo supervisión del gobierno de Jordania.

Es difícil procesar la información que reciben los ojos del visitante: Zaatari tiene características de ghetto, pero también es un oasis. Las denominadas “casas prefabricadas” no son otra cosas que containers. Como los que hay en los puertos, pero con una paleta monocromática que sólo tiene gris. Los colores, que sí existen, se pintaron en actividades comunales, la mayoría de ellas, con los niños, para darle algo de vida. Así, a esas cajas metálicas se les diseñan ventanas y puertas ficticias, o murales que evocan al agua y a la vegetación, en todas sus variantes: mares y bosques, lagos y palmeras. Nada de eso es lo que uno ve apenas alza la vista. Sólo polvo.

Las casas containers tienen una cocina y un baño, aunque cada familia tiene el poder de modificarla a su gusto, me explica Gavin Lewis, hombre a cargo del campo por parte de la ONU. Con las lonas que llevan el sello de la Agencia de Refugiados se han hecho patios. Otros containers, como si fueran bloques de Lego, se han movido y cortado de modo de ampliar los ambientes para familias numerosas. “Lo único que quiere esta gente es vivir tranquila, a la espera de que termine la guerra y poder volver a sus casas. Por eso fue tan importante que se instalaran las antenas de celulares, porque ellos querían estar en contacto con sus familiares y amigos”, añade Lewis.

Las canchas de fútbol que se crearon en Zaatari, gracias a la colaboración de la Confederación Asiática, la Fundación UEFA y el aporte de varios gobiernos, hoy son de tierra. Al principio eran de césped sintético, pero en el crudo invierno, la gente las cortó en tiras y las usó como aislante para sus casas.

Todos los ciudadanos de Zaatari reciben una tarjeta de débito con 25 dinares al mes, con la que pueden comprar víveres en tres supermercados. Una garrafa con consumo para tres meses cuesta esa misma cifra. 

El crecimiento fue tan grande que hasta cambió el planeamiento urbano: los primeros containers se apilaron a poca distancia: los últimos, del distrito 13 tienen mucho más aire alrededor.

En Zaatari abundan las bicicletas y las bicicleterías. Hay peluquerías, negocios de comidas, zapaterías y verdulerías, en puestos fijos o en carros tirados por burros.

La gente sonríe a las minivan que ingresan con periodistas de la Asociación Internacional de la Prensa Deportiva (AIPS). Es difícil entender esas sonrisas. Es lo único que uno no espera al entrar en un lugar así. Basta responder el saludo con un gesto o apenas una mueca, para provocar una reacción aún más efusiva del otro lado, similar a la de los hinchas que se reconocen en las pantallas gigantes de los estadios durante los partidos.




Algunos de los niños que juegan el picado de los Messi no tienen idea de lo que es el mundo exterior. Podrían estar viviendo en estaciones de tren, atrapados en luchas burocráticas entre gobiernos o explotados por traficantes de personas. Ya suficiente tienen con haber perdido todo, o casi todo.

“Lo mejor sería que un lugar como Zaatari no existiera, pero hay situaciones sobre las que uno no tiene control, como una guerra civil. Sin embargo, sí se puede apostar a darles educación y recreación, vida deportiva, a todos estos chicos”, me dirá al día siguiente de la visita el Príncipe Alí, ex candidato a presidente de la FIFA, quien ideó el proyecto deportivo del campo con su fundación, Asian Football Development Project. 




“Yo soy Agüero”, dice un chico al que le llevan tres cabezas. “Mascherano”, dice otro, con casi perfecta pronunciación porteña. “Di María”, dice el de al lado, que lleva un gorrito negro. “Romero”, sorprende uno que ni siquiera va al arco. Entre los asistentes también tenemos a un Del Piero, dos Pirlo, un Rooney y un Neymar.

El técnico, otro refugiado que también se prenderá en el picado, lleva puesta la camiseta de Alemania con el 8 de Mesut Özil. El volante del Arsenal estuvo aquí hace pocos meses y llevó regalos para todos.

El Messi del Barcelona juega de punta, por derecha. El Messi de Argentina juega en el medio. La cancha apunta a la frontera Siria y está ubicada en uno de los ángulos de Zaatari.

Aquí se llega con permiso gubernamental. A un costado, del otro lado del alambrado, patrulla un vehículo militar.

Al final del partido llegarán las niñas, que también tienen su propia canchita de fútbol, con entrenadoras que se cubren sus cabezas con hijab. El fútbol no es sólo cosa de varones en Zaatari. Estas chicas dejaron el campo por primera vez para ir a ver el partido inaugural del Mundial Sub 17 femenino de la FIFA.

En la despedida hay más sonrisas y chicos que corren junto a las minivan de los periodistas, gritando y saludando. El Messi del Barcelona, Abdul Karim, me dice convencido que será futbolista profesional. Hace 4 años que vive en Zaatari, prácticamente desde que se abrió. 

La camioneta acelera a bocinazo puro, hasta cruzar el portón de ingreso y sumergirse en la oscuridad de la noche. Mientras la silueta de Zaatari se disuelve en segundos en el horizonte, a uno le queda la duda existencial de si Zaatari se trató de un espejismo. De un modo u otro, cualquiera que tenga el privilegio de visitarlo entenderá que se trata de un viaje de ida.

 

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Por Martín Mazur
@martinmazur

Nota publicada en la edición de noviembre de 2016 de El Gráfico

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