LAS ENTREVISTAS DE EL GRÁFICO

Barijho: el Chipi volvió a la villa

Por Redacción EG · 08 de septiembre de 2013

El ex delantero de Boca y Huracán da clases de fútbol a chicos de pocos recursos en el Bajo Flores. Confiesa que acercarse a sus orígenes lo hace feliz, aunque no gane un peso. “En el fútbol no hay lógica, llega el que tiene padres y el que no, el que come bien y el que come mal”, cree y se proyecta en sus alumnos.


   Nota publicada en la edición de septiembre de 2013 de El Gráfico

BARIJHO, en Peñarol Argentino, donde clases a chicos de 6 a 13 años, la mayoría provenientes de la villa 1.11.14.
“Muchas veces lo único que comía para ir a practicar era un sándwich de salame y queso; así y todo, llegué a Primera. En el fútbol no hay lógica. Llega el que tiene veinte mil quilombos en la cabeza, el que tiene padre y madre, el que no los tiene, el que come mal y el que come bien. Jugué hasta los 32 años, y si no me lesionaba, seguía hasta los 40. Tuve la escuela de la agresividad, de la perseverancia, de no bajar los brazos. Hoy disfruto, estoy más tranquilo”.

Antonio Barijho, multicampeón con Boca, recuerda su pasado y disfruta su presente. Tiene a su cargo la escuela de fútbol del Club Peñarol Argentino, en el Bajo Flores, cerca de donde vive con su familia. Son cincuenta chicos de 6 a 13 años. Muchos de los padres de esos pibes gritaron sus goles hasta ayer nomás. Sus alumnos saben, a pesar de sus cortas edades, qué hizo en el fútbol ese profesor que los mira, los alienta y detiene las prácticas para dar un consejo o decirles que “no, que no le peguen así a la pelota, sino de esta forma, ¿ven? porque es mejor, porque si le pegás como te digo, pasa esto, ¿entendés?”. Y los chicos lo miran y enseguida le pegan así, como les mostró que hay que pegarle.

Fundado en 1936, el Club Peñarol Argentino está en la calle Zañartú al 1500. A pocas cuadras, se encuentra la Villa 1.11.14, una de las más pobladas de la Capital Federal. Los alumnos son de esa zona. Todos de pocos recursos. “A este barrio, al Illia y a la 21 los conozco porque son los de mi infancia. Yo nací en la 21 y mis amigos eran de ahí. Todavía tengo los mismos amigos. También tengo amigos de acá. Nunca me la creí. Yo camino por estas calles y me encuentro con un montón de pibes que conozco de toda la vida, de Pompeya y Parque Patricios”, rememora Barijho, remarcando ese origen que lo hace sentirse fiel a sí mismo y a los que quiere. El Chipi nació el 18 de marzo de 1977 en la villa Zavaleta, en Barracas. Hizo las inferiores en Huracán y debutó en Primera a los 16 años, en 1994. En el 98 pasó a Boca. Ya era reconocido por su instinto ofensivo. Formó parte del gran ciclo de Carlos Bianchi, con el que alzó dos Libertadores y una Intercontinental, entre otros títulos, con un aporte de 45 goles. En 2003 celebró la Super Liga de Suiza con el Grasshopper. También jugó en el Saturn ruso (2004), Banfield (2005 y 2006), Barcelona, de Ecuador (2005), e Independiente (2006), donde tuvo un paso efímero. Volvió a su Huracán querido entre 2007 y 2008 y se retiró un año después en Deportivo Merlo.

Pero ya en 2007 colaboraba con este Peñarol Argentino, donde jugaban sus hijos. Llevaba sándwiches y entregaba la ropa para los partidos. Así preparó el desembarco. “Estábamos buscando una casa para vivir por acá. Quería que mis chicos hicieran deporte, pero tranquilo, para que la pasen bien. Ahora busco lo mismo con estos pibes, la familia quedó muy metida con esto”, cuenta. Su esposa, Paola, y otros familiares lo ayudaron en el emprendimiento. “Lo hago gratis, porque acá no gano un peso. Pierdo en lo económico, pero gano en lo otro. Lo único que me llevo es sentirme bien. Y ojalá que esto me sirva para que me llamen a dirigir en otro club. Banfield, Huracán, podrían ser. Con ellos tengo buena relación”, se esperanza. “¿Hoy? Hoy vivo de negocios. Nada que ver con el fútbol”, le responde a El Gráfico.

LA SONRISA PLENA del Chipi, con sus alumnos en Peñarol Argentino, cuyo lema, "Más que un club", remite al que se lee en el estadio del Barcelona.
TROILO Y CARNAVAL
Matías y Axel, sus hijos de 15 años, ahora juegan en El Globo. Jonathan, de 13, dejará Peñarol a fin de año y es posible que siga los pasos de sus hermanos. Sasha, su nena de 8, practica hóckey en Huracán. “Boca y Huracán les tiran por igual, se encariñaron con los dos. No hay diferencias. No podemos separar el sentimiento”, describe.

La llegada de Barijho como entrenador engrandeció a un club que ya estaba arraigado en el sentimiento barrial. “Imaginate que acá venían a cantar Aníbal Troilo y Hugo del Carril en los tiempos de bailes de carnaval”, destaca Mariana Cecati, presidenta de Peñarol desde fines de 2012, que se reparte entre la administración y el bufet. Son cerca de 300 los asociados que practican diversas actividades, entre las que se encuentran patín y reggaeton. Frente a la administración, unas cuantas máquinas conforman el salón de aparatos donde adolescentes realizan ejercicios de fuerza. Acá también llegan chicos de Parque Chacabuco. “Y a veces de otros barrios cercanos. Pero en el fútbol tiene mucho que ver la llegada de Antonio Barijho. A los chicos que juegan a la pelota con él se los ve contentos”, comenta. “También se nota el entusiasmo de los padres. Está bueno ver cómo los chicos siguen a Antonio. Con admiración lo siguen”, agrega.

Parado a un costado de la cancha, el Chipi no cesa de dar indicaciones. Minutos antes había admitido que su lema es no gritarles, sino indicarles. Y explicaba por qué: “La verdad es que esto me encanta. Lo hago con amor. Con pasión. Con responsabilidad. Aprendo mucho. Y es también una forma de volver a mis raíces. Uso mi nombre, mi fama y lo que logré para tener a un chico contento, enseñándole cosas deportivas y humanas. Ellos ven en mí a una persona responsable, honesta, con educación, que los acompaña. Ven que alguien que logró cosas importantes en lo deportivo está a su lado, en un lugar en el que muy pocos profesionales se animan a estar”. Pide un momento y enfila hacia la cancha donde unos pibes pelean a los gritos por la pelota. Con su poco más de metro ochenta de altura y un físico robusto, parece meter miedo. Pero los chicos, por el contrario, no sienten eso, sino respeto. Cuando lo ven cerca paran la discusión y dejan el asunto en sus manos.

Diego Arroyo tiene 10 años (categoría 2003) y poca altura. “A mí lo que más me gusta es jugar y que el profe me diga que juego bien”, comenta, mientras descansa y sus compañeros siguen en el partido. De 38 años, Ariel, su papá, quien lo acompaña desde que empezó, cuenta: “Lo traigo porque acá arrancaron mis otros hijos, que eran de la 98, 99 y 2000. Ya dejaron. Pero soy del barrio y este club es un sentimiento”. Ariel es de Boca y se ríe al recordar cómo gritaba los goles del Chipi. Ahora no le entra la alegría ante el hecho de que ese jugador sea el profesor de su hijo. Y define: “Se nota que se siente cómodo acá. A mí me gusta cómo les habla a los pibes. Si te fijás, el sentimiento que hay de parte de todos es tremendo. Eso me gusta. Veo a los chicos muy enganchados. A ellos les encanta hablar con su ídolo. Y él les habla como un papá. Estamos reagradecidos”. Y continúa: “A los chicos se les inculca que no le falten el respeto al compañero. Después, en casa, mi hijo ve los videos del Chipi. Se los pongo y le digo que mire cómo jugaba su profe. Todos los chicos aprenden acá: valores, cómo pegarle a la pelota. Un montón de cosas. Y lo mejor de todo es que hay muchos pibes que la rompen en los partidos”.

EN HURACAN tuvo dos etapas. Aquí, la última.
AMISTAD, FUTBOL Y REBELDIAS
De regreso, Barijho saca un tremendo celular, de esos bien modernos, y mira un par de cosas. En silencio, concentradísimo. Hasta que deja de hacerlo y suelta: “Cuando uno pasa mucho tiempo en el profesionalismo, se acostumbra a que le sirvan todo. Acá no, acá hay que laburar, poner la cara, limpiar, inflar las pelotas si hace falta, ir a buscar cosas, estar en los detalles. Esto es como volver a la normalidad. A mí me hace muy bien. Me gusta ser humilde, me hace feliz ayudar a los pibes. Soy especial en muchas cosas. No pienso tanto como un profesional, con ese estrellato de los jugadores que por ganar se piensan que tienen que estar siempre en esa”.

Una vez guardado su teléfono en el bolsillo de la misma campera que usa para entrenar y dirigir los partidos, agrega: “Si sentís a los pibes, te sacan una lágrima. Tenés que abrirte y dejarte emocionar, porque el baby es emocionante si lo sabés manejar. Los clubes tienen que mandar un mensaje, decir a dónde se quiere ir. Pasa que hay dos tipos de baby: uno es muy competitivo, en el que se maneja plata y están metidos los clubes de Primera; y otro el de los clubes de barrio, con pibes a los que se trata de mejorar, sumarles cualidades. Eso somos nosotros. Hay clubes importantes que les sacan jugadores a otros, porque les pagan más o les ofrecen otras cosas. Zapatillas, por ejemplo. Nosotros ofrecemos cariño. La ventaja que tengo es que vengo del mismo palo que ellos, con una infancia dura, de la que aprendí muchísimo”. Y ejemplifica: “Hay padres o madres que vienen de una separación y transmiten su bronca a los chicos. Eso pasa en todos los clubes. Y a los chicos hay que apoyarlos. Es muy importante. Hay mucho de psicología en esto. Yo vengo con la cabeza limpia, sé los nombres de cada uno de los pibes. Trato de darles educación, inculcarles que estudien. Que sean mejores personas, que entiendan que se pueden lograr resultados positivos siendo buena gente. No tuve una educación normal. Mi rebeldía se veía en los partidos”.

¿A qué educación te referís? ¿A la de tu casa o a la de tus técnicos?, le preguntamos. No tarda en contestar: “A las dos. Es una combinación de cosas. Algunos tienen el camino más rápido; otros, el más lento o el más duro. Todos tenemos un destino predeterminado. Hay que luchar por llegar a los logros que queremos”. Y regresa al medio de la cancha para dar más indicaciones.

“El Chipi les enseña fútbol y amistad, a valorar a los compañeros. Le hace muy bien a mi hijo venir. Le gusta mucho”, explica Cinthia Martínez, la mamá de Bruno Gómez, un mediocampista de 10 años que juega en este club desde los 4 y que se esconde detrás de ella mientras habla. Tanta timidez tiene. Lo suyo es el silencio, algo que no ha heredado de su mamá. “¿Yo? ¡Nada que ver! Grito en los partidos, sufro; sobre todo en los que juega mi hijo. A veces me mandan a callar, pero no puedo dejar de gritar”, se describe mientras se ríe. A ella también el fútbol se le hace pasión.

Como al Chipi: “Me encanta el fútbol. Si es por mí, duermo con mi mujer de un lado y la pelota del otro. Juego desde que nací. Cada partido es una final, con amigos o donde sea. Mi descarga emocional me llevó a que el fútbol fuese lo más lindo de mi vida. Por suerte me fue bien, fui campeón de todo, hice goles importantes, integré equipos campeones, estuve en buenos clubes, dejé lindos recuerdos. Lo único que me quedó como dolor es no haber podido jugar hasta los 40. Pero no me reprocho nada. Creo en eso de lo pasado, pisado. También tuve problemas, me agarré a piñas, salí en la tapa de los diarios por eso. Pero no tengo nada que esconder. Soy así. Tengo defectos y virtudes. ¿Quién no los tiene? Nadie es perfecto”.
Y arremete: “Profesional al cien por ciento no fui. Me quedé en Banfield por el cariño de la gente, fui a Huracán por el cariño de la gente. Con Boca estoy superagradecido. A los de Independiente les pediría disculpas porque fue una desgracia lo que me pasó. Me lesioné y no pude jugar como quería. Una lesión en un hueso del dedo gordo. Se hizo crónica. Fue el único con el que pude haber quedado en deuda. Si de cuatro, en tres estuve bien, es positivo. En Europa me fue bien porque viajé con mi familia: salí campeón, hice goles. En Rusia estuve solo y extrañé. Me perjudicó la soledad”.

EN BOCA vivió sus mejores momentos, reemplazando a Palermo. Marcado por Arruabarrena.
BOCA, RIVER Y EL ROJO
Es el cambio de turno entre una categoría y otra y cada vez son más los padres que se sientan al costado de la cancha para ver a sus hijos. Pero las miradas siempre terminan fijadas en Barijho. La fama tira. “Cuando ven que sos famoso, que ganaste cosas, muchos se te acercan. Pero siempre supe elegir a la gente buena y a la mala dejarla de lado. Igual, nunca me sentí un famoso. Vivía contento porque lograba jugar profesionalmente, en clubes importantes. Que mis amigos de la villa me tomen como alguien importante era una alegría enorme para mí. Me sentía gratificado. Muchos piensan que no podés comer un guiso, que no andás en ojotas, que vas siempre preparado para la ocasión. ¡Y nada que ver! No sos de cristal. Hago una vida normal, como cualquiera. Pero siempre está esa cosa, ¿viste?”, busca complicidad.
Luego hablará del descenso de River e Independiente y de lo que genera Boca por mantener la categoría. Dirá: “En la época en que jugaba en Independiente ya se venía hablando del tema. Si no cambiaba la mentalidad, el equipo iba a pelear el descenso. Y cuando vieron que se fue River, se dieron cuenta de que era posible. Hay que cambiar la mentalidad. Las cosas no son como antes. Hoy los clubes chicos también se quieren quedar en Primera. Hay mucha televisión y no se puede ocultar la trampa en la cancha. No es que los partidos se siguen sólo por radio. Me molesta que ahora todos quieren que Boca se vaya a la B. Pero si Boca hace bien las cosas, ¿por qué se va a ir? ¿Por capricho de River, Independiente y otros clubes? ¿Qué culpa tiene Boca si los otros manejaron mal su dinero o no hicieron buenas incorporaciones? Me siento identificado con Boca, como con Huracán y Banfield. Siempre voy a defender esos clubes”.
Ya rumbeando hacia la calle, el Chipi pide: “Poné que el fútbol me cambió la vida. En todo me la cambió. Vengo de la pobreza y a los pobres en la Argentina no se les da bola. Mis viejos viven en la villa 21. Pude formar una familia. Tengo un nombre, soy respetado. Trato de dar buenos ejemplos. Económicamente estoy bien. Y a mis hijos les puedo dar de comer todo el mes”.

-¿Tenés algún miedo?
-Nunca se sabe lo que puede pasar en la vida. Hay jugadores que tuvieron todo y se quedaron sin nada. Ojalá que nunca vuelva a tener dificultades económicas: si no comés, te ponés mal, te duele el cuerpo, la cabeza. Cuando era chico, la pasé durísimo. Quiero que mis hijos tengan salud, que todo pueda seguir así por mucho tiempo. Estoy muy contento y feliz. Todos buscamos estar felices. Podemos tener problemas como cualquiera, pero acá soy feliz.

Por Alejandro Duchini. Fotos: Emiliano Lasalvia y Archivo El Gráfico

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