Eduardo Sacheri

“QUERIDO ESTÚPIDO”. UN TEXTO DE EDUARDO SACHERI.

El genial escritor con otro de sus aportes exclusivos para El Gráfico. Al que le quepa el sayo que se lo ponga.

Por Redacción EG ·

30 de marzo de 2014

     Nota publicada en la edición de Marzo de 2014 de El Gráfico

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No olvides que comienzo esta carta llamándote “querido”. Es importante. Es muy importante que tengas en cuenta esa primera palabra del encabezado para que, si de lo que voy a decir a continuación, algún concepto te resulta incómodo, molesto, hasta agraviante, tengas en cuenta que lo primero que hice, al iniciar esta conversación con vos, fue decirte que te quiero, con ese “querido” que inaugura estas líneas.
Es verdad que “sin solución de continuidad”, como decían algunos conductores televisivos de los años setenta, es decir, inmediatamente, a continuación, al toque, te digo “estúpido”. Claro, es cierto que suena contradictorio. Primero te digo que te quiero, y de inmediato te trato poco menos que de imbécil. Pero las relaciones humanas son un poco así, querido estúpido. Uy, se me escapó de vuelta. Qué pena.

Igual me estoy gastando en partidas, como diría el gaucho, porque dediqué dos párrafos al encabezado de esta carta y todavía no entro en materia de lo que quiero decirte. Lo que quiero pedirte, en realidad. Porque el motivo de esta carta, querido estúpido, es formularte un pedido. Me temo que en una de esas esto de tratarte de estúpido genere cierto fastidio, cierta animosidad, de tu parte. Pero… no encuentro otra palabra para calificarte, querido estúpido. Mejor dicho, sí encuentro otras palabras. Varias palabras, más contundentes y, si me apurás, más ajustadas a tu esencia y tu conducta. Pero acá en El Gráfico me parece mejor no escribirlas. Es una revista prestigiosa donde trabajó gente importante de verba incisiva y elegante. Y si yo me pongo, acá, a insultarte con palabras subidas de tono, temo faltar a la digna historia de este medio.

Voy a proceder como cuando era chico y mis papás me tenían prohibidas las malas palabras. Yo las conocía, por supuesto. Y me venían a la mente, y se me asomaban a los labios en esas ocasiones urgentes en que parecía necesitarlas. Pero yo sabía, por experiencia, que era mejor cambiarlas a tiempo, convertirlas en palabras menos malas al momento de decirlas. “Tonto”, “tarado”, “estúpido”, en lugar de esos otros insultos vinculados con formas esféricas o con las actividades profesionales de las madres.
Por eso, querido estúpido, quedemos en eso: en estúpido. Y vayamos al grano.

Primero necesito que te ubiques en el centro de mi filípica. Quiero decir: que te sientas aludido. Que si quiere la buena fortuna que te topes con esta columna, digas, o pienses (porque me alcanza con que lo pienses), “esta columna está escrita pensando en mí”. Eso, necesito. Con eso me alcanza.

También podría decir “querida estúpida” porque es verdad que hay mujeres a las que les cabe el sayo que estoy intentando tejer. Pero mi experiencia me dice que, en la materia en la que me propongo introducirme, son mucho más abundantes los estúpidos que las estúpidas. No me atrevo a especular con porcentajes, porque lo mío no es un estudio científico, sino un hartazgo empírico. Pero, a ojo de buen cubero, me animo a decir que, en el ámbito sobre el que me propongo perorar, debe haber diez o quince estúpidos por cada estúpida. Y por lo tanto, este es un rubro de estúpidos. Así, en masculino. Hay estúpidas, pero en los márgenes numéricos del asunto.

Es a vos, entonces, querido estúpido, a quien pretendo dirigirme. Y para seguir definiendo los alcances del universo de estúpidos, agrego “estúpidos preferentemente padres”. Porque ser progenitor, en este caso de estupidez, es importante, frecuente, abundante. También pueden ser tíos, padrinos, abuelos, hermanos mayores, simples allegados. Pero, en general, son padres.

Padres que concurren a “acompañar” (por ahora quedémonos con ese verbo mentiroso) a sus hijos cuando les toca practicar algún deporte. ¿Estamos más o menos definiendo el campo de incumbencia de mi discurso? Creo que sí. Niños o niñas que son acompañados por un adulto (casi siempre padre, aunque no siempre) a competir en algún deporte.

El deporte puede ser cualquiera. Fútbol, básquet, tenis, hockey, rugby, atletismo, vóley, etc. Y los protagonistas son chicos y chicas. Acá sí, del lado de las víctimas, podemos hablar tanto de género masculino como femenino.

El estúpido (casi siempre padre) acompaña al chico a jugar al fútbol, o a la chica a jugar al hockey, o al chico a jugar al básquet, o a la chica a jugar al vóley… No hablo de un entrenamiento, sino de un partido. Seguro que hay estúpidos que también se comportan como tales en los entrenamientos. Pero esos son estúpidos “Premium”, y yo prefiero quedarme con el estúpido “Básico”. Ese, el básico, se activa los fines de semana, cuando a los chicos y chicas les toca “competir” contra otros clubes, escuelas, barrios, sociedades de fomento o lo que sea.

El estúpido se ubica cerca, bien cerca, demasiado cerca, del límite del campo de juego, y empieza a actuar. La actuación del estúpido consiste, en principio, en un aliento exagerado. No hablamos de un aplauso gentil. No. Hablamos de gritos destemplados, coléricos, extemporáneos. En la paz de la mañana de sábado, en la quietud de la tarde de domingo, el estúpido grita y festeja como si el match al que asiste fuera la final del mundo del deporte que sea. Hablando en términos científicos, se pasa de rosca. Arranca, entonces, en una primera fase, pasado de rosca.

Pero es habitual que el estúpido, más temprano que tarde, pase a la fase dos de su actuación: las indicaciones táctico-estratégicas. “Ponete acá, andá para allá, pegale así, correte para el otro lado”. No importa (porque en el fondo, al estúpido no le importa nada de nada), que su hijo/hija/sobrino/sobrina/nieto/nieta/ahijado/ahijada/etcétera ya tenga un entrenador o entrenadora que todas las semanas comparte tiempo, charlas, explicaciones, sugerencias. Y que dicho entrenador o entrenadora esté también ahí, a un lado de la cancha, intentando no quedar ensordecido por el estúpido. Para peor, a veces esos entrenadores son gente joven a la que le cuesta lidiar con los estúpidos advenedizos. Les cuesta, calculo, porque los puede el asombro. Todavía no han conocido el suficiente mundo como para concluir que sí, que aunque no lo puedan creer, ese que vocifera al costado, atrás, adelante, hasta a horcajadas de ellos, es, nomás, un estúpido de marca mayor.

Alrededor del estúpido crece la incomodidad. Porque claro, hay otros testigos del partido (otros padres, chicos y chicas que están para jugar antes o después, planilleros, curiosos) que advierten que el estúpido está empezando a desbordarse. Peor aún: los chicos y chicas que están jugando no pueden evitar oírlo. Lo más normal, lo esperable, es que se tensen, se distraigan, o se les atraviese la rabia. Pero claro, el estúpido no está ahí para pensar en las consecuencias de su estupidez. Si lo hiciera, no sería tan, tan, pero tan estúpido.

En la tercera fase el estúpido vuelca su frustración hacia los árbitros o los rivales. Por supuesto, hay deportes que se prestan más que otros a esta fase de salvajismo tribunero. En los deportes que insisten en conservar mínimas elegancias es más difícil que el estúpido se atreva a incursionar en esta fase. En el tenis, por ejemplo, que un tipo con el rostro enrojecido se plante delante de un umpire al grito de “Qué cobrás” suena demasiado exagerado. Hasta para el estúpido de marras. Otros deportes, como el básquet o el fútbol, en cambio, son territorio frecuente para el despliegue de esta fase.

La cuarta fase, que es una derivación frecuente de la tercera, incluye el paso del estúpido a la acción directa: intercambio de golpes de puño, patadas y empujones contra terceros. ¿Quién es ese tercero? Muchas veces los destinatarios de su violencia física son otros estúpidos como él. Una solución para el problema de los estúpidos sería que se agredieran entre ellos hasta su extinción como subespecie. Pero eso no sucede. Primero, porque la naturaleza es sabia, pero no tanto. Y segundo, porque muchas veces los estúpidos no pelean entre sí, sino contra otros: árbitros, entrenadores o simples espectadores, quienes han venido al mundo con una dosis tal vez alta, pero no infinita, de paciencia. Y por lo tanto, en el cerebro de cualquier tipo normal y bien nacido llega un punto de no retorno, en el que desaparece la paciencia y se instala, en el cerebro, una idea muy simple: callar al estúpido. Y como no se puede callarlo a base de razonamientos (el estúpido, por definición, no razona), puede ser que la otra persona intente callarlo mediante la acción directa. No sirve, porque el estúpido se siente legitimado en su desborde, porque en el fondo su estupidez se siente más cómoda en el intercambio de bollos que de conceptos, y porque aunque le llenen la cara de dedos seguirá siendo estúpido. Así de simple.

Espero haber sido claro con la descripción del caso. Y por lo tanto es el momento, en esta columna, de volver a dirigirme al estúpido.

Querido estúpido: ¿Te hacés la idea de a qué me refiero? ¿He sido suficientemente claro en el diseño de tu teatro de operaciones? ¿Has sido capaz de identificar el escenario y, sobre todo, a vos mismo como el autor de estos desatinos?

Buenísimo. Gracias por hacerlo. Porque entonces, ahora sí, puedo ir a las preguntas que quería formularte en esta carta. Son varios interrogantes, de modo que te pido paciencia:

¿Qué es, querido estúpido, lo que te lleva a ser así de estúpido? ¿De dónde nace tu necesidad de apropiarte de un partido que no es tuyo para llenarlo con tus propias frustraciones, necedades y bajezas? ¿Qué te impide disfrutar con el juego de tu hijo, tu sobrina, tu nieto, tu ahijada? ¿Qué extraña tara te conduce a importunar así a un montón de personas, muchas de las cuales ni siquiera son adultos, es decir, ni siquiera tienen tu tamaño como para oponerse a tu imbecilidad? La niñez y la adolescencia son etapas breves en la vida, querido estúpido: ¿Qué necesidad tenés de arruinarlas de esa manera?
¿Te frustraron mucho cuando eras pibe? ¿Pensás que si le rompés la paciencia en grado suficiente, a tu hijo/a, se convertirá en un deportista profesional que te llenará de dinero? ¿Estás tan disconforme con lo que sos y lo que hacés que necesitás sacar esa rabia hacia algún lado, y sos tan pusilánime que el único lugar en el que te animás a hacerlo es en este partidito de hockey entre nenas de once años, en esta liga de fútbol infantil, en este torneo interclubes de cadetes de tenis?

Son preguntas para las que no tengo respuesta, querido estúpido. Por eso me tomo la libertad de formulártelas. Porque de hecho sos vos el único que tiene la respuesta. Claro que si te hicieses estas preguntas estarías empezando a dejar de ser estúpido, y no creo que en tu cabecita haya sitio para las dudas. No. Nada de eso. Porque si hay algo que te vuelve estúpido, querido estúpido, es que lo tuyo no son las preguntas, sino las respuestas. Porque uno es estúpido a fuerza de eso. De vivir lleno, plagado, seguro, empachado de respuestas. De respuestas y de gritos inútiles, querido estúpido, dirigidos a chicos que lo único que quieren es jugar, querido estúpido. Jugar sin que vos los interrumpas.

Por Eduardo Sacheri