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España 82: El Salvador y la historia de un gol

Por Redacción EG · 21 de marzo de 2024

Envuelto en una sangrienta guerra civil, sorpresivamente El Salvador se clasificó al Mundial. En el debut perdió ¡10 a 1! con los húngaros. Pero aquel gol, el único del país en un Mundial, se convirtió en leyenda.


El Salvador ya se había manchado con sangre cuando estalló la última guerra civil, en 1980. Casi cuatro décadas de sucesivos gobiernos militares, con los desajustes sociales imaginados en tales casos de dominación autoritaria, enloquecieron al país con rivalidades y tiros.

El Salvador solo anotó un gol en la historia de los mundiales. Una película refleja la epopeya de aquella selección, consuelo popular de un país devastado por la guerra civil.

Como en el resto de esa Latinoamérica hirviente de los años ’70, fue la patria de varias organizaciones guerrilleras que gastaban sus sueños de igualdad a punta de escopeta. Grupos y escisiones de esos grupos lo fueron dividiendo todavía más. Y esa brecha duró doce años desde su estallido en el 80. De nada sirve citar los bandos, meros nombres combativos que olvidaríamos en la siguiente oración. Vale la pena sugerir la magnitud del conflicto: 100 mil asesinados. Los únicos momentos de paz que hubo durante aquellos años tormentosos, espejismos entre tantos comandos y cárceles clandestinas, fueron dados por la selección nacional de fútbol.

UNO, la historia de un gol, es un documental que da cuenta de la epopeya de El Salvador en lo que fue la segunda clasificación de su historia para una Copa del Mundo, España 1982, desde las eliminatorias hasta los tres partidos que disputó en aquel Mundial. Es, como sugiere el título, la historia de un momento, un momento que sin embargo se carga sobre sus espaldas lo eterno que sobrevive alrededor de un partido de fútbol. En la página de Facebook de la película, estrenada en 2010, se leen montones de mensajes en agradecimiento a esos futbolistas, que durante dos años fueron el consuelo popular de una nación devastada por el horror.

Los futbolistas viajaron a España conscientes del fuego que sitiaba las calles de su país, acaso con la obligación extra de reparar algo de esa identidad que la guerra se iba llevando. Porque las bombas cesaron durante los partidos de la selección, verdaderas treguas no pactadas entre ambos bandos. En las eliminatorias, el estadio nacional se llenó en cada partido. Allí nunca sucedieron tiroteos. El Salvador se quedó con la única plaza destinada para los equipos de la Concacaf, ese lugar que no pudo ser del México de Hugo Sánchez. La hazaña no la esperaban ni los organizadores del Mundial, que tuvieron que volver a pintar el micro de la delegación al que ya habían ploteado con los colores mexicanos.

El viaje fue una sucesión de escalas innecesarias; los jugadores tenían entre cinco y seis meses por cobrar, llegaron a España a la deriva, tuvieron que alojarse en un campo de tiro en las afueras de Madrid, sin banderines para intercambiar con los rivales antes de los partidos, ni pelotas para los entrenamientos en territorio mundialista. Como si fuera poco gran parte de la prensa internacional tildaba a los jugadores de guerrilleros. Por eso hasta último momento se previó la baja de El Salvador, cuyos dirigentes no pusieron demasiado empeño en la planificación de la travesía, al contrario, estaban sospechados de manipular los fondos que habían sido recaudados para el equipo. Las estrategias de recaudación fueron bien variadas: desde donaciones en McDonald’s hasta aportes de empresarios. “Faltaba el dinero e igual los dirigentes viajaron con sus esposas y sus hijos”, reclaman los protagonistas de esta historia.

 El 25 de junio de 1986 La Selecta volvió a disputar un partido mundialista después de doce años. A diferencia de lo que había ocurrido en México 1970, en España conseguiría convertir un gol por primera y única vez en la máxima competencia. Ese día Hungría le ganó 10 a 1, la mayor goleada registrada en una copa del mundo. Ese uno (Luis Ramírez Zapata), sin embargo, parió el mito de aquella selección, hoy faro y emblema deportivo de un país que la recuerda entre la tristeza y el agradecimiento. Símbolo de la lucha contra la adversidad, a esos jugadores les faltó el empuje de una estructura que consolidara un futuro similar. Jorge el Mágico González, de destacada trayectoria en el fútbol español, Jaime la Chelona Rodríguez y Norberto el Pajarito Huezo fueron las puntas de lanza de un equipo que se ahogó rápidamente en el calificativo de “buena camada”.

La mirada compasiva y heroica tardó algunos años en fermentar. Como suele ocurrir en otros países tanto tiempo oprimidos por la violencia, solo el paso del tiempo consiguió poner las cosas en su lugar. De hecho, después de los 10 goles en contra frente a Hungría, ninguno de los futbolistas se salvó del escarnio de la prensa local, que avivó la teoría del papelón y la vergüenza nacional. En el búnker salvadoreño se comentaban con mutua compasión los calificativos que el periodismo le iba dando a cada uno de los jugadores. El más castigado fue el arquero, Luis el Negro Guevara Mora, de apenas 20 años, que pensó en abandonar el fútbol y no regresar a su país.

Si con los húngaros había sido una vergüenza, frente Bélgica, subcampeón de Europa, y la Argentina de Maradona, campeón del mundo, los esperaba el infierno. La unánime coartada del plantel después del primer partido - nerviosismo, ansiedad, inexperiencia- se ajustó a lo ocurrido en los dos siguientes. Porque contra los belgas, derrota 1 a 0, El Salvador lo perdió más por falta de puntería en los metros finales que por el empuje insostenible de su rival. Y los argentinos tuvieron que transpirar para llevarse la victoria, 2 a 0, en la última presentación. En el film los testimonios sobre ese partido contra el equipo de Menotti recaen sobre las mismas anécdotas: el presagio de Maradona – “Si Hungría les hizo 10, yo les voy a hacer 11”-, el aguante de Diego para soportar las patadas sin chistar – “Le pegábamos y ahí nomás se levantaba, sin quejas ni reproches”-, y el acoso intimidatorio del Tolo Gallego – “Guerrilleros de mierda, los vamos a matar”.

El desprecio y la indiferencia cargaron contra los jugadores al regreso. La historia, de equipo de fútbol sonajero de pueblo herido, puede ser vista desde las lentes de nuestra historia. Casualmente en la Argentina un gran número de voces se alzaron, críticas, contra la Selección del 82 por haber participado del Mundial a pesar del infierno de Malvinas. La diferencia se sostiene en el reconocimiento que los jugadores y el resto de la sociedad salvadoreña asumieron del conflicto civil. Allí no hubo estrategias de ocultamiento, miradas para los costados. El fútbol fue una compresa de agua helada sobre la histeria marcial que descomponía las calles. El día que El Salvador hizo un gol, ese país se habrá olvidado de todo y dejado escapar una sonrisa.

[AM]


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