LAS ENTREVISTAS DE EL GRÁFICO

2000. Con la espada, con la pluma y la palabra

Por Redacción EG · 24 de junio de 2019

Oscar Washington Tabárez asumía como DT de Vélez, en su llegada al club de Liniers le concede una entrevista a El Gráfico donde repasa sus años en Boca y Europa. Para aprender del Maestro.


Lo ha­brán pen­sa­do mu­chos aque­lla tar­de no­che en la Bom­bo­ne­ra: a ese hom­bre, por las ve­nas, le co­rría jugo de tomate frío. Fue allá le­jos, en el 92, cuan­do Pan­cho La­mo­li­na se­ña­ló el cie­lo con un pi­ta­zo y di­jo que Bo­ca era el nue­vo cam­peón. Llan­to, lo­cu­ra, emo­ción, un pi­be Be­net­ti que no sa­bía qué pa­sa­ba, un gran­de Be­to Már­ci­co co­mo nun­ca, y Giun­ta en an­das, y el Mo­no, y...

El ti­po, una he­la­de­ra.

Bo­ca aca­ba­ba de ter­mi­nar con una ra­cha ne­gra de on­ce años sin tí­tu­los y na­da pa­re­cía mo­ver­le un pe­lo a Os­car Was­hing­ton Ta­bá­rez. Con mu­cho es­fuer­zo le­van­tó su bra­zo de­re­cho (sin si­quie­ra ex­ten­der­lo de­ma­sia­do), sa­lu­dó ca­si por com­pro­mi­so y se me­tió en el ves­tua­rio.

Por eso sor­pren­dió su ac­ti­tud de ha­ce dos do­min­gos, cuan­do sa­lió otra vez al pas­to de la Bom­bo­ne­ra y, tras es­cu­char el “uru­gua­yo, uru­gua­yo” tan tí­pi­co que caía de todos lados, fue mu­cho más efu­si­vo. Es­ta vez, la ma­no la le­van­tó cua­tro ve­ces.

El Maestro Tabárez en su debut en el banco de Boca el 22 de enero de 1991.

–¿Se con­si­de­ra una per­so­na sen­si­ble?

–Pa­ra al­gu­nas co­sas sí. Pa­ra otras, no.

–¿Volver a la can­cha de Bo­ca no lo sen­si­bi­li­zó?

–Yo siem­pre di­go lo mis­mo: cuan­do me re­ti­re, cuan­do no di­ri­ja más, le voy a dar rien­da suel­ta a los sen­ti­mien­tos. Cuan­do le cuen­te la his­to­ria a mis nie­tos to­do va a ser di­fe­ren­te. Hoy uno no se pue­de dis­traer ni un se­gun­do, por­que hay po­co tiem­po.

óscar Washington Tabarez se convertía en director técnico de Vélez luego de estar seis años dirigiendo en el fútbol europeo.

Ha­ce po­co más de un mes que Ta­bá­rez es­tá de vuel­ta. Cam­bió el fút­bol, él no: si­gue sien­do el mis­mo hom­bre se­rio, re­fle­xi­vo y po­co de­mos­tra­ti­vo de an­tes. Ca­si que no tie­ne tics ni vi­cios. No fu­ma, no jue­ga con la  bi­ro­me que es­tá so­bre la me­sa a cen­tí­me­tros de su ma­no ni mueve al­gu­na de sus pier­na. Es ca­paz de que­dar­se dos ho­ras char­lan­do en la mis­ma po­si­ción. Hay, sí, lo que to­dos ven: una so­brie­dad pa­ra ha­blar ex­tre­ma y una bo­ca que in­sis­te en ir­se pa­ra un cos­ta­do. El iz­quier­do.

–Os­car, ¿si­guió el fút­bol ar­gen­ti­no des­de que se fue?

–Des­de Uru­guay lo veía más que cuan­do es­ta­ba en Eu­ro­pa. Sobre todo el fút­bol ar­gen­ti­no, que me parece mucho más competitivo que el bra­si­le­ño.

–¿Y qué di­fe­ren­cias en­con­tró?

–Que sal­vo Ri­ver o Bo­ca, aho­ra los equi­pos son muy jó­ve­nes. Ca­da vez jue­gan chi­cos más inex­per­tos en un ni­vel de exi­gen­cia más al­to, y eso es ma­lo. Ro­mag­no­li, por ejem­plo, tie­ne 19 años; na­die du­da que a los 26 va a ser me­jor de lo que es hoy. Pe­ro va­yan a de­cir­le a San Lo­ren­zo que lo es­pe­re.

–¿Fue lo úni­co nue­vo que en­con­tró?

–Bue­no, vin­cu­la­do con es­to, Ri­ver y Bo­ca han crea­do una es­pe­cie de bre­cha. Me acuer­do que cuan­do lle­gué al país, en el pri­mer cam­peo­na­to que ju­ga­mos con Bo­ca, Ri­ver ter­mi­nó de­ci­mo­cuar­to o por ahí. Aho­ra eso es im­pen­sa­do. Hoy, si no ga­nan el cam­peo­na­to en­tran se­gun­dos o ter­ce­ros. Y en­ci­ma pe­lean­do co­pas.

–¿Y por qué fir­mó pa­ra Vé­lez en­ton­ces?

–Por­que quie­ro crear una in­fraes­truc­tu­ra, y por eso fir­mé por quin­ce me­ses. Por más que se­pa muy bien que hoy en el fút­bol man­dan los re­sul­ta­dos y que, si no se dan, to­do se ter­mi­na. No se­ría bue­no eso por­que pa­ra mí Vé­lez es un club pa­ra que­dar­se un ra­to lar­go. Es es­pe­cial y atrac­ti­vo.

–¿De­ma­go­gia?

–Nooo. Es es­pe­cial por­que no tie­ne clá­si­co, je... que es lo me­jor. No, de ver­dad, ya cuan­do es­ta­ba en Bo­ca pen­sa­ba que era dis­tin­to por­que más allá de que no ha­bía ga­na­do gran­des tí­tu­los era un club en el cual se veía que ha­bía se­rie­dad, que es­ta­ba sa­nea­do eco­nó­mi­ca­men­te y con una gran di­men­sión so­cial. Des­pués, con Bian­chi, Piaz­za y Biel­sa con­si­guió lo que le fal­ta­ba.

–¿Có­mo es tra­ba­jar en Vé­lez des­pués de ha­ber es­ta­do en el Mi­lan?

–Yo pien­so co­mo en­tre­na­dor, no me de­jo lle­var por el po­si­ble pres­ti­gio que sig­ni­fi­ca es­tar en un equi­po gran­de. Sin ir más le­jos, uno de los prin­ci­pa­les lo­gros que tu­ve co­mo en­tre­na­dor fue ha­ber sa­li­do sub­cam­peón de Uru­guay con Wan­de­rers, al­go que po­cos sa­ben. Era mi se­gun­do equi­po co­mo téc­ni­co y con sie­te ju­ga­do­res que no ha­bían de­bu­ta­do en Pri­me­ra ter­mi­na­mos se­gun­dos.

–¿Ha­bía te­ni­do mu­chas ofer­tas an­tes de fir­mar?

–Al­gu­nas, sí. Una no la di­go por­que es de un equi­po ar­gen­ti­no.

–De Bo­ca.

–No, de Bo­ca no, a eso yo no lo lla­mo ofre­ci­mien­to. Fue en el 96, un día me lla­mó Sal­ves­tri­ni y me di­jo que gra­cias a unos son­deos de opi­nión yo es­ta­ba en­tre tres can­di­da­tos, con Vei­ra y Brin­di­si. A mí no me gus­tó na­da, me pa­re­ció una si­tua­ción iné­di­ta. Yo ha­bía he­cho con­cur­so de opo­si­ción cuan­do era maes­tro y me te­nía que aco­mo­dar pa­ra ele­gir car­go, pe­ro no pa­ra ser en­tre­na­dor. Acá, sin sa­ber quién iba a ser el téc­ni­co, ellos pre­ten­dían que yo man­tu­vie­ra una con­ver­sa­ción pa­ra in­for­mar­los. En­ton­ces le di­je que no me in­te­re­sa­ba.

Abrazo uruguayo: Tabárez se abraza al Manteca Martínez en el festejo por el Torneo 1992.

–¿Y qué otras ofer­tas tu­vo?

–De una se­lec­ción su­da­me­ri­ca­na y de al­gu­nos equi­pos de Mé­xi­co, pe­ro no lle­ga­mos a na­da. Tam­bién, an­tes de ir a Ita­lia me ofre­cie­ron una se­lec­ción eu­ro­pea, pe­ro ya te­nía en men­te ir al Mi­lan.

–¿Su sue­ño?

–Y... lle­gué... Yo me hi­ce muy de aba­jo, co­mo fut­bo­lis­ta nun­ca fui muy bue­no y em­pe­cé el cur­so de téc­ni­co só­lo pa­ra con­se­guir tra­ba­jo por­que te­nía que ali­men­tar a mi fa­mi­lia. No sa­bía has­ta dón­de po­día lle­gar.

Mi­lan, Ita­lia. Cier­ta tar­de, cuan­do Ta­bá­rez es­ta­ba pa­san­do sus peo­res días co­mo téc­ni­co, so­nó el te­lé­fo­no de su ca­sa. Del otro la­do se es­cu­chó la voz de Car­los Bian­chi, en ese mo­men­to en­tre­na­dor de la Ro­ma, con quien ja­más ha­bía cru­za­do un ver­bo. El lla­ma­do no era pa­ra na­da en es­pe­cial, si­no pa­ra sa­ber có­mo lle­va­ba la si­tua­ción al­guien que es­ta­ba en sus mis­mas cir­cuns­tan­cias. “Cla­ro, por­que los dos éra­mos su­da­me­ri­ca­nos, los dos ha­bía­mos lle­ga­do co­mo exi­to­sos y a los dos las co­sas no nos es­ta­ban sa­lien­do co­mo que­ría­mos –ex­pli­ca Ta­bá­rez–. Des­pués me ga­nó 3 a 0, pe­ro eso de­ja­lo ahí.” No que­da­ron ami­gos con el téc­ni­co de Bo­ca, pe­ro sí vol­vie­ron a te­ner con­tac­to un par de ve­ces, an­tes de en­con­trar­se ha­ce dos do­min­gos en la Bom­bo­ne­ra.

En Argentina dirigió a Boca entre 1991 y 1993 (luego tuvo un segundo paso en 2002) y a Vélez entre 2000 y 2001.

En Mi­lan, a pe­sar de su po­bre cam­pa­ña, el uru­gua­yo se ga­nó gran res­pe­to. Tan­to que no lo lla­ma­ban ni Ta­bá­rez, ni Os­car, ni uru­gua­yo, ni Ca­cho, si­no gen­ti­le uo­mo. O sea, ca­ba­lle­ro.

–¿Fra­ca­só allá?

–No, pa­ra na­da. Cuan­do me sa­ca­ron del equi­po se me acer­có Mal­di­ni y me di­jo: “Maes­tro, us­ted lle­gó en el mo­men­to equi­vo­ca­do”. Fue al­go así co­mo de­cir: “No va­ya a creer que us­ted es el cul­pa­ble, eh”. Lo que di­go es que el pro­ble­ma no fue só­lo mío. Na­die cap­tó que por cues­tio­nes de edad y  por ra­zo­nes hu­ma­nas el equi­po te­nía ese des­ti­no. Ha­bía ju­ga­do­res que ve­nían de ga­nar mu­cho, y cuan­do se ga­na mu­cho, ese afán se va ate­nuan­do con el tiem­po.

–Y las co­sas se le fue­ron un po­co de las ma­nos.

–Bue­no, al­go de res­pon­sa­bi­li­dad ten­go, pe­ro la prue­ba de que al fi­nal Mal­di­ni te­nía ra­zón la dio el tiem­po: lla­ma­ron otra vez a Sac­chi, que se fue de la se­lec­ción, y sus nú­me­ros ter­mi­na­ron sien­do peo­res a los míos. Y des­pués vol­vió Ca­pe­llo y lo mis­mo. Era un mal mo­men­to des­de el pun­to de vis­ta his­tó­ri­co.

–¿En qué se equi­vo­có?

–En no ha­ber cam­bia­do na­da. Los ju­ga­do­res es­ta­ban abur­gue­sa­dos y yo de­bí ha­ber he­cho al­go pa­ra sa­car­los de ese mo­men­to.

–Us­ted ya ha­bía pa­sa­do por una si­tua­ción peor en Bo­ca: no só­lo ha­bía ju­ga­do­res abur­gue­sa­dos des­pués de con­se­guir el tí­tu­lo si­no que ade­más se con­vir­tie­ron en Hal­co­nes y Pa­lo­mas, una in­ter­na que des­pués re­co­no­cie­ron. ¿No le ha­bía de­ja­do lec­cio­nes esa his­to­ria?

–Esos ju­ga­do­res sa­bían con an­te­rio­ri­dad to­do lo que es­ta­ba pa­san­do. Me acuer­do que en ese ene­ro, en Mar del Pla­ta, or­ga­ni­cé una reu­nión y en una pi­za­rra les mar­qué: mi­ren, el gru­po es­tá com­pues­to así, y así, y así. O sea que es­ta­ban in­for­ma­dos de la si­tua­ción. Y las co­sas en un prin­ci­pio mar­cha­ban, pe­ro cuan­do los pro­ble­mas se em­pe­za­ron a tras­la­dar a la can­cha se com­pli­có to­do. Re­fle­xio­né mu­cho so­bre cuál po­día ser la me­jor sa­li­da, has­ta que en­ten­dí que la úni­ca so­lu­ción iba a ser em­pe­zar de ce­ro.

–Pe­ro no lo hi­zo. Y se fue.

–Por­que ha­cer bo­rrón y cuen­ta nue­va en un equi­po cam­peón no es fá­cil, ha­bía ju­ga­do­res muy iden­ti­fi­ca­dos con la hin­cha­da y nom­bres muy co­ti­za­dos que eran pa­tri­mo­nio del club. En­ton­ces es­ta­ba algo li­mi­ta­do en mi ac­cio­nar. Era ca­si im­po­si­ble una so­lu­ción, por eso creo que ir­me fue lo me­jor.

–Lo cu­rio­so es que hoy ten­ga un psi­có­lo­go en su equi­po des­pués de esa ex­pe­rien­cia no tan po­si­ti­va...

–Para na­da cu­rio­so. Es más, en Vé­lez tam­bién hay un sa­cer­do­te, am­bos pues­tos por el club. Decir que no se­ría co­mo opo­ner­me a que un fut­bo­lis­ta ten­ga un ami­go.

–¿Pe­ro es­tá de acuer­do o se lo im­pu­sie­ron?

–Es­toy to­tal­men­te de acuer­do. ¿Có­mo no van a ne­ce­si­tar apo­yo es­tos ju­ga­do­res con lo chi­co que son al­gu­nos? No hay que ol­vi­dar­se de que es­tán en una ac­ti­vi­dad que los pre­sio­na y los es­tre­sa y que mu­chos es­tán le­jos de su en­tor­no fa­mi­liar. A pe­sar de que la gen­te lo ol­vi­da, los ju­ga­do­res son per­so­nas que jue­gan al fút­bol. Que se pe­lean con sus no­vias y que su­fren co­mo to­dos. El pro­ble­ma es que hoy mu­cha gen­te es­cu­cha la pa­la­bra psi­có­lo­go y ya pien­sa en una per­so­na que tie­ne po­de­res o que hip­no­ti­za, y no es así. Ade­más, cuan­do más as­cien­de la exi­gen­cia pro­fe­sio­nal, más ayu­dan los apor­tes psi­co­ló­gi­cos. Por­que en­tre dos gran­des equi­pos que tie­nen muy bue­nos ju­ga­do­res y que es­tán bien pre­pa­ra­dos, sa­ca di­fe­ren­cia el que es­tá me­jor de la ca­be­za.

–El Bo­ca que us­ted di­ri­gió era el úni­co equi­po con psi­có­lo­go y ter­mi­nó sien­do el de más pro­ble­mas.

–Bue­no, lo que no vol­ve­ría a ha­cer es in­cor­po­rar a un psi­có­lo­go en el cuer­po téc­ni­co, co­mo ha­bía en Bo­ca. Por­que la con­vi­ven­cia se ha­ce muy di­fí­cil, al­gu­nos ju­ga­do­res tie­nen afi­ni­dad, co­mo Ba­ti en ese mo­men­to, y otros no lo quie­ren acep­tar. Acá en Vé­lez el hom­bre vie­ne de vez en cuan­do y los ju­ga­do­res sa­ben dón­de en­con­trar­lo.

Al maestro con cariño. El día que volvió a la Bombonera con Vélez , la institución le dio una plaqueta y la hinchada xeneize coreó su nombre.

Cuan­do Ta­bá­rez cum­plió 25 años de ca­sa­do de­ci­dió con su se­ño­ra dar­se un pa­seo por Florencia. Y có­mo no, ya que es­ta­ba, ir a vi­si­tar a Ba­tis­tu­ta. Una vez en el es­ta­dio, y des­pués de te­ner que ex­pli­car­le cien ve­ces al mu­cha­chi­to de la puer­ta quién era pa­ra que lo de­ja­ra pa­sar, el hom­bre pu­do por fin pre­sen­ciar el en­tre­na­mien­to. Ba­ti, que es­ta­ba co­rrien­do, pri­me­ro le hi­zo una se­ña. Pe­ro des­pués de la prác­ti­ca se acer­có a sa­lu­dar­lo jun­to con Ra­nie­ri, el en­tre­na­dor de la Fio­re en ese mo­men­to. En­ton­ces el ita­lia­no, con una son­ri­sa gi­gan­te, le pre­gun­tó a Ta­bá­rez: “Mís­ter, ¿us­ted en­tre­nó es­to?”. El uru­gua­yo es­ta­ba a pun­to de con­tes­tar­le, pe­ro fue Ba­tis­tu­ta quien se le an­ti­ci­pó co­mo si se tra­ta­ra de un de­fen­sor del Mi­lan: “Si no fue­ra por él yo no es­ta­ría acá”, le di­jo. Se­gún Ta­bá­rez, fue uno de los me­jo­res re­co­no­ci­mien­tos que tu­vo.

–¿Su ca­ba­lli­to de ba­ta­lla es ha­ber di­ri­gi­do al Mi­lan o ha­ber­le en­con­tra­do el pues­to a Ba­tis­tu­ta?

–No, na­da de eso, Ba­tis­tu­ta es un hom­bre muy in­te­li­gen­te y hu­mil­de que tie­ne una gran for­ta­le­za es­pi­ri­tual, y por eso se hi­zo el ca­mi­no so­lo. Lo de­mos­tró en Bo­ca, en la Fio­ren­ti­na y aho­ra lo va a ha­cer en la Ro­ma.

–¿Pe­ro ha­ber­le en­con­tra­do el pues­to fue uno de sus má­xi­mos acier­tos?

–No, se dio no ­más. Cuan­do lle­gué a Bo­ca, Ba­tis­tu­ta era pa­ra mí el úni­co ju­ga­dor con ca­rac­te­rís­ti­cas de cen­tro­de­lan­te­ro, en­ton­ces, pa­ra que tuviéramos a otro fui­mos a bus­car a Pa­li­to Mo­ra­les. Pe­ro Mo­ra­les se le­sio­nó en el pri­mer par­ti­do. Y el pues­to que­dó só­lo pa­ra Ga­briel.

–En el pues­to que us­ted le en­con­tró, pre­ci­sa­men­te. ¿Por qué le cues­ta re­co­no­cer el acier­to?

–No es que me cues­te, es que yo con Ba­tis­tu­ta es­tu­ve cin­co me­ses na­da más.

–Al­can­zó.

–Pue­de ser, aun­que creo que él ya ha­bía ju­ga­do en esa po­si­ción cuan­do es­ta­ba con Biel­sa en las in­fe­rio­res de Ne­well’s.

–¿Se lo re­co­no­ció Ba­tis­tu­ta al­gu­na vez?

–Sí, va­rias.

–¿Hoy man­tie­ne con­tac­to con él?

–No, yo no ten­go sus te­lé­fo­nos, no sé si él tie­ne los míos. La úl­ti­ma vez que lo vi fue en el Mun­dial de Fran­cia. Yo es­ta­ba tra­ba­jan­do pa­ra la FI­FA en Bur­deos y Ar­gen­ti­na ju­ga­ba fren­te a Croa­cia. Ahí nos en­con­tra­mos y fue co­mo si nos hu­bié­ra­mos vis­to el día an­te­rior. Pien­so que cuan­do ten­ga tiem­po voy a bus­car su nú­me­ro pa­ra sa­ber có­mo an­da. Es­toy se­gu­ro de lo que pien­sa él de mí y él sa­be que lo quie­ro mu­chí­si­mo.

Lo que Ba­tis­tu­ta pien­sa de Ta­bá­rez lo de­mos­tró una no­che. Fue cuan­do ju­ga­ron por la Su­per­co­pa ita­lia­na el Mi­lan, di­ri­gi­do por el uru­gua­yo, y la Fio­ren­ti­na. Co­sas del des­ti­no, la Fio­re se que­dó con el par­ti­do y el tí­tu­lo gra­cias a un gol del Ba­ti. Gol que mu­chos re­cor­da­rán por­que en el fes­te­jo se acer­có a una cá­ma­ra de te­le­vi­sión y se lo de­di­có a su es­po­sa: “¡Iri­na, te amo!”.

Lo que na­die su­po, por­que las cá­ma­ras no lo si­guie­ron, es que cuan­do vol­vía a la mi­tad de la can­cha se acer­có al ban­co del Mi­lan, mi­ró fi­jo a Ta­bá­rez y, con al­go de cul­pa, le gri­tó: “¡Dis­cul­pe, Maes­tro!”. Na­da en­ten­die­ron los su­plen­tes. Ellos no ha­bla­ban cas­te­lla­no.

 

Clase sobre Chilavert

Ta­bá­rez lo tu­vo po­co tiem­po, pe­ro igual se ex­pla­ya so­bre las con­di­cio­nes del ex ar­que­ro de Vé­lez. Los de­fec­tos y las vir­tu­des de un ju­ga­dor di­feren­te, po­lé­mi­co. Las dos ca­ras del te­rror de los otros ar­que­ros.

 

José Luis Félix Chilavert.
 

Jo­sé Luis Chi­la­vert ya es­tá en Es­tras­bur­go. Po­co tiem­po pu­do te­ner­lo Ta­bá­rez en­tre sus ca­ci­ques. Y se la­men­ta de eso, por­que si pa­ra mu­chos en­tre­na­do­res te­ner a al­guien tan po­lé­mi­co en el equi­po pue­de sig­ni­fi­car un ar­ma de do­ble fi­lo, no lo era pa­ra el uru­gua­yo. “Pa­ra mí to­dos los equi­pos tie­nen que te­ner lí­de­res. Ya sea por ca­ris­ma, por tra­yec­to­ria, por per­so­na­li­dad o por sus con­di­cio­nes téc­ni­cas. Chi­la­vert era lí­der. Ade­más es­ta­ba muy pen­dien­te de que sus com­pa­ñe­ros tu­vie­ran el mis­mo ham­bre pa­ra con­se­guir co­sas que él con sus 35 años.”

Aun­que cla­ro, tam­bién es­ta­ba el otro la­do de Chi­la­vert, el po­lé­mi­co. Di­ce el uru­gua­yo: “Hay que re­co­no­cer al­go: Jo­sé Luis no le pe­día ayu­da a na­die cuan­do le ve­nían las con­se­cuen­cias de lo que de­cía. Mu­chas ve­ces el ha­blar se le vol­vió en con­tra y él se pu­so to­do so­bre sus es­pal­das”.

De to­das ma­ne­ras, era un as­pec­to hu­ma­no el que a Ta­bá­rez más lo se­du­cía de Chi­la­vert: su cu­rio­si­dad, sus ga­nas de sa­ber to­do y de apren­der. “A mí me en­can­ta que los ju­ga­do­res opi­nen, que par­ti­ci­pen –di­ce–. Pa­ra mí el ras­go dis­tin­ti­vo de la ha­bi­li­dad de es­te de­por­te es la to­ma de de­ci­sio­nes. El buen ju­ga­dor es el que iden­ti­fi­ca el pro­ble­ma, bus­ca las so­lu­cio­nes po­si­bles, eli­ge la me­jor y to­da­vía la eje­cu­ta bien. Bue­no, pa­ra te­ner fut­bo­lis­tas que to­men de­ci­sio­nes hay que ha­cer­los co­no­cer co­sas. Y pa­ra eso tie­nen que pre­gun­tar. Un ju­ga­dor que no ra­zo­na no pue­de to­mar de­ci­sio­nes.”

–¿Chi­la­vert era uno de los ju­ga­do­res que pre­gun­ta­ba?

–Tal vez no, pe­ro a ve­ces es uno el que tra­ta de con­ver­sar. No ten­go nin­gún pru­ri­to en  pre­gun­tar­le a un ju­ga­dor mío de qué jue­ga tal o cual ri­val si no lo co­noz­co. Y no me gus­ta que me res­pon­dan que no tie­nen ni idea. Co­mo tam­po­co me gus­ta que un ju­ga­dor di­ga que no le gus­ta ver un par­ti­do por te­le­vi­sión. Me pa­re­ce que no se de­fien­de bien en su pro­fe­sión. Y Chi­la­vert es­ta­ba muy in­for­ma­do.

 

 

Textos de Guido Glait y Rodolfo Cedeira

Fotos de Gerardo Horovitz.


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