(SIN CATEGORÍA)

Nacionalizados por un sueño

Por Redacción EG · 27 de junio de 2014

Nacieron en un país, pero jugaron Mundiales –y hasta salieron campeones– con la camiseta de otro. Polacos y ghaneses en Alemania, brasileños en España, africanos en Francia, caribeños en Holanda, argentinos en Italia, México o España... Una tendencia que arrancó en Uruguay 30 y jamás paró.


 Nota publicada en la edición de junio de 2014 de El Gráfico

LOS ARGENTINOS Monti y Orsi (Italia), Francia 98 con gran aporte inmigratorio, el húngaro Kubala (España), el argentino Sívori (Italia), el surinamés Davis (Holanda) y los argentinos Camoranesi (Italia) y Pizzi (España).
Algunos lo hacen para defender la sangre de sus padres. Otros, porque ese lugar les ofreció posibilidades negadas en el de su origen. Y también están quienes acceden a través de un ofrecimiento económico. Porque, a veces, el cambio no depende más que de un trámite administrativo, de un papel que así lo autorice, y punto. El fútbol, como pocos fenómenos en el mundo, se apropió del concepto de nacionalidad y lo fue reconfigurando de acuerdo a sus hábitos y a sus necesidades. Hitler le ordenó al plantel que fue a jugar el Mundial de Francia 38 hacer el saludo nazi antes del partido y lucir una esvástica en las remeras, exponiendo al equipo a la dura rechifla de los 20 mil parisinos que repudiaban las insolencias arias. Ninguno hubiese imaginado, ni en el más alunado de sus pensamientos, que 70 años más tarde el músculo alemán sería irrigado con sangre turca, polaca, brasilera, española, tunecina o ghanesa. A pesar de que Europa occidental avanza en bloque hacia políticas xenófobas y antimigratorias como extraño remedio a sus problemas domésticos, es allí donde el fútbol desarrolló una particular habilidad para arriar e izar banderas de acuerdo a sus propias conveniencias.

El reciente caso de Diego Costa fue el que más puso en evidencia este comportamiento, en el cual se mezclaron los intereses del jugador con el lobby que la Real Federación Española de Fútbol hizo en cuanto estrado tuvo que presentarse para quedarse con los servicios del goleador brasilero de cara al próximo Mundial. La polémica ya se arrastra desde el torneo anterior, cuando Sudáfrica estableció un nuevo récord de nacionalizados en una Copa del Mundo. Fueron 77, aunque 17 de ellos eran hijos de argelinos nacidos en Francia que no mantenían ningún vínculo afectivo con el país que figuraba en su documento. De todos modos, sólo cinco de las 32 selecciones pudieron jactarse de presentar un plantel ciento por ciento nativo: tres europeas (Inglaterra, España y Eslovaquia) y dos latinoamericanas (Honduras y Brasil). Por su parte, Argentina tuvo siete futbolistas jugando para otras selecciones: Nestor Ortigoza, Jonathan Santana y Lucas Barrios en Paraguay; Matías Fernández en Chile; Guillermo Franco en México; Fernando Muslera en Uruguay y Mauro Camoranesi, que venía de ser campeón con Italia en el Mundial anterior. Brasil, al igual que Portugal, aportó seis, uno más que Suiza y Alemania.

El fenómeno data ya del primer Mundial, al que Estados Unidos llegó a semifinales de la mano de varios ex profesionales escoceses. Atilio Demaría y Luis Monti perdieron la final ante Uruguay y luego se dieron el gusto en 1934, aunque jugando para Italia. No fueron los únicos argentinos del campeón: también estuvieron Raimundo Orsi, figura del torneo, y Enrique Guaita, que venía de ser el último goleador del Calcio. Otro campeón sin bandera fue Ernesto Vidal, un italiano que vivió en Argentina, se nacionalizó uruguayo y participó del Maracanazo del 50. El nicoleño Omar Sívori participó con Italia en Chile 62, último Mundial en el que la FIFA le permitió a los jugadores participar sucesivamente de varias selecciones.

A pesar de esa decisión, los futbolistas y las distintas federaciones comenzaron a tener que cumplir cada vez más requisitos para lograr un cambio de nacionalidad. Los países más beneficiados en este nuevo escenario fueron aquellos que mantenían vínculos cuanto menos culturales con aquellas que habían sido sus colonias hasta no hacía mucho tiempo atrás. El caso más emblemático fue el de Francia, nutrido históricamente con talentos de las áfricas árabe y negra y de sus viejos enclaves en el Caribe, llegó a ganar el Mundial que organizó en 1998 con el aporte de diez banderas diferentes.

Claro que también hubo nacionalizaciones que sólo respondieron a fines económicos o profesionales, y ese fue el punto desde el cual se expandieron las polémicas más urticantes a partir de conductas que no siempre respondían a estímulos afectivos o emotivos. Para clasificar al Mundial de Alemania 2006, Qatar pretendió hacerse de varios brasileros con sus inagotables petrodólares como único argumento. No eran estrellas de primera línea, pero jugaban en ligas definitivamente más competitivas que la qatarí, como Aílton, del Werder Bremen, o Dedé y Leandro, del Borussia Dortmund. La FIFA, temiendo que el fenómeno se expandiera hacia otros países de nulo predicamento futbolero pero con abultados presupuestos para tales fines, presionó para que eso no ocurriera y lanzó una batería de modificaciones para los procesos de nacionalización, a la vez que por lo bajo entregaba a Qatar la organización del Mundial 2022, acaso como medida resarcitoria.

A partir de ese entonces, la FIFA estableció cuatro criterios generales para aspirar a un cambio de bandera y jugar en una selección diferente a la que por documentos le corresponde: haber nacido en el país en cuestión, ser hijo o nieto de un nativo y haber vivido al menos cinco años de manera continua, además de no registrar ningún partido oficial con otra selección.

Esta última aclaración es la que le permitió al brasilero Diego Costa inscribirse como convocable español un año después de haber debutado con la selección de Brasil, ya que esos escasos minutos en los que vistió la verdeamarelha ante Italia fueron en un partido amistoso que no revestía carácter oficial. La polémica generada tuvo más que ver con la histeria de los entrenadores que con impedimentos administrativos: Luiz Felipe Scolari, que lo ignoró cuando lo tuvo a disposición, estalló en furia tras enterarse de que Vicente del Bosque lo había tentado para jugar por España, aprovechándose de su repentina explosión en el Atlético de Madrid.

HIGUAIN nació en Francia. en Brasil 2014 podría convertirse en el primer nacido fuera de Argentina en salir campeón del mundo con la albiceleste.
Costa será el décimo naturalizado que juegue para la selección ibérica. Antes estuvieron los húngaros Ferenc Puskas y Ladislavo Kubala (que, además, fue el DT más duradero de la Roja, con once años en el banquillo) y los argentinos Alfredo Di Stéfano, Ramón Heredia, Juan Antonio Pizzi y Mariano Pernía. Además hubo otros tres hombres de Brasil, un país que también ha aportado a destinos que poco tienen que ver con el Amazonas y la feijoada como Croacia, Alemania, Italia y hasta Japón. Más natural resulta verlos representando a Portugal, tales los casos de Deco en otro tiempo y de Pepe en la actualidad. El país luso, a su vez, un ejemplo del reaprovechamiento que el fútbol hizo de los viejos vínculos coloniales, en una línea temporal que une a Eusebio (la Pantera de Mozambique), con Nani, extremo del Manchester United nacido en Cabo Verde. Y, hasta no hace mucho tiempo, brillaban en Holanda futbolistas originarios de Surinam, como Clarence Seedorf, Edgar Davids o Jimmy Floyd Hasselbaink.

Aunque ninguno de esos países se valió tanto de la sangre otrora sometida como Francia, que alzó su única Copa del Mundo con manos de diez procedencias diferentes. En el plantel estaban Christian Karembeau, de Nueva Caledonia; Bernard Lama, de ascendencia guyana; Marcel Desailly, ghanés; Patrick Vieira, nacido en Senegal; Youri Djorkaeff, descendiente de armenios; Zinedine Zidane, de origen argelino; Thierry Henry, con raíces en las Antillas Menores, y David Trezeguet, nacido mientras su papá argentino jugaba en Francia. A pesar de que sus conocimientos esotéricos lo llevaron a tomar decisiones insólitas (como, por ejemplo, convocar jugadores según su condición astral), Raymond Domeneche continuó esa tradición multiétnica con los africanos Patrice Evra, Patrick Vieira, Claude Makélelé y Marcell Desailly, lo que despertó el fastidio de Jean-Marie Le Pen, líder de la ultraderecha gala, quien opinó que el entrenador había “exagerado la proporción de jugadores de color”.

No son pocos los casos de expresiones xenófobas ante la presencia de inmigrantes en la selección nacional de fútbol. Italia, que históricamente acuñó esfuerzos argentinos (Gabriel Paletta es el más reciente) no parece aceptar con unanimidad la permanente presencia de sudamericanos en las últimas convocatorias. La Liga del Norte, que además de exigir la autonomización de la Llanura de Padania insiste con endurecer las políticas migratorias del país, consideró en 2011 que la convocatoria del argentino Daniel Osvaldo “certifica el fracaso definitivo de la política de la Federación Italiana, transformando un proyecto destinado a nuestros jóvenes talentos en una pensión para nativos”.

KLOSE nació en Opole, en el sur de Polonia, pero le brindó sus goles a la selección alemana.
En Alemania, los cambios parecen producirse de manera más armónica, casi funcional, aceptando modificar el código genético de su selección en beneficio de sus resultados. Y mal no le fue: si el polaco Miroslav Klose anota dos goles en Brasil se convertirá en el máximo artillero en la historia de los Mundiales. Desde 2002 hasta la fecha, la escuadra germana alcanzó el podio en seis de las siete competencias internaciones donde compitió (tres Mundiales, dos Eurocopas y una Copa de las Cofederaciones), debido en gran parte a las prestaciones de Lukas Podolski y Piotr Trochowsky, de Polonia; Sami Khedira, de raíces tunecinas; Mesut Özil y de Ilkay Gündogan, de ascendencia turca; los brasileros Cacau y Kevin Kuranyi y hasta un descendiente de ghaneses: Jerome Boateng. Al revés de todos ellos, Cha Du-Ri nació en Alemania pero prefirió defender los colores que le legaron sus padres, jugando para Corea del Sur en los Mundiales de 2002, 2006 y 2010.

A la cabeza de los casos más discutidos está Jong Tae-Se, que jugó en Sudáfrica 2010 para Corea del Norte pese a no ser ni de Corea, ni del Norte, sino el hijo japonés de una mujer surcoreana que pudo lograr su actual nacionalidad gracias a unas complejas maniobras burocráticas. Algo similar había ocurrido dos años antes, cuando el brasilero Roger Guerreiro jugó en la Eurocopa de Austria y Suiza con Polonia porque el presidente de ese país aceptó omitir las normas constitucionales que su naturalización infringían. En ese torneo jugó otro paisano suyo, Marco Aurelio, quien participó de la hazaña turca que acabó en semifinales.
Otro que se vio beneficiado por las facilidades que le ofreció un país ajeno pero interesado fue Roberto Colautti, que tras un discreto paso por Boca emigró al fútbol israelí y causó furor como goleador del Maccabi Haifa. Eso sí: para obtener la nacionalidad que le permitió jugar en la selección hebrea tuvo que casarse con su novia, oriunda de aquel país.

No tuvo la misma fortuna Rubens Sambueza cuando intentó jugar para México, ya que a pesar de haber logrado la nacionalidad azteca pesaba sobre él un antecedente en la selección argentina Sub 20 que lo inhabilita para viajar a Brasil 2014 con El Tri. El caso fue muy discutido en aquel país y trajo el recuerdo de Gonzalo Higuain, otro argentino entreverado bajo el fuego cruzado de dos federaciones. Sus especulaciones para inclinarse por una patria futbolística despertaron el encono de la Federación Francesa y también de la AFA, ya que a ambas les rechazó las primeras convocatorias mientras ganaba tiempo para decidir bajo qué bandera jugar. Resuelta la novela, el futbolista nacido en el oeste de Francia decidió representar al país de sus padres, teniendo en mes próximo una oportunidad histórica: la de convertirse en el primer extranjero que sale campeón mundial con Argentina.

Por: Juan Ignacio Provendola / Fotos: Archivo El Gráfico
 

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