Eduardo Sacheri

ATORMENTAME QUE ME GUSTA (CONCLUSIÓN). UN TEXTO DE EDUARDO SACHERI.

Una mirada aguda sobre nuestro fútbol en la pluma del genial escritor, en exclusiva para El Gráfico.

Por Redacción EG ·

20 de enero de 2014

 Nota publicada en la edición de enero 2014 de El Gráfico

Imagen
En mi columna del mes pasado me permití repasar el voluntario martirio al que nos sometemos con el único objeto de ver a nuestro equipo en la cancha. Horarios inverosímiles, “trapitos” al acecho, cacheos policiales, baños infectos. Pero eran tantos que se me fue la columna entera en denunciar sólo una porción de esos tormentos. Mi intención original era bosquejar una pintura completa de la pesadilla, y apenas me quedé en el prefacio. Hoy, si me lo permiten, enmendaremos esa falencia. O, como diría Aldo Cammarota en el viejo Telecómicos: “No se vayan que ahora viene lo mejor”.

Como anticipé en la primera parte de este ensayo, téngase en cuenta que estoy poniéndome viejo, y quisquilloso, y encima el fútbol que me prodiga mi equipo está lejos de ser excelso. Por todo ello, sepa el lector hacer a un lado la profunda mordacidad que destilan estas páginas. En diciembre llegamos a la tribuna. Ahora, en enero, dediquémonos al suplicio que nos espera.

Recibamos al equipo
Asoman nuestros jugadores y desde cada rincón del estadio, se despeñan algunos cantos como torrentes embravecidos. El de “Mi buen amigo”, perfecto. Habla de acompañar al equipo en esta campaña, como siempre. De que no nos importa lo que digan los demás. Perfecto. Fidelidad pura. Pero hay otros que me resultan más preocupantes. Me refiero, puntualmente, a dos de ellos. “Hoy hay que ganar”, dice la monocorde lírica del primero. “Pongan huevos”, reza el segundo. El primero me lleva a interrogarme: ¿Por qué hay que ganar justo hoy? Si es por eso, hay que ganar siempre. Cosa imposible, si las hay. Y esa porfía parece conducirnos al segundo cantito: el que se propone apelar a la hombría de nuestros futbolistas. Acá me interrogo: ¿No sería mejor pedirles, sobre todo ahora que están ahí, recién llegaditos, saludando desde el círculo central, que jueguen bien al fútbol? Y ojo que con “bien” no les estoy pidiendo que remeden el gol del Diego a los ingleses, o el funcionamiento del Barcelona 2011. No, papi. Te pido que levantes la cabeza y se la des a un compañero y que este, a su vez, en lugar de devolverla diez metros atrás, intente pasársela a otro compañero que esté adelante. O que cometa la osadía infrecuente de intentar gambetear al tipo que lo está marcando. Yo creo, en mi inocencia, en mi desconocimiento, que si nuestros jugadores logran hacer eso, tenemos ciertas chances de acercarnos al arco rival y, si Dios quiere, meter un gol o hazaña parecida. Y ahí nos acercaríamos a ese primer imperativo que hablaba de ganar. Pero lo veo difícil, si empezamos pidiendo “pongan huevos” en lugar de “jueguen un poco al fútbol”… ¿Será que nos lo impide la métrica del cantito? ¿O lo que nos lo impide es nuestro embrutecimiento? Pero ahí estamos, solicitando testículos en lugar de pelota al piso, y a mí me da mala espina porque siento que ya estamos preparándonos para lo peor.

Y lo peor, claro está, acaece. Porque empieza el partido. Último instante de inocencia. Ese del pitazo inicial. Todo el mundo grita, sin rabia, y con toda la fe. Son dos, tres segundos. Un “vamos” que incluye todas las esperanzas y que no se debe a ninguna incidencia del juego. No. Puro entusiasmo. Pura alegría por estar ahí. Lástima que después el partido sigue.

A ver esos piecitos (o lo que denominaríamos “problemas de perfil”)
Acá te quiero ver. Porque ahí es donde empieza el horror más profundo, la última pesadilla. Es que casi todos tus jugadores, más que jugadores de fútbol, parecen autitos chocadores o peor, autitos chocadores con una ensaladera en el lugar de cada pie. ¿Puede ser que el único tipo que puede usar los dos pies para llevar la pelota sea el dichoso “enganche”? Ya sé que el más hábil suele ser el 10. Pero una cosa es ser el más hábil y otra es ser el único hábil. ¿Yo tengo un recuerdo endulzado del pasado, o hubo una época en la que casi todos los mediocampistas y delanteros eran hábiles, y en todo caso el 10 era el “más” hábil entre ellos?

Ejemplo típico del desastre: un volante por derecha pretende dársela al mediocampista central, que está parado unos metros más adelante. Movimiento lógico: toque con el pie zurdo, a ras del piso. Problema: tu mediocampista por derecha es menos zurdo que Benito Mussolini, y, por lo tanto, se la da con la pierna diestra. Consecuencia: la pelota, al número cinco, no le llega un metro adelante, sino un metro atrás. Y tu número cinco (que tampoco es una luz, confesémoslo) tiene que ponerse de espaldas al arco rival, para proteger ese balón mal cedido frente al embate del volante central de los contrarios, que se lanza a apurarlo. Porque eso sí, correr, corren. Todos corren. Poner, ponen. Todos ponen.
Lástima que, si quiero ver correr, te lo pongo a Gonzalo Bonadeo con el mundial de atletismo, que está buenísimo pero es otra cosa. Sáquense las camisetas de fútbol, pónganse la musculosa con el numerito de tres cifras en el pecho, y corramos los cien metros llanos o los ciento diez con vallas. Pero quitemos la pelota, porque molesta. Es fútbol, esto. Se supone que es fútbol. Debería ser fútbol.
Pero volvamos a nuestro pobre número cinco, que quedó de espaldas al arco rival, atorado por uno de ellos. ¿Qué puede hacer? Tirarla quince metros más atrás, a uno de los defensores centrales. Madre de Dios. Que si tus volantes son poco dúctiles con la pelota, imaginate tus centrales. ¿Resultado? La pelota termina en un marcador de punta, al que la pelota le llega sucia por el asunto que dijimos de los perfiles, que la revolea, a dividir, en tres cuartos de cancha. O sigue viajando hacia tu propio arco donde tu arquero, sin mayores chances, también la tira a dividir en tres cuartos de cancha. ¡Nótese (y a esta altura me arrodillo y trenzo mis dedos en señal de adoración a quien pueda compadecerse de mi dolor) que todo el desastre se inició con un volante que no puede darte un pase de diez metros con el pie izquierdo!

A ver esas manitos  
(o lo que denominariamos “no  podes ser asi de bruto”)

Es cierto que la complejidad y belleza del fútbol tiene que ver, en buena medida, con que se juega con las más torpes de nuestras extremidades. Pero mi pánico se desborda cuando pienso en los saques laterales. Un misterio. Nuevo capítulo del espanto. A ver, hijo mío, que te dispones a poner la pelota en juego desde una de las bandas. ¿Jugaste alguna vez al básquet? ¿Al handball? ¿Al delegado? En la escuela, en un club de barrio, en la calle. ¿Propulsaste, alguna vez, una pelota con tus manitos? ¿Tiraste cascotazos a un blanco más o menos distante, aunque sea? Yo tendería a pensar, en abstracto, que sí. Pero viéndote, en concreto, concluyo que en la perra vida le pasaste una pelota con las manos a nadie. ¿Cómo se explica, si no, que la tires derechito a la cabeza de un rival? ¿O que se la arrojes a un compañero que tiene dos tipos, cuando no tres tipos, cuando no cuatro tipos encima, que se la van a sacar sí o sí? ¿O que, en la hipótesis milagrosa de que se la das a un compañero desmarcado se la tirás de modo que le pique dos metros antes y le llegue a la altura del ombligo, o que le pegue en la pantorrilla de manera que, para controlarla, tenga que pegarle dos o tres tiros con una Magnun 357? Pongamos que lo tuyo no son las manos (aunque ya hemos visto que los pies tampoco). ¿Y si te quedaras practicando laterales, después del entrenamiento? ¿Si en lugar de volver rápido a casita a escuchar música o jugar a la play, te quedás sacándole laterales al aire? ¿Sería un pecado? ¿Tenés miedo de que te dé lumbalgia?

A ver esas –otras– manitos
(alcanza-pelotas y otras yerbas)
Y hablando de gente que toma la pelota con sus manos, un párrafo aparte para los alcanza-pelotas, futuros cracks que habrán de deleitarnos en un futuro inminente. Supongamos que nuestro equipo está apurado porque pierde o empata (situación por demás frecuente, claro está). ¿No podrían ponerse de acuerdo para alcanzarle, al arquero rival, una sola pelota por vez? Porque el muy turro del guardameta visitante, que de por sí tiene decidido demorar entre dos y tres minutos para poner la pelota en movimiento, aprovechará, si ustedes son tan obtusos de tirarle balones de más, para convertirlos en cuatro o en cinco minutos, bajo la atenta mirada del juez, con el que hoy prefiero no meterme porque ya, sin mencionar a los árbitros, tengo la presión en 25, de modo que si me meto con ellos, termino de color azul y largando espumarajos por la boca. De manera, querido alcanza-pelotas, que sería preferible que te tomaras, cinco, seis segundos, para verificar que la pelota no haya rebotado de nuevo hacia el campo de juego. Si fue así, quedate pancho, y que juegue con esa (porque de todos modos, va a ir a buscar esa). Y si no fue así, mirate con tu compañero alcanza-pelotas, ese que tenés al otro lado del arco, y ponete de acuerdo a ver si la tirás vos o la tira él. ¿Será posible? Digo, así no perdemos tiempo y nuestros jugadores pueden seguir intentando conocer el área rival. Excursión difícil, es verdad, pero imposible mientras vos y el otro sigan acumulando pelotas en el área chica, corazón.

Y falta todavía contar un pecado, en esto de los laterales y el regreso de las pelotas. Porque no lo hemos visto todo. Aún falta. ¿Saben qué falta? La muy problemática devolución de las pelotas que se fueron a la tribuna. Algún potrillo de los veintidós que pastan en el verde césped la puso en órbita y cayó en las gradas, más precisamente en tus manos, querido hincha, que estás contemplando esta belleza de cotejo futbolístico. Bien. ¿Qué corresponde hacer, si tu equipo –como casi siempre– necesita apresurarse? Que la pases hacia el pie de la tribuna, hacia alguno que está junto al alambrado, y que este, con un lanzamiento medido y sutil, la levante, alto y cerca, para que la atrape el alcanza-pelotas más cercano. ¿No hablo en chino, no? Es una idea coherente, ¿no? Pues no. Porque el infeliz que recibe la pelota en la tribuna se siente llamado a altísimos destinos, como por ejemplo, soltar la pelota con la mano izquierda, a medio altura, y meterle una terrible quema en dirección al campo de juego, como émulo del gran Nery Pumpido –gran sacador desde el arco, preciso y a lo lejos, según recuerdo de sus tiempos de River–.

Pero vos no sos Pumpido, querido amigo. Sos un chambón que lo único que logra es que la bola caiga en plena cancha, y el señor árbitro deba detener las acciones para retirar esa segunda pelota, con la consiguiente impaciencia de nuestra parcialidad, que siente que seguimos perdiendo segundos preciosos y tendría razón, serían preciosos, si estos burros tuvieran una mínima noción de en qué emplearlos, pero como no la tienen, en el fondo, da lo mismo que juguemos noventa minutos o cuatro meses y veinte días, pero no importa, porque nosotros seguimos ahí, tensos, expectantes, ilusionados, en puntas de pie o agachados, intentando ver el campo de juego porque, claro, no es tan fácil ver la cancha y eso nos conduce a otro problema, el de las dichosas banderitas.

Banderita de mi corazon (bajame ese
giron del cielo, te lo pido por favor)
Yo puedo imaginar, no soy tan viejo y amargado, o sí, pero de todos modos me puedo imaginar, la primorosa ceremonia del hincha que cose y pinta un “trapo” con los colores de su equipo. Con una frase. Con un dibujo. Algunos expresan lo que sienten por su club. Otros aluden a su terruño, a su lugar de origen. Llegan a la tribuna, la despliegan, le piden a algún fotógrafo que está en el campo de juego que les dé una manito para atarlas. Todo muy hermoso.

Ahora bien: ¿Por qué cuernos tenés que colgar el maldito trapo en un lugar que tapa la cancha, pedazo de infeliz? Porque para que vos te des el gusto de que en tu casa, por la tele, tus parientes digan “Uy, mirá, ahí está la bandera del Cachito”, otros cuatro mil idiotas se tienen que apelotonar en los diez escalones superiores de la tribuna para poder ver algo, y ni siquiera, porque una de las banderitas, pongamos por caso la que dice “Alejandrito - Villa La Ñata” y mide uno por uno, está colgada arriba de todo, de modo que tenés que ponerte en puntas de pie y agacharte al mismo tiempo, mal rayo los parta.

Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir
Como ya tengo la presión en 28, y estoy viendo estrellas, voy a ir dejando. Un último pedido a los hinchas en general. No aplaudan cualquier cosa. Porque si no, los pobres muchachos que tienen puesta nuestra camiseta pueden llegar a confundir lo que ellos hacen con una buena jugada. Ejemplo, si tu marcador de punta, con ademanes de Robocop epiléptico, consiguió trepar su andarivel y, rebote va, rebote viene, logra que la jugada termine en un tiro de esquina, dispongámonos a ver qué sucede con el córner, sí. Pero no lo aplaudamos. Si la jugada fue horrible, no lo aplaudamos. Porque de lo contrario regresará a su casa convencido de que es la reencarnación de Garincha o el émulo vernáculo de Andrés Iniesta. Y no lo es. Otro ejemplo: el tipo que pega una patada inútil en tres cuartos de cancha y se hace echar. ¿Cómo se te ocurre aplaudirlo? ¿Qué aplaudís? ¿Qué te dejó con uno menos? Distinto el caso del tipo al que agarraron mal parado de contra y entendió que era hachazo y expulsión, o gol de ellos. Ahí uno entiende el sacrificio. Pero ese “Te aplaudo porque pegaste una murra y te echaron”… ¿A cuento de qué? Tampoco propongo insultarlos. Que entiendo que no ayuda. Pero… ¿aplaudir burradas? ¿Con qué sentido?

Arriba las manos (Adios, Adios)
Y para el final, el saludo de nuestros jugadores al final del partido, antes de retirarse, también va en camino de sacarme de quicio. Me refiero al saludo en el medio campo, manos en alto. Mejor dicho: lo que me crispa es lo indiscriminado de ese saludo. Eso de hacerlo siempre.
Si jugaste horrible, no me saludes. Si querés, uní tus manos en lo alto pidiendo perdón. Ahí, tal vez, cuentes con mi respeto. Veré, en ese gesto, que te da vergüenza haber jugado tan mal. Que me estás pidiendo disculpas por haber tenido puesta esa camiseta que te queda grande. Que acompañas mi fastidio, por lo que vi, y por lo que me espera: salir de la cancha, caminar entre la multitud hasta ver si el auto sigue entero; treparme a un tren atestado; esperar una hora, muerto de frío o de calor, el maldito colectivo.

Saludame si jugaron bien. No digo si ganaron. Si jugaron bien. Ahí saludame, y yo te voy a aplaudir. Tengamos, vos y yo, ese diálogo crepuscular. Ese diálogo sobre fútbol. O haceme un gesto de disculpas, donde aceptás que fuiste un asco y que tengo todo el derecho de pensarlo. Y si te estás disculpando, será de guapo que me guarde la bronca, y de cobarde que te insulte amparado en el gentío. Pero en serio, por favor, que el epílogo signifique algo. No esas manos alzadas al vacío, en un rito que no entendiste, y que no te merecés.

Listo, queridos lectores, ya está. La próxima columna prometo menos cinismo, unas gotas de alegría, un mínimo de esperanza. Pero a veces me parece que hay que plantarse. No es tan grave. El fútbol va a seguir. Y nosotros seguiremos, también, yendo a la cancha. A buscar no sé qué. Y a no encontrarlo casi nunca. Pero volveremos. Si al fin y al cabo, eso es lo que somos.

POR Eduardo Sacheri