Eduardo Sacheri

"LA TÁCTICA DEL AVESTRUZ". UN TEXTO DE EDUARDO SACHERI

El genial autor argentino, con otro de sus cuentos, en exclusiva: para leer y reflexionar.

Por Redacción EG ·

16 de noviembre de 2014

 Nota publicada en la edición de noviembre de 2014 de El Gráfico

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Los chicos hacen preguntas incómodas. Y no me refiero a las típicas y simpáticas interrogaciones vinculadas con el origen de los bebés, sino a otras que tienen que ver con las cosas más difíciles, más injustas, más dolorosas.

Uno lleva a un hijo de la mano, pasa frente a un mendigo que le pide una limosna y sigue adelante sin volver la cabeza ni detenerse. Es posible que uno, después, tenga que explicar varias cosas. ¿Por qué hay gente que pide limosna? ¿Qué es la pobreza? Y la más difícil de todas. ¿Por qué uno pasó por delante del mendigo y siguió caminando con indiferencia?

Una hija contempla, absorta, a alguien que sufre una discapacidad. La mirada fija en una silla de ruedas, un bastón blanco, los rasgos de un rostro con síndrome de Down. Nosotros, incómodos, le decimos que no mire así, que no clave esos ojos asombrados. También aquí se suscitarán las preguntas. ¿Qué le pasa a ese señor? ¿Qué tiene ese chico? Y la más difícil de todas: ¿Por qué le pasó eso?, que es un modo de preguntar “¿Nos puede pasar a nosotros? ¿Me puede pasar a mí?”.

Y existe todavía un ámbito de preguntas más difíciles, y son las que tienen que ver con la muerte. Ahí tenemos que apelar a toda nuestra serenidad, porque es en ese sitio donde se juegan las angustias más profundas y más definitivas. Nuestros hijos nacen y crecen convencidos de que el mundo es perpetuo tal como lo conocieron. La muerte no es una idea que brote solita. No. Nace del peor modo. Nace con la experiencia de la muerte. Crecemos convencidos de que somos inmunes a las pérdidas, hasta que perdemos.

En el mejor de los casos, las primeras muertes pueden justificarse con la cuestión de la vejez. Un abuelito, por ejemplo. Podemos salir al cruce de la angustia explicando que la gente muere de vieja, después de muchos, muchos años de vivir. Es un buen conjuro. No podemos evitar la muerte, pero podemos patearla décadas y décadas hacia el porvenir. Si nos toca morir, suponiendo que tal cosa nos suceda, nos tocará dentro de muchísimo tiempo.

A veces no tenemos tanta suerte, porque la muerte se las ingenia para burlar esa teoría cándida de que saldrá a nuestro encuentro en la vejez. Muere alguien joven, muere alguien imprevisto. Y la angustia de nuestros hijos por entender, y la nuestra por explicar, no podrá descansar en ese placebo de los muchos muchos años ni de los viejitos muy viejitos.

Y ahí estaremos intentando explicar lo que ni siquiera nosotros entendemos, lo que ni siquiera nosotros aceptamos. Es injusto. Tan injusto que resulta inaceptable. Pero explicaremos. Intentaremos que esa angustia mengue de alguna manera. Buscaremos palabras y las encontraremos. Mejores o peores, pero alguna explicación hallaremos, como placebo. Sentimos que nuestros hijos son demasiado chicos como para enfrentarlos con la brutal simplicidad del mundo. Por eso explicamos.

Claro que los chicos crecen. Y en algún momento nos damos cuenta de que no necesitan que disimulemos las verdades tristes. Tal vez la madurez es eso: la posibilidad de enfrentar el lado espantoso de la vida con la honestidad del silencio. Sin palabras que escondan, que oculten, que disimulen. Sin discursos cándidos que intentan escapar por la tangente. Sin trucos ingenuos que no conjuran nada, que no sirven nada más que para aquietar un poco las angustias.

¿Qué tiene que ver toda esta larga perorata con los temas deportivos que El Gráfico me pide que trate en estas columnas? ¿Nada, no? Espérese. Espérese amigo lector, que ahí vamos.

Cuando me enteré de que la AFA había decidido cambiar el formato de los torneos, al principio no entendí. Pero no era grave: casi nunca entiendo un montón de decisiones que se toman. Se habló de federalismo y cosas así. Y, en algún rinconcito nostálgico de mi alma, no pude evitar la añoranza por esos viejos Torneos Nacionales de mi niñez. Pero esto es otra cosa. O a mí me suena como otra cosa. Y fue entonces que me vino a la cabeza la imagen esta de padres intentando explicar cosas dolorosas a los hijos. A los hijos chiquitos, a los hijos en esa edad en la que no están listos para las verdades crudas.

Tal vez el tiempo me demuestre que estoy equivocado, pero por el momento no puedo evitar la sensación de que la decisión de armar este nuevo torneo de Primera División tiene, como objetivo primordial, que no descienda nadie.

Ya sé que alguien va a descender, pero para eso falta mucho, mucho tiempo. Un año y medio, mire lo que le digo. Y además, la posibilidad de irse al descenso se reduce drásticamente. Yo no soy ningún experto en estas lides matemáticas, pero no es lo mismo tener 3 chances entre 20, que tener 2 posibilidades entre 30. Según mis modestos cálculos, significa pasar de tener un 15% a un 6,66% de probabilidades de bajar de categoría. Así. De un saque.

Se me dirá que esta benevolencia permitirá que el fútbol se viva “con menos histeria”. Ajá. Pero entonces, quién es culpable de la histeria: ¿El fútbol, los descensos, o los hinchas que no se bancan descender?
Por supuesto que descender es una de las cosas más feas que te puede pasar con tu club. Por supuesto que tus rivales sacan a relucir todo el morbo del que son capaces. Por supuesto que hoy, con tanta tecnología y redes sociales y la mar en coche, estarás obligado a ver, durante un tiempo interminable, videítos cómicos, afiches ocurrentes, publicidades cómplices, banderas dicharacheras, y tu arteria carótida tenderá al diámetro de un acueducto y tu presión arterial se disparará hacia los 23 de máxima y 27 de mínima.

Pero no creo que la solución sea patear los descensos hacia adelante y minimizar su riesgo por el simple expediente de incrementar el número de posibles candidatos a padecerlo. ¿No sería mejor si aprendemos, un poquito aunque sea, a perder y a ganar?

A sufrir sin que se nos note tanto. A gozar sin que la crueldad nos desborde. Ojo que lo que digo se parece bastante a hacer memoria. Porque es algo que, en el fútbol argentino, más o menos supimos hacer. ¿O cómo pensamos que eran las cosas antes de ser como son? ¿O acaso nos creemos que siempre fuimos estos monstruos incendiarios en los que nos hemos convertido en los últimos años? ¿O acaso no existe la posibilidad de bancarte las malas hasta que regresen las buenas?

Un discurso demasiado pobre se nos ha venido metiendo debajo de la piel. Frases hechas al estilo de “ganar es todo” o “el descenso es la muerte” o “vos no existís”, o estupideces por el estilo, que suenan bien y no significan nada. O peor, lo único que significan es que la derrota es la muerte y que hay que salir de ahí como sea, aunque el “como sea” signifique a golpes, piedrazos y furia desatada. Un salir que no es salir. Un salir que es apenas un montón de frustración y nada de fútbol.

Si el fútbol es igual que la vida, igual de definitivo, igual de irreparable, igual de severo, entonces no sirve para nada. Lo bueno del fútbol es que se parece a la vida, pero hasta ahí, por arribita. El fútbol viene a ser una vida en pequeña escala, pero que vuelve a empezar. Cosa que, con la vida de verdad, no sucede. El fútbol es una vida sin muerte, porque siempre hay un partido más, y quién te dice, de repente, estos burros empiezan a jugar bien y remontamos.

No se pueden cambiar un par de décadas en dos días. Ni se puede remar fácil contra esa corriente del supuesto folclore y del benemérito aguante. Pero seguir en esa línea de “perder es morir y descender ni te cuento” es llevar a los hinchas a una posición infantil y despechada, ingenua y desafortunada.

Y esta decisión de modificar el torneo de Primera me suena a eso. A un discurso tranquilizador para los chicos. Ya que no somos capaces de cambiar el modo de enfrentar las malas, hagamos como si las malas no existieran. Reduzcamos a menos de la mitad las posibilidades de que los clubes grandes y medianos se vayan al descenso. Del mismo modo que, hace un tiempo, hicimos con los hinchas visitantes. Ya que no teníamos la menor idea de cómo hacer para que los locales no se matasen con los visitantes, impedimos de un plumazo que hubiese. Evitamos la violencia a partir del cómodo expediente de sacarles de enfrente al rival. ¿Quedan feúchas las tribunas vacías? ¿Queda renga el ágora de todos los domingos? ¿Se siguen amasijando de lo lindo, ahora entre facciones de la misma barra brava?
Dicen que los avestruces esconden la cabeza en el suelo, para fingir que los problemas y los peligros no existen. No sé si los avestruces hacen semejante cosa. Pero nosotros, evidentemente, sí.

Paciencia. Que lo nuestro no es encontrar soluciones. Sino lindos cuentos para que nuestros hinchas, cada vez más inmaduros, cada vez más niños, puedan conciliar el sueño a la hora de dormir.

Por Eduardo Sacheri