¡HABLA MEMORIA!

Anatomía de ... un penal inmortal

Por Redacción EG · 16 de noviembre de 2014

Ya se cumplieron cuatro años de una jugada que se desarrolló en un pestañeo y que, sin embargo, no terminó ni terminará jamás. Una autopsia inédita de la mítica “atajada” de Luis Suárez, de la selección uruguaya, a Ghana.


   Nota publicada en la edición de noviembre de 2014 de El Gráfico

EN MEDIO de la maraña de cuerpos, Luis Suárez mete las manos para atajar el remate del ghanés Adiyiah. Comienza nuestra historia...
Hay jugadas que quedan en la memoria y no solamente son los goles. También su antítesis, las salvadas prodigiosas o los penales errados pueden ser mucho más que acciones que nacen, se desarrollan y terminan en un pestañeo: a veces, muy cada tanto, se mutan en acontecimientos perpetuos. Cuando Luis Suárez tocó la pelota con la mano ante Ghana, en el Mundial Sudáfrica 2010, lo hizo durante menos de un segundo, pero es como si lo hubiera hecho para siempre: esa acción instintiva, un acto de supervivencia que seguiría con la definición fallida de Asamoah Gyan y con la picada de Sebastián Abreu en la definición posterior, es un Vine que se repite una y otra vez en la historia moderna del fútbol uruguayo.
La reconstrucción de una jugada que comenzó hace cuatro años (el 2 de julio de 2010) y no tiene fecha de vencimiento arranca, en realidad, con una rebeldía: Suárez, siempre indócil, entonces goleador emergente en el Ajax de Holanda y hoy icono global en el Barcelona, no sólo no tenía que usar su mano para despejar el remate al gol de Dominic Adiyiah, sino que tampoco debía estar en la línea: en concreto, al 9 uruguayo le correspondía marcar a un rival asignado. La grandeza de su desobediencia fue que Suárez olió el azufre del posible gol de Ghana y se recluyó detrás de Fernando Muslera para inventarse como un segundo (y prohibido) arquero.

Iban 119 minutos de una tipología de partido, los cuartos de final de un Mundial, que Uruguay no conocía hacía 40 años, desde México 1970, y que sólo dos países africanos habían jugado, pero no superado (Camerún perdió con Inglaterra en 1990 y Senegal ante Turquía en 2002). Dicho así no parece tanto, pero la recompensa era fabulosa: las semifinales de una Copa del Mundo, el salto a los cuatro mejores para un país que empuja desde su pasado (Uruguay) o para otro que se impulsa al futuro (Ghana).

Con el partido 1 a 1 en el estadio Soccer City de Johannesburgo (zurdazo desde 35 metros de Sulley Muntari y tiro libre de Diego Forlán dentro del tiempo reglamentario), parecía inevitable la definición con remates desde el punto penal. Faltaban segundos para que terminara el alargue cuando Jorge Fucile cometió una infracción sobre la derecha de la defensa uruguaya. Nada demasiado atemorizante, en principio, y, sin embargo, de ese tiro libre no se eyectaría un centro sino un cuchillo al área de Muslera.
En realidad, en las cámaras de Tres millones, la película que Jaime Ross filmó en Sudáfrica (y estrenó en 2011), se advierte que la pesadilla nace a partir de un malentendido: la falta fue una indicación equivocada del árbitro asistente portugués, José Manuel Silva, testigo principal de la supuesta infracción. Fucile no tocó a Adiyiah pero el delantero ghanés (el mismo que después remataría al gol y provocaría la mano de Suárez) simuló el contacto con buena teatralidad. Tal vez porque sabía que era el momento más sensible del partido (y por qué no, de su biografía como futbolista, y de las carreras de todos sus compañeros), el entonces defensor del Porto le recriminó el error al juez principal, Olegario Benquerenca, como si este lo hubiese enviado a la silla eléctrica.

En el libro de perfiles que la periodista Ana Laura Lissardy trazó sobre los 23 jugadores uruguayos en Sudáfrica 2010 (Vamos que vamos, un equipo, un país, de editorial Aguilar, que fue publicado en 2011 y a los pocos meses ya había lanzado cuatro ediciones), Fucile revela que arrastraba un asunto personal con el árbitro: en su último partido antes de viajar al Mundial, por la liga portuguesa, el defensor había sido expulsado por el propio Benquerenca.

“No, otra vez no, no podés hacerme esto otra vez”, se persiguió el uruguayo ante el árbitro cuando el cronómetro, ya convertido en una bomba de tiempo, marcaba 120 minutos.

LUISITO festeja en andas al término del partido.
Un repaso a la jugada todavía provoca taquicardia: John Pantsil ejecutó el tiro libre y provocó un Chernobyl en el área uruguaya. Kevin Prince Boateng se anticipó y descolocó a todos, incluido al puñetazo temerario de Muslera en el borde del área chica, y la Jabulani (una pelota demasiado liviana y con recorrido indescifrable, el terror de los arqueros) recayó en Stephen Appiah, que remató hacia el arco vacío. Era gol, era el triunfo reivindicatorio de Ghana (y de toda Africa, por algo los hinchas sudafricanos alentaban a sus vecinos), pero Suárez lo interrumpió por primera vez, en este caso con el pie: el delantero había presagiado el desastre, se había olvidado de su marca y se había instalado en la línea del arco como si fuera la última frontera a defender (que de hecho lo era). El problema fue que, con Muslera todavía fuera de acción, la Jabulani recayó en Adiyiah, que intentó el gol con un cabezazo elevado: Fucile tiró el manotazo para evitarlo, pero no llegó. Fue Suárez, entonces, quien se inmolaría: el delantero rechazó la pelota con la mano izquierda, como si emulara a Mario Kempes contra Polonia en el Mundial Argentina 78, y cometió penal a cambio de ser expulsado.

Las tomas inéditas de Tres millones demuestran que hubo un doble off side en la jugada, primero cuando salió el centro de Pantsil y después cuando cabeceó Boateng, pero la terna portuguesa no lo sancionó. Muslera contó, además, en Vamos que vamos que, al perder de vista la pelota, pensó que el cabezazo de Adiyiah terminaría en gol: no sabía que Suárez estaba detrás de él. Ya cobrado el penal, Fucile intentó una nueva negociación con Benquerenca, pero otra vez fue un vano: “Fui yo, expulsame a mí”, le pidió al árbitro. El defensor estaba dispuesto a sacrificarse con tal de que Suárez permaneciera en la cancha, por más que solo faltaran segundos para que terminara el partido (y se suponía que también la participación uruguaya en el Mundial).

En su perfil dedicado a Suárez, Lissardy consiguió el testimonio del goleador y de su mujer, Sofía. La reconstrucción es reveladora, en especial cuando Suárez se culpa en primera instancia por su reacción. “Luis salía de la cancha dolorido y avergonzado, diciéndose para sus adentros: ‘¿Qué hiciste tarado, por qué la tocaste con la mano?’”, escribió la periodista uruguaya. Es notable cómo a la pareja de Suárez, enfrente del televisor, y a ocho mil kilómetros de Sudáfrica (estaba en Barcelona, embarazada de ocho meses del primer hijo que tendría con Suárez), también le surgió un impulso recriminatorio:

-Fue ‘el Salta’ -gritó la mujer del goleador devenido en arquero, en referencia al apodo familiar de Suárez, nacido en Salto, en el límite con la entrerriana Concordia.
-No, no fue él, quedate tranquila -le respondió a Sofía su padre, al lado suyo.

-Sí, fue ‘el Salta’. No lo puedo creer. ¿Qué hizo? -se lamentó la esposa del héroe todavía trágico.

La transmisión del partido mostró a Suárez yéndose de la cancha restregándose las lágrimas con su camiseta. Lo que no sabíamos, y el delantero se lo diría un año después a Lissardy, es que también se atormentaba: “No sé por qué la toqué con la mano”. Aunque en ese momento no podía interpretarlo, su autoflagelo era injusto porque Suárez no tenía otra opción: si no interponía su mano, era gol. El delantero entró al pasillo que lo llevaría a los vestuarios del Soccer City y en el camino se encontró una pantalla: allí vio como el penal de Asamoah Gyan pegó en el travesaño y siguió viaje por arriba. “Fue como si nos pusieran un tiro en la sien, y el tiro no saliera”, graficó Jaime Roos en Tres millones.

“¡Entonces lo hice bien, lo hice bien!”, pasó a indultarse Suárez, súbitamente despojado de culpa, y recibió el abrazo de Sebastián Eguren, suplente esa noche. El 9 se acababa de convertir en mártir y una cámara de televisión descubrió su repiqueteo aliviado: Suárez había eludido el sino de una jugada que amenazaba con convertirse en pesadilla pero que de un segundo a otro se había transformado en un monumento al arrojo. Enseguida continuó su camino hacia los vestuarios para emprender una misión urgente, un tipo de detalles al que los hinchas (y los periodistas) no solemos acceder: mientras el mundo no salía de su fascinación por la mano de Suárez y el penal errado de Gyan, el 9 uruguayo quería hablar por teléfono. Entonces, mientras las tribunas se derretían a la espera de la definición, Luis discó desde Johannesburgo hacia Barcelona.

“Quedate tranquila que, si no, vas a tener a Delfina en cualquier momento. Vos quedate tranquila”, le dijo Suárez a su mujer embarazada, según se lee en Vamos que vamos.

Luis y Sofía pasaron a comunicarse con mensajes de textos durante los penales (hasta que Suárez tiró su teléfono contra una pared cuando Maximiliano Pereira erró su remate), pero entonces el protagonismo ya se había trasladado a otro delantero, Sebastián Abreu, hasta ese partido de participación marginal en el Mundial: no había entrado ni un minuto en los cuatro juegos previos de Uruguay en Sudáfrica.

El día anterior al partido con Ghana, el técnico uruguayo, Oscar Tabárez, dispuso que cada jugador pateara tres penales. Presumía que el empate era una posibilidad. El ensayo de Abreu resultó un desastre: no convirtió ninguno. El primero pegó en el palo, el segundo lo atajó el arquero y en el tercero intentó su definición habitual, picar la pelota, pero la Jabulani (condicionada por su liviandad y por la altura de Johannesburgo) viajó por encima del travesaño. O sea, ni siquiera acertó con su sello personal, la jugada que, en realidad, registró e inmortalizó el checoslovaco Antonín Panenka en la final de la Eurocopa 1976 contra el entonces campeón del mundo, Alemania Federal, y que Abreu rescató varios años después: amagar un disparo fuerte y esperar a que el arquero se lance hacia un costado para, ya con el centro del arco vacío, disparar a media altura, sin mucha potencia y cierto desdén. Es un remate en el que la pelota no tiene que salir eyectada del botín como un teledirigido, sino “saltar” suavemente: se requiere talento, valentía y algo (o mucho) de locura.

NUEVA VISION de la atajada de Suárez ante Ghana.
Abreu contó la trama de su decisión más famosa en El Gráfico, en la entrevista 100x100 publicada en junio de 2013. En medio del desconcierto del día anterior al partido, cuando El Loco había errado sus tres disparos, Eguren se le acercó e intentó darle ánimo: “Papote, vamo’ arriba que capaz mañana te necesitemos”. Abreu, tocado en su vanidad, sintió que no debía mostrar flaquezas:

“Tranquilo, que mañana pasamos con la firma de la casa”, le respondió El Loco mientras salía del Soccer City.

Eguren advirtió el significado de esa frase. Y entró en pánico: “No, no me hagas eso, acá no da, acá no da. Decime si la vas a pinchar (un sinónimo de picar la pelota en el argot futbolero) que me tomo ya una pastilla para el corazón”, le suplicó.

Abreu finalmente debutó en el Mundial al día siguiente: reemplazó a Edinson Cavani a los 31 minutos del segundo tiempo. Su gran aporte, sin embargo, comenzó después del alargue, cuando Oscar Tabárez designó a los cinco pateadores para definir el duelo. El técnico dispuso que El Loco ejecutara en tercer turno pero Abreu, como Suárez había hecho con su mano en el área uruguaya, se rebeló: “No, Maestro, ¿no me deja el quinto? Quiero definirlo”. Tabárez accedió al pedido a la vez que el capitán del equipo, Forlán, le preguntaba a Muslera si prefería arrancar la serie con Uruguay pateando o con él atajando. El arquero recordó sus antecedentes en el Lazio, su club, y le respondió que lo mejor era que comenzara alguno de sus compañeros. Así sucedió: Forlán abrió la serie.

Abreu es un picador crónico de penales (según le contó a Diego Borinsky en las 100x100, de 25 penales que pateó de esa manera, convirtió 23), así que empezó a estudiar los movimientos del arquero ghanés. El Loco advirtió que Richard Kingston, entonces en el Wigan, elegía un lugar y se tiraba un segundo antes de que el pateador uruguayo impactara la pelota. A su lado, en el centro del campo, mirando los penales a 50 metros de distancia, estaba Fucile. Abreu percibió que podría realizar su jugada.

“Necesitaba un aliado, así que después del primer penal le digo a Fucile: ‘Fuci, se movió el arquero, ¿no?’. Y Fuci me dijo que sí. Lo mismo en el segundo (ejecutado por Mauricio Victorino): ‘Sí, Loco, sí, se volvió a mover’, me confirmó. Hasta que en el tercer penal (el de Andrés Scotti) le repito la pregunta y Fuci me responde: ‘Sí, se movió. Picala y no rompas más los huevos’”, reconstruyó entre risas Abreu, que efectivamente picaría su penal, el decisivo, el que le permitiría a Uruguay avanzar a las semifinales.
Si todo héroe se alimenta de un antihéroe, Suárez y Abreu necesitaron la desgracia de Gyan. “Antes de patear el penal me dije: ‘Ya está, voy a hacer el gol, hacer mi bailecito y hacer feliz a todo el mundo’. Sabía que todos confiaban en mí y yo sabía que iba a ser gol. Mi récord pateando penales era excelente, había hecho tres goles en el Mundial, dos de penal, y todo el mundo ya estaba festejando”, se confesaría cuatro años después el ghanés, que además convirtió un gol en Alemania 2006 y otros dos en Brasil 2014. “A veces, cuando estoy solo, vuelvo a mirar ese partido (contra Uruguay). Posiblemente ya lo haya visto 20 veces. Cómo deseo que vuelva a jugarse otra vez. Cómo me duele. Es algo que nunca olvidaré”, profundizó el delantero del Al Ain de Emiratos Arabes durante una entrevista al diario The Nation, de Abu Dhabi, en mayo de 2014, poco antes de viajar a Brasil para el tercer Mundial de su carrera. En la charla también dijo: “Ghana odia a Suárez, pero yo hubiera hecho lo mismo que él”. Esa jugada que duró un pestañeo y que, sin embargo, ya cumplió cuatro años.

Por Andrés Burgo. Fotos: AFP

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