El pibe se metía por la calle Pueyrredón, por debajo de la recova, y se sentía el rey del mundo. Su reinado era el Parque Miserere, al que los porteños conocen simplemente como el Once. Eran los tiempos de los tranvías. Los semáforos sólo aparecían en las películas. La época, para ser precisos, era mediados de los 40. El 45, pongamos, cuando Perón accedió al poder y daba la sensación de que a este país no lo paraba nadie.
El pibe había nacido en María Teresa, en la provincia de Santa Fe. Luego la familia se vino a la Capital y vivió un doloroso momento cuando el padre, Pablo Alexis, se murió. El pibe también se llamaba Pablo Alexis. A los diez años (había nacido en 1935) salió a la calle a lustrar zapatos y a vender diarios, sin saber todo lo que le esperaba. Su vida encontró una razón de ser cuando los pasos lo llevaron unas cuadras más allá de su barrio: a Castro Barros 75. Se le abrieron las puertas del gimnasio de la Federación Argentina de Box y comenzó a entrenarse. Su maestro (único) fue Víctor Arnoten, un hombre delgado y de fino bigote que gustaba de estar siempre bien vestido y que, años más tarde, conocería Nueva York casi tan bien como su barrio de Primera Junta.
Historia típica de radioteatro la del pibe.
“Yo era chico y mi viejo no se perdía ningún festival en el club Barracas Central”, recuerda hoy emocionado el promotor Osvaldo Rivero. “Mi fiesta era subir al ring llevando los guantes. Y cuando peleaba Miteff era toda una fiesta para mí, igual que el otro ídolo del barrio, Tito Sáenz.”
Miteff, ya convertido en boxeador, ya adolescente, ya cercano a los veinte, era un peso pesado chico. Había arrancado en unos 65 kilos, se desarrolló hasta los 70 y siguió creciendo. Se nutrió leyendo las historias de César Brión, estupendo peso pesado que, siguiendo los pasos de Luis Ángel Firpo, Jorge Brescia y Victorio Campolo, entre otros, había intentado la gloria en la ciudad de los rascacielos, como se denominaba entonces a Nueva York.
Era fácil pelear todos los viernes si uno tenía atractivo. Y Pablo Alexis lo tenía. Prestancia, pinta y buen boxeo. Todos insistían en que el pibe iba a llegar lejos si seguía así. “Yo era chiquito y, cuando lo veía, él jugaba conmigo. Me ponía la cara y me decía dale, dale, pegá. Y yo le pegaba con todas mis fuerzas. Entonces me abrazaba, para mí era como un gigante, y me daba besos”, evoca Rivero.
Si ganar un campeonato era bravo, obtener uno internacional lo era más todavía. Así que a los veinte años Miteff demostró que aquellos que creían en él tenían razón. Ganó el campeonato panamericano de México, en 1955. No fue el único campeón: Osvaldo Cañete, Miguel Ángel Péndola y Juan Carlos Rivero también lo lograron y todos ellos brillaron luego como profesionales. Miteff logró la medalla ya instalado en la categoría pesado. Y como para que a su historia no le faltara nada, apareció míster Hymie Wollman, un norteamericano, dispuesto a llevárselo a la ciudad de los rascacielos.
“Me fui de la Argentina exactamente el 17 de abril de 1956. Estaba lleno de ilusiones”, recordaría años más tarde. Tenía 21 años, cumplidos el 25 de marzo. Dejaba atrás una estupenda campaña de 140 peleas como aficionado de las cuales había ganado 126, empatado 11 y perdido sólo 2. Sus 90 victorias antes del límite dejaban bien en claro que, además, tenía pegada.
A Wollman, a quien llamaban “El Rey del Armiño”, porque era un poderoso peletero, más que el boxeo le interesaba el negocio. Y ya le había ido bien guiando a César Brión. Así que apenas llegó lo presentó como “la nueva sensación de los pesos pesados”. Por ese entonces reinaba Floyd Patterson. No haría falta decir que el hecho de ser blanco le daba a Miteff una chapa particular. Después de todo, hasta 1952, cuando se retiró campeón e invicto, había sido otro blanco, Rocky Marciano, el monarca. “Era un buen boxeador. Tanto que para mí el ranking de los pesados en los Estados Unidos es así: primero, Ringo Bonavena, después César Brión y tercero Miteff”, afirma Juan Carlos Pradeiro, que fue técnico de Víctor Galíndez.
“Cuando debuté como boxeador él hacía su última pelea de aficionado y ya estaba por partir”, recuerda Alberto Andrada, ex técnico de Víctor Galíndez y Látigo Coggi. “Era un boxeador de muy buena planta, un estilista. Tal vez no fuera grandote para peso pesado de hacerse respetar sobre el ring, pero boxeaba muy bien”.
Miteff medía 1,85 (un poco más alto que Tyson) y rondaba los 92 kilos, como Jack Dempsey. A diferencia de ambos, en cambio, era más estilista que demoledor. Según Lorenzo Benventano, ex boxeador y técnico de Carlos Salazar, “era un exquisito”.
Acompañado por la mirada benévola de periodistas norteamericanos y argentinos empezó a crecer. Sumó 12 victorias al hilo. En 1957 perdió por nocaut con Mike de John. Pero fue en el primer round, un golpe de suerte, un accidente que le pasa a cualquiera. En 1958 derrotó a Nino Valdez en una de sus mejores peleas y empató en Toronto, Canadá, con el local George Chuvalo, otra figura en ascenso. Según Murray Rose, de la revista The Ring (en esa época la más importante fuente de opinión del mundo, cuando sólo había un campeón por categoría y sus rankings eran aún más fuertes que los oficiales), Miteff era “un buen mozo argentino, que tiene un excelente gancho de izquierda y un buen jab y, cosa muy importante, capaz de aguantar golpes fuertes, aunque parece fácil blanco para los golpes de derecha”.
Cada una de sus peleas, como en las películas, iba produciendo artículos de mayor tamaño en los diarios. Se informaba de cada encuentro como si se estuviera formando una novela por entregas. Y los titulares aumentaban con sus victorias. No todos fueron triunfos. Se cortaba muy fácilmente y así cayó ante Zora Folley (1959) y Billy Hunter (dos veces, 1960). Sin embargo, ante la trascendencia de sus encuentros, la Federación Sudamericana lo consagró campeón de oficio en 1960. Ese año el Luna Park lo contrató para que, por primera vez, exhibiera sus músculos como profesional en la Argentina. Fue todo un acontecimiento. Peleó contra José Georgetti, conocido como Kid Tutara, El Gigante de Quequén o El Boxeador Millonario. “El año anterior Georgetti había ganado la lotería y se había llevado una fortuna. Era el campeón argentino de los pesados, pero la pelea no fue por el título. El Luna Park se llenó tanto que se hizo una recaudación extraordinaria (1.547.260 pesos: pasaron muchos años hasta poder quebrarla) y, como no podía ser de otra manera, Miteff ganó rápidamente. En sólo dos rounds le dio una tremenda paliza a Georgetti que, al lado suyo, parecía fuera de estado (eran 98,300 contra los 93,500 de Miteff). Lo que pasa es que Pablo tenía un físico espectacular y venía de un nivel profesional altísimo”, recuerda Tito Lectoure.
Sin embargo, algo se quebró, algo no funcionó en la historia mágica, faltó la gran victoria. Perdió con Eddie Machen, en Nueva York, y con Henry Cooper, en Londres. Y, para colmo, enfrentó a un Cassius Marcellus Clay en pleno ascenso, que le ganó por nocaut técnico en el sexto round. Las heridas eran un martirio y cuando cayó ante Ray Bayley le dieron 16 puntos de sutura. “Esta es la última gota que dejo sobre un ring”, confesó amargado. Sin embargo no cumplió. En 1966, cuando ya Oscar Bonavena empezaba un nuevo ciclo y llevaba dos años de profesional en Nueva York, Miteff volvió a la Argentina. Le ganó a Alejandro Gallardo en Rosario.
En 1967, ante Jerry Quarry, perdió por nocaut en el tercero en Los Ángeles. Ya no era lo que había sido. Y entonces sí abandonó definitivamente. Quedaban en la historia sus 25 peleas ganadas, 15 perdidas, un empate y 15 nocauts a favor.
Se había casado en la Argentina (viajó especialmente para hacerlo) pero se quedó en Nueva York. Tuvo tres hijos. Compró una limusina y se dedicó a los traslados al aeropuerto desde los grandes hoteles, especialmente el Hilton. ¿Qué argentino resistía contratarlo y, de paso, escuchar los relatos de sus peleas? Además, en 1962 había tenido un papel bastante importante en una muy buena película de boxeo, Réquiem para un luchador, dirigida por Ralph Nelson e interpretada por Anthony Quinn.
Quedó, pues, como un misterioso icono para los aficionados, que pocas veces lo vieron pelear; pero que lo admiraron por haber estado durante cinco años seguidos en el ranking mundial. Nunca volvió a la Argentina. Y hoy, radicado en Manhattan, cerca del Central Park, sigue siendo una especie de leyenda para toda una generación.
¿Es éste el fin de una historia?
No.
–No hay nada que hacer, ahora me queda laburar o dormir –dice Alexis Miteff, hoy, a los 66 años, desde su departamento en Manhattan de la calle 112 y Park Avenue–. Allá, en la Argentina, lo que no quieren es trabajar. Acá si no trabajás te morís. Yo me aburro hoy. Estoy solo, estoy retirado (o sea jubilado) y acá no existen los amigos ni la amistad. No laburo, viejo, hace un montón que no laburo. Me gustaría ir de visita, pero no sé... Hace un año se murió mi vieja, Helena. Ella tenía una casa que le compré en Puente Alsina. No sé lo que pasó, pero está llena de gente, gente que no paga la renta, no sé cómo haría para sacarla...
Tiene tres hijos: uno de 42, otro de 40 y el menor de 38, que le han dado tres nietos, todos varones.
–Tito Lectoure me habló muy bien de vos.
–Sí, pero me afanó 30 mil mangos.
–¿Cómo es eso?
–Cuando yo viajé lo hice sin contrato. Lectoure me ofreció el 25 por ciento de la recaudación. Pero le dije que no, porque cuando pelearon Ansalini y Acita (dos pesados de entonces) la recaudación había sido de 720 mil pesos solamente. Y yo quería asegurarme una ganancia mínima, por lo menos 5 mil dólares. Lectoure me dijo que los de afuera siempre querían poner condiciones. Al otro día yo me estaba entrenando en el Royal Boxing Club (que estaba enfrente al Luna) y me dijo: “Ale, eso va”. Entonces supe que tenía asegurados los 5 mil dólares.
–¿Y entonces?
–Que a la final hicieron como un millón y medio de mangos de entrada, pero él me dio sólo los 5 mil dólares del seguro.
–¿Parece o no tenés buenos recuerdos?
–Al boxeo lo odio, son todos vividores. Ojo, el boxeo es un deporte hermoso. Pero está lleno de vividores. Hoy hay 68 campeones del mundo. ¿Por qué? Porque cada una de las asociaciones se lleva el 6 por ciento de cada bolsa; por eso hay diez peleas de título por día. Fijate en Joe Louis, terminó en la lona. El manager se lleva el 33 por ciento de la bolsa, el entrenador se lleva el 10 y, si te descuidás, en este país todo el resto se lo lleva Impositiva. Es cierto, yo gané 25 mil dólares por pelear con Clay, pero me sacaron todo, sólo me quedó lo que comí.
–Clay debe ser tu mayor recuerdo.
–Lo eligieron el Boxeador del Centenario, ¿no? Pero él hizo millonarios a los negros que lo rodeaban. El boxeo es un negocio de vividores. El Luna Park cerró pero está mal, el Luna Park se hizo para que se haga boxeo y cerró.
–Es raro pero Tito Lectoure tiene recuerdos muy gratos de vos; además el Luna no tenía la obligación exclusiva de hacer boxeo.
–No sé, es lo que me dijeron.
–¿Hace mucho que no viajás a la Argentina?
–La última vez que fui para allá fue en 1968. ¿Qué voy a hacer en la Argentina? Yo viví poco allá y muchos de mis amigos, como mi entrenador Arnoten, están muertos. Yo crecí en Hipólito Yrigoyen y Alberti, en el Once. Tenía ganas de ir a mi pueblito, María Teresa. Me ofrecieron un negocio para poner en la casa de mi mamá: un gimnasio. Estaba equipado con 200 máquinas, sauna, un steam (baños turcos) algo como el Colmegna en Buenos Aires. Como son clubes abiertos todo el día cobran barato; acá cobran 30 centavos, un negocio, imaginate. Me daban todos los aparatos, estaban usados; pero servían, estaban bien. Pero mi vieja vendió la casa sin decir nada y entonces no salió; era un gimnasio para ponerlo ahí, en pleno centro de María Teresa.
–Pero María Teresa tiene menos habitantes que Nueva York.
–Igual era un buen negocio.
–¿Te acordás del Once?
–Sí, yo andaba siempre por el mercado Spinetto (hoy es un Coto ubicado en Hipólito Yrigoyen y Pichincha); era muy flaco y, por cuestiones de metabolismo, no podía subir de peso. Imaginate, pesaba 160 libras y medía 6 pies. Empecé a pelear en mediano y después llegué a pesado.
–En Nueva York te querían mucho.
–Acá te usan y te tiran. Yo debuté a 8 rounds en el Garden. ¿Por qué? Todos debutan a 6 rounds por 1500 dólares, pero yo debuté a 8 por 5 mil. El que me trajo era un peletero y quería recuperar lo invertido, así que en la primera pelea me descontó todos los gastos. Me dijeron que me daban una fácil y me pusieron con Nino Valdez. Pedí otra fácil y me pusieron a otro monstruo: George Chuvalo. Yo había ganado 8 rounds y él 2, pero fue empate. Y la revancha la hicieron en Toronto: Chuvalo era canadiense, imaginate: perdí.
–Apareciste en la película Réquiem para un peso pesado.
–Sí, aparezco varias veces; aparezco charlando con Anthony Quinn; aparezco en varias peleas. Tanto es así que me hice amigo de David Susskind, el dueño de la Paramount, e hice como ocho películas, pero de extra...
–Curioso. La película trata de un boxeador de peso pesado explotado y usado. Y tu visión, tomada de la realidad, es parecida.
–Es cierto. Yo me retiré en 1968. Acá te usan. Un gran país, pero te usan. Si no gastás la guita te devora Impositiva; está hecho para gastar. Te pagan 17.500 dólares y al final pagás 16.300 de tax (impuestos). Nadie vive la vida. Los millonarios se mueren trabajando. Un día, charlando con David Susskind, me dijo: “Trabajé toda mi vida, 20 horas por día, y no tengo nada”. Acá somos como esclavos. ¿Sabés qué es el wellfare, el seguro de desempleo? Una manera de contener a los pobres, porque si no estaría lleno de revueltas sociales.
–¿Y por qué no hiciste más carrera en el cine?
–Porque, como buen argentino, era un vago.
–¿Es cierto que te separaste?
–No, hasta cierto punto, mi mujer vive en una casa que tenemos en el Bronx. Un día me dijo que se iba a Florida a vivir con uno de mis hijos. “Vos estás siempre de vago”, me reprochó.
–O sea que te separaste.
–Bueno, sí, algo parecido.
–¿No será porque jugás mucho?
–No, ya no juego a nada. Yo iba mucho a las carreras de caballos. En el juego nunca se gana porque si andás derecho querés más y si vas perdiendo querés recuperar. Y terminás perdiendo siempre.
–¿Y los remises?
–Yo trabajo solo, cuando trabajo... Cuando lo hice en una compañía, los argentinos ventajeaban el cash (efectivo). Empecé comprando una limo (limusina) por 1000 dólares, había problemas de gas (combustible) y entonces empecé a laburar con una van para 15 personas. Ahora trabajo sólo cuando tengo ganas.
–¿Cómo te llevabas con Ringo Bonavena?
–Nunca nos llevamos bien. Fue un tonto, porque ganaba buena plata pero se metió en cosas raras, ahí, en Reno. No, nos llevábamos bien.
–¿Extrañás Buenos Aires?
–Me gustaría volver, pero he vivido tanto en Manhattan que me cuesta extrañar algo que hace casi cuarenta años que dejé. Yo me fui el 17 de abril de 1956 y estaba lleno de ilusiones...
“Aquí, en Nueva York, la gente tiene un espíritu muy amistoso. Vivo cerca del Central Park y cuando corro por ahí la gente suele saludarme y yo le devuelvo la amabilidad. Es algo muy lindo”, declaraba a mediados del 57 Pablo Miteff a la revista The Ring. Con los años, el argentino fue cambiando su impresión de los estadounidenses. A 43 años de aquella declaración, Miteff piensa que en Nueva York “no existen los amigos ni la amistad.”
Carlos Irusta (2001).
Fotos de Gustavo Di Mario